El País Digital
Lunes
23 marzo
1998 - Nº 689


Aquel día, por un motivo o por otro, partió con una hora y media de retraso. Cuando se puso en marcha, muy despacio y con un chirrido lúgubre, mi madre se persignó, pero enseguida volvió a la realidad.

«A este tren le falta aceite en los resortes», dijo.

Éramos los únicos pasajeros, tal vez en todo el tren, y hasta ese momento no había nada que me causara un verdadero interés. Me sumergí en el sopor de Luz de agosto, fumando sin tregua, con rápidas miradas ocasionales para reconocer los lugares que íbamos dejando atrás. El tren atravesó con un silbido largo las marismas de la Ciénaga, y se metió a toda velocidad por un trepidante corredor de rocas bermejas, donde el estruendo de los vagones se volvió insoportable. Pero al cabo de unos quince minutos disminuyó la marcha, entró con un resuello sigiloso en la penumbra fresca de las plantaciones, y el tiempo se hizo más denso y no volvió a sentirse la brisa del mar. No tuve que interrumpir la lectura para saber que habíamos entrado en el reino hermético de la zona bananera.

El mundo cambió. A lado y lado de la vía férrea se extendían las avenidas simétricas e interminables de las plantaciones, por donde andaban las carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. De pronto, en intempestivos espacios sin sembrar, había campamentos de ladrillos rojos, oficinas con redes de alambre en puertas y ventanas y ventiladores de aspas colgados en el techo, y un hospital solitario en un campo de amapolas. Cada río tenía su pueblo y su puente de hierro por donde el tren pasaba dando alaridos, y las muchachas que se bañaban en las aguas heladas saltaban como sábalos a su paso para turbar a los viajeros con sus tetas instantáneas.

En la población de Riofrío subieron varias familias de aruhacos cargados con mochilas repletas de aguacates de la sierra, los más apetitosos del país. Recorrieron el vagón a saltitos en ambos sentidos buscando dónde sentarse, pero cuando el tren reanudó la marcha sólo quedaban dos mujeres blancas con un niño recién nacido, y un cura joven. El niño no paró de llorar en el resto del viaje. El cura llevaba botas y casco de explorador, una sotana de lienzo basto con remiendos cuadrados, como una vela de marear, y hablaba al mismo tiempo que el niño lloraba, y siempre como si estuviera en el púlpito. El tema de su prédica era la posibilidad de que la compañía bananera regresara. Desde que ésta se fue no se hablaba de otra cosa en la zona, y los criterios estaban divididos entre los que querían y los que no querían que volviera, pero todos lo creían. El cura estaba en contra, y lo expresó con una razón tan personal que a las mujeres les pareció disparatada: «La compañía deja la ruina por donde pasa». Fue lo único original que dijo, pero no logró explicarlo, y la mujer del niño acabó de confundirlo con el argumento de que Dios no podía no estar de acuerdo con él.

La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos. Nadie se salvaba de sus estragos. Desde la ventanilla del vagón se veían los hombres sentados en la puerta de sus casas, y bastaba con mirarles la cara para saber lo que esperaban. Las lavanderas en las playas de caliche miraban pasar el tren con la misma esperanza. Cada forastero que llegaba con un maletín de negocios les parecía que era el hombre de la United Fruit Company que volvía a restablecer el pasado. En todo encuentro, en toda visita, en toda carta surgía tarde o temprano la frase sacramental: «Dicen que la compañía vuelve». Nadie sabía quién lo dijo, ni cuándo ni por qué, pero nadie lo ponía en duda.

Mi madre se creía curada de espantos, pues una vez muertos sus padres había cortado todo vínculo con Aracataca. Sin embargo, sus sueños la traicionaban. Al menos, cuando tenía alguno que le interesaba tanto como para contarlo al desayuno, estaba siempre relacionado con sus añoranzas de la zona bananera. Sobrevivió a sus épocas más duras sin vender la casa, con la ilusión de cobrar por ella hasta cuatro veces más cuando volviera la compañía. Al fin la había vencido la presión insoportable de la realidad. Pero cuando le oyó decir al cura en el tren que la compañía estaba a punto de regresar, hizo un gesto desolado y me dijo al oído:

«Lástima que no podamos esperar un tiempecito más».

Mientras el cura hablaba, pasamos de largo por un lugar donde había una multitud en la plaza, y una banda tocaba una retreta alegre bajo el sol aplastante. Todos aquellos pueblos me parecieron siempre iguales. Cuando mi abuelo me llevaba al flamante cine Olympia de don Antonio Daconte, yo notaba que las estaciones de las películas de vaqueros se parecían a las de nuestro tren. Más tarde, cuando empecé a leer a Faulkner, también los pueblos de sus novelas me parecían iguales a los nuestros. Y no era sorprendente, pues éstos habían sido construidos bajo la inspiración mesiánica de la United Fruit Company, y con su mismo estilo provisional de campamento de paso. Yo los recordaba a todos, salvo a Aracataca, con la iglesia en la plaza y las casitas de cuentos de hadas pintadas de colores primarios. Recordaba las cudrillas de jornaleros negros cantando al atardecer, los galpones de las fincas donde se sentaban los peones en reposo a ver pasar los interminables trenes de carga, las guardarrayas donde amanecían los macheteros decapitados en las parrandas de los sábados. Recordaba las ciudades privadas de los gringos en Aracataca y en Sevilla, al otro lado de la vía férrea, cercadas con mallas metálicas con enormes gallineros electrificados que en los días frescos del verano amenecían negros de golondrinas achicharradas. Recordaba sus lentos prados azules con pavorreales y codornices, las residencias de techos rojos y ventanas alambradas y mesitas redondas con sillas plegables para comer en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. A veces, a través de la cerca de alambre, se veían mujeres bellas y lánguidas, con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa, que cortaban las flores de sus jardines con tijeras de oro. Y de pronto, como una aparición fugaz, una tarde pasó por las calles del pueblo el superintendente de la compañía bananera en un suntuoso automóvil descubierto, junto a una mujer de largos cabellos dorados sueltos en el viento, y con un pastor alemán sentado como un rey en el asiento de atrás. Eran apariciones instantáneas de un mundo remoto e inverosímil que nos estaba vedado a los mortales.

Ya en mi niñez no era fácil distinguir unos pueblos de los otros. Veinte años después era todavía más difícil, porque en los pórticos de las estaciones se habían caído las tablillas con los nombres: Tucurinca, Guamachito, Neerlandi, Guacamayal. Y todos eran más desolados y polvorientos que en la memoria.

El tren se detuvo en Sevilla como a las diez de la mañana para cambiar de locomotora y abastecerse de agua durante quince minutos interminables. Allí empezó el calor. Cuando reanudó la marcha, la nueva locomotora nos mandaba en cada vuelta, para colmo de males, una ráfaga de cizco que se metía por la ventana sin vidrios y nos dejaba cubiertos de una nieve negra. El cura y las mujeres se habían desembarcado en algún pueblo sin que nos diéramos cuenta, y esto agravó mi impresión de que mi madre y yo íbamos solos en un tren sin rumbo. Sentada frente a mí, mirando por la ventanilla, ella había descabezado dos o tres sueños, pero se despabiló de pronto y me soltó una vez más la pregunta temible:

«Entonces, ¿qué le digo a tu papá?».

Yo pensaba que no iba a rendirse jamás, en busca de un flanco por donde quebrantar mi decisión. Poco antes había sugerido algunas fórmulas de compromiso que descarté sin argumentos, pero sabía que su repliegue no sería muy largo. Aun así me tomó por sorpresa esta nueva tentativa. Preparado para otra batalla larga y estéril, le contesté con más calma que en las veces anteriores:

«Dígale que lo único que quiero en la vida es ser escritor, y que lo voy a ser».

«Él no se opone a que seas lo que quieras, pero desea verte graduado», dijo ella.

Hablaba sin mirarme, fingiendo interesarse menos en nuestro diálogo que en la vida que pasaba por la ventanilla.

«No sé por qué insiste tanto, si usted sabe muy bien que no voy a ceder», le dije.

Al instante me miró a los ojos y me preguntó intrigada:

«¿Por qué crees que lo sé?».

«Porque usted y yo somos iguales», dije.

El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba por su resonancia poética. Nunca lo había oído antes, nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce ni flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganica existe la etnia errante de los makondos, y pensé que aquel podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni nunca conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera, y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca.

El tren pasaba a las once por la finca Macondo, y diez minutos después se detenía en Aracataca. El día en que iba con mi madre a vender la casa pasó con dos horas y media de retraso. Yo estaba en el retrete cuando empezó a acelerar, y entró por la ventana rota un viento ardiente y seco, revuelto con el estrépito de los viejos vagones y el silbato despavorido de la locomotora. El corazón me daba tumbos en el pecho y una náusea glacial me heló las entrañas. Salí a toda prisa, empujado por un pavor semejante al que se siente con un temblor de tierra, y encontré a mi madre imperturbable en su puesto, enumerando en voz alta los lugares que veía pasar por la ventana como ráfagas instantáneas de la vida que fue y que no volvería a ser nunca jamás. «Ésos son los terrenos que le vendieron a mi papá con el cuento de que había oro», dijo. Pasó como una exhalación la casa de los adventistas, con su jardín florido y un letrero en el portal: «The sun shines for all». «Fue lo primero que aprendiste en inglés», dijo mi madre. «Lo primero no», le dije: «lo único». Pasó el puente de cemento y la acequia con sus aguas turbias, de cuando los gringos desviaron el río para llevárselo a las plantaciones. «El barrio de las mujeres de la vida donde los hombres amanecían bailando la cumbiamba con mazos de billetes encendidos en vez de velas», dijo ella. La escuelita montessoriana donde aprendí a leer. Por un instante, la imagen total del pueblo en el luminoso martes de febrero resplandeció en la ventanilla. «La estación», exclamó mi madre. «Cómo habrá cambiado el mundo que ya nadie espera el tren». Entonces la locomotora acabó de pitar, disminuyó la marcha, y se detuvo con un lamento largo.

Lo primero que me impresionó fue el silencio. Un silencio material que hubiera podido identificar con los ojos vendados entre los otros silencios del mundo. La reverberación del calor era tan intensa que todo se veía como a través de un vidrio ondulante. En la plazoleta empedrada no quedaba ni la añoranza compasiva de los tres mil obreros masacrados por la fuerza pública. Pues no había memoria alguna de la vida humana hasta donde alcanzaba la vista, ni nada que no estuviera cubierto por un rocío tenue de polvo ardiente. Mi madre permaneció todavía unos minutos en el asiento, mirando el pueblo muerto y tendido en las calles desiertas, y por fin exclamó aterrada:

«¡Dios mío!».

Fue lo único que dijo.


© Gabriel García Márquez

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