Pues bien: el recuerdo de ese episodio nunca esclarecido me sorprendió aquella madrugada en que iba con mi madre a vender la casa, mientras contemplaba las nieves de la sierra que amanecían azules con los primeros soles. De allí en adelante, hasta el día de hoy, quedé a merced de la nostalgia.
El retraso en los caños nos permitió ver a pleno día la barra de arenas luminosas que separa apenas el mar y la Ciénaga, donde había laderas de pescadores con las redes puestas a secar en la playa, y niños percudidos y escuálidos que jugaban al fútbol con pelotas de trapo. Era impresionante ver en las calles los muchos pescadores con el brazo mutilado por no lanzar a tiempo los cartuchos de dinamita. Al paso de la lancha, los niños se echaban a bucear las monedas que les arrojaban los pasajeros. Eran más de las ocho cuando atracamos en un pantano pestilente a poca distancia de la población de Ciénaga. Cuadrillas de cargadores con el fango a la rodilla nos recibieron en brazos, y nos llevaron chapaleando hasta el embarcadero, por entre un revuelo de gallinazos que se disputaban las inmundicias del lodazal.
Mientras desayunábamos despacio en las mesas del puerto, donde servían las sabrosas mojarras de la ciénaga con tajadas fritas de plátano verde, mi madre aprovechó la ocasión para una nueva ofensiva de su guerra personal. Sentada junto a mí, sin levantar la vista, me volvió a preguntar por asalto:
«Entonces dime de una vez: ¿qué le voy a decir a tu papá?».
Traté de ganar tiempo para pensar:
«¿Sobre qué?».
«Sobre lo único que le interesa», dijo ella un poco irritada. «Tus estudios».
Tuve la suerte de que un comensal impertinente, intrigado con la vehemencia del diálogo, quiso conocer mis razones. La respuesta inmediata de mi madre no sólo me intimidó un poco, sino que me sorprendió en ella, tan celosa de su vida privada.
«Es que quiere ser escritor», dijo.
«Un buen escritor puede ganar buen dinero», replicó el hombre con seriedad. «Sobre todo si trabaja con el Gobierno».
No sé si fue por discreción que mi madre le escamoteó el tema, o por temor a los argumentos del interlocutor imprevisto, pero ambos terminaron compadeciéndose de las incertidumbres de mi generación y repartiéndose las añoranzas. Al final, rastreando nombres de conocidos comunes, terminaron descubriendo que éramos parientes dobles por los Cotes y los Iguarán. Esto nos ocurría en aquella época con dos de cada tres personas que encontrábamos en la costa caribe, y mi madre lo celebraba siempre como un acontecimiento familiar.
Fuimos a la estación del ferrocarril en un coche victoria de un solo caballo, tal vez el último de una estirpe legendaria ya extinguida en el resto del mundo. Mi madre iba absorta, mirando la árida llanura calcinada por el salitre que empezaba en el lodazal del puerto y se confundía con el horizonte. Para mí era un lugar histórico: un día, a mis tres o cuatro años, mi abuelo me había llevado de la mano a través de aquel yermo ardiente, caminando de prisa y sin decirme para qué, y de pronto nos encontramos frente a una vasta extensión de aguas verdes con eructos de espuma, donde flotaba todo un mundo de gallinas ahogadas.
«Es el mar», me dijo.
Desencantado, le pregunté qué había en la otra orilla, y él me contestó sin dudarlo: «Del otro lado no hay orilla». Hoy, después de tantos océanos vistos al derecho y al revés, sigo pensando que aquélla fue una más de sus grandes respuestas.
No recuerdo cuándo oí hablar del mar por primera vez, ni cuál era la imagen anticipada que me había formado de él a través de los relatos de los adultos. Mi abuelo había querido mostrármelo en el embrollo de su viejo diccionario descosido, y no pudo encontrarlo. Cuando se restableció del desconcierto, lo remendó con una explicación que merecía ser válida: «Hay palabras que no están porque todo el mundo sabe lo que significan». Fue por ese fracaso que se hizo llevar de Santa Marta un diccionario ilustrado que tenía en el lomo un dibujo de Atlante con la bóveda celeste en los hombros. Éste fue el primero de los incontables diccionarios de todo que tuve en mi vida, y lo leí como una novela en la escuela primaria, en orden alfabético y sin entenderlo apenas. Ahí encontró mi abuelo la definición del mar que se le había perdido en el otro: «Gran extensión de agua salada que cubre la mayor parte del globo». Con semejante vaguedad, por supuesto, jamás hubiera reconocido el mar si mi abuelo no me hubiera dicho que lo tenía frente a mis ojos. Pues ninguna de mis imágenes previas se correspondía con aquel piélago sórdido, en cuya playa de caliche era imposible caminar por entre ramazones de mangles podridos y astillas de caracoles. Era horrible.
Mi madre debía pensar lo mismo del mar de Ciénaga, pues, tan pronto como lo vio aparecer en la ventanilla del coche, suspiró: «No hay mar como el de Riohacha». En esa ocasión le conté mi recuerdo de las gallinas ahogadas y, como a todos los adultos, le pareció que era una alucinación de la niñez. Luego siguió contemplando cada lugar que encontrábamos en el camino, y yo sabía lo que pensaba de cada uno por los cambios de su silencio. Pasamos frente al barrio de tolerancia al otro lado de la línea del tren, con sus casitas de colores con techos oxidados y los viejos loros de Paramaribo que llamaban a los clientes en portugués desde los aros colgados en los aleros. Pasamos por el abrevadero de las locomotoras con la inmensa bóveda de hierro en la cual se refugiaban para dormir los pájaros migratorios y las gaviotas perdidas. Pasamos por la casa siniestra donde asesinaron a Martina Fonseca. Bordeamos la ciudad sin entrar, pero vimos las calles anchas y desoladas, y las casas del antiguo esplendor, de un solo piso con ventanas de cuerpo entero, donde los ejercicios de piano se repetían sin descanso desde el amanecer. De pronto, mi madre señaló con el dedo.
«Mira», me dijo. «Ahí fue donde se acabó el mundo».
Yo seguí la dirección de su índice, y vi la estación: un edificio de maderas descascaradas, con techos de cinc de dos aguas y balcones corridos, y enfrente una plazoleta árida en la cual no podían caber más de doscientas personas. Fue allí, según me precisó mi madre aquel día, donde el ejército había matado en 1928 un número nunca establecido de jornaleros del banano.
La información me sorprendió, pues siempre creí que la matanza había sido en la estación de Aracataca. Muchas veces, cuando iba con mi abuelo a esperar el tren, volvía a vivir el horror del instante imaginario: el militar leyendo el decreto con el que los peones en huelga fueron declarados una partida de malhechores; los tres mil hombres, mujeres y niños inmóviles bajo el sol bárbaro después que el oficial les dio un plazo de cinco minutos para evacuar la plaza; la orden de fuego, el tableteo de las ráfagas de escupitajos incandescentes, la muchedumbre acorralada por el pánico mientras la iban disminuyendo palmo a palmo con las cizallas metódicas e insaciables de la metralla. Mi abuelo no debió ser ajeno a mis falsos recuerdos, pues una vez le pregunté en la estación de Aracataca dónde habían emplazado las ametralladoras. Él estaba leyendo una carta acabada de recibir, y señaló sin mirarme hacia el techo de los vagones. «Ahí», me dijo. Después acabó de leer la carta, y mientras la rompía en pedacitos minúsculos para estar seguro de que nunca sería leída por su mujer, me preguntó perplejo:
«¿Qué era lo que querías saber sobre las astromelias?».
Mi facultad de visualizar ciertos episodios como si en realidad los hubiera vivido, en especial durante la infancia, me ha causado muchas confusiones de la memoria. Pero ninguna como aquella de creer que la matanza había sido en la estación de Aracataca. Sin embargo, la seguridad de mi madre no admitía la menor duda. Y más aun: cuando le pregunté cuántos muertos habían sido, me contestó con el mismo aplomo: «Siete». Aunque enseguida me advirtió que no lo tomara al pie de la letra, porque el día de la matanza se oyó decir que eran más de cien, y luego la cifra fue disminuyendo hasta la nada absoluta. De modo que lo único en que coincidían la realidad y mi memoria era en que los soldados habían disparado desde el techo de los vagones.
La versión de mi madre tenía cifras tan exiguas, y el escenario era tan pobre para un drama tan grandioso como el que yo había imaginado, que me causó un sentimiento de frustración. Más tarde hablé con sobrevivientes y testigos y escarbé en colecciones de prensa y documentos oficiales, y me di cuenta de que la verdad no estaba de ningún lado, pero la de mi madre era la más probable. Los conformistas decían, en efecto, que no hubo muertos. Los del extremo contrario afirmaban sin un temblor en la voz que fueron más de cien, que los habían visto desangrándose en la plaza, y que se los llevaron en un tren de carga para echarlos en el mar como al banano de rechazo. Así que la verdad quedó extraviada para siempre en algún punto improbable de los dos extremos.
Mi recuerdo falso fue tan persistente que en una de mis novelas referí la matanza con la precisión y el horror con que creía haberla visto en Aracataca, pues no lograba identificarla con ninguna versión distinta de la que había incubado durante años en mi imaginación. Fue así como la cifra de muertos la aumenté a tres mil en vez de siete, para mantener las proporciones épicas del drama. La vida real no demoró en hacerme justicia: hace poco, en uno de los aniversarios de la tragedia, el orador pidió un minuto de silencio en memoria de los tres mil mártires anónimos sacrificados por la fuerza pública.
El tren llegaba a Ciénaga a las ocho de la mañana, recogía los pasajeros de las lanchas y los que bajaban de la sierra, y proseguía hacia el interior de la zona bananera un cuarto de hora después. Mi madre y yo llegamos a la estación pasadas las nueve de la mañana, pero el tren estaba demorado. Sin embargo, fuimos los únicos pasajeros. Ella se dio cuenta desde que entró en el vagón desocupado, y exclamó con un humor festivo:
«¡Qué lujo! ¡Todo el tren para nosotros solos!».
Siempre he pensado que fue un júbilo falso para disimular su decepción, pues los estragos del tiempo se veían a simple vista en el estado de los vagones. Eran los antiguos de segunda, ahora convertidos en clase única, pero sin asientos de mimbre ni cristales de subir y bajar en las ventanas, sino con bancas de madera curtidas por los fondillos calientes y lisos de los pobres. En comparación con lo que fue en otro tiempo, no sólo aquel vagón sino todo el tren era un fantasma de sí mismo. Antes tenía tres clases. La tercera, donde viajaban los más pobres, eran los mismos huacales de tablas donde transportaban el banano o las reses de sacrificio, adaptados para pasajeros con bancas longitudinales de madera cruda. La segunda clase, con asientos de mimbre y marcos de bronce. La primera clase, donde viajaban las gentes del gobierno y altos empleados de la compañía bananera, con alfombras en el pasillo y poltronas forradas de terciopelo rojo que podía cambiar de posición. Cuando viajaba el superintendente de la compañía, o su familia, o sus invitados de nota, enganchaban en la cola del tren un vagón de lujo con ventanas de vidrios solares y cornisas doradas, y una terraza descubierta con dos mesitas para viajar tomando el té. No conocí ningún mortal que hubiera visto por dentro esta carroza de fantasía. Mi abuelo había sido alcalde dos veces y además tenía una noción alegre del dinero, pero sólo viajaba en segunda si iba con alguna mujer de la familia. Y cuando le preguntaban por qué viajaba en tercera, contestaba: «Porque no hay cuarta». Lo más recordable del tren, sin embargo, era la puntualidad. Los relojes de los pueblos se ponían en la hora exacta por su silbato.
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