El País Digital
Lunes
26 enero
1998 - Nº 633

Atado y bien atado por Pinochet

Las normas y la amenaza militar bloquean la transición democrática en Chile

FRANCESC RELEA

Pinochet tras la elección de su sucesor,
Ricardo Izurieta, a la izquierda (EPA).
Yo me voy a morir. El que me suceda en la presidencia también habrá de morir. Pero elecciones, durante este periodo, no habrá», dijo Augusto Pinochet el 18 de junio de 1975. Veinticuatro años después de encabezar el golpe militar en Chile, el general que disolvió el Parlamento porque nunca creyó en él se dispone a ocupar un escaño vitalicio en el Senado para el que nunca fue elegido, tal y como establece la Constitución aprobada en 1980, en plena dictadura. La anómala transición chilena culminará así el próximo 11 de marzo con el escarnio a todos los demócratas de ver entrar al antiguo dictador en el Parlamento. Un día antes, según acaba de anunciar, habrá dejado su actual puesto de comandante en jefe del Ejército.

A los 82 años, Pinochet conserva una buena cuota de protagonismo, como ha puesto de relieve la reciente crisis entre los poderes civil y militar. El diputado socialista Jaime Estévez lo describe gráficamente: «Los chilenos estamos cansados de que Pinochet aparezca en todas las conversaciones, pero el viejo consigue que no nos olvidemos de él».

«La realidad es que Pinochet se va, y en el fondo no quiere irse», apunta el senador y presidente de la Comisión de Defensa Jaime Gazmuri. «Está intranquilo por lo que pueda sucederle después del 10 de marzo. Tendrá que entrar solo en el hemiciclo, sin una nube de guardaespaldas. Es algo que nunca ha hecho en los últimos 24 años».

Sin el blindaje de la jefatura militar, las acusaciones contra el ex dictador se multiplicarán e inevitablemente llegarán a los tribunales chilenos. Un juez ha aceptado a trámite, por primera vez en Chile, una querella contra el ex dictador (presentada por el partido comunista). Otras iniciativas para enjuiciarle están en curso: la votación mayoritaria en la Cámara de Diputados de rechazo a la designación de Pinochet como senador vitalicio, el manifiesto de un centenar de personalidades para acusar constitucionalmente a Pinochet, que ha servido de base de la controvertida propuesta presentada por la Democracia Cristiana (DC, principal partido de Chile), o el proceso que instruye en España el juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón. El general tiene motivos para estar inquieto. Es cierto que le amparará la inmunidad parlamentaria, pero no tendrá un fuero especial.

En la recta final de la transición que ha seguido a la dictadura más larga de su historia, los chilenos viven en una democracia maniatada. Antes de su partida como jefe del Estado, Pinochet ató bien los cabos de unos «enclaves autoritarios» del sistema, que ningún Go bierno democrático ha sido capaz de desatar. Legó a sus suce sores un entramado legal que garantizaba amplios poderes a los militares.

El primer condicionante ha sido su permanencia como comandante en jefe del Ejército. Ello ha permitido que las Fuerzas Armadas mantengan todavía hoy, gracias a su estatuto jurídico, un grado de autonomía que no existe en ningún país democrático. Y ha supuesto una amenaza, abierta o implícita, según las ocasiones, de retornar con otro golpe de Estado a la época pasada.

El presidente de la República, por ejemplo, no puede destituir a un comandante en jefe de cualquiera de las ramas. Para ello, debe convocar el Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), organismo creado durante la dictadura en el que la mitad de sus miembros son los cuatro máximos jefes militares. En 1994 el Cosena vetó la pretensión del presidente Frei de desti tuir al jefe de los Carabineros (policía militarizada).

«La Constitución dice que las Fuerzas Armadas son obedientes y no deliberantes. Pero en el Cosena, cuya sola convocatoria es sinónimo de amenaza, tienen un rol totalmente distinto», comenta Jorge Donoso, dirigente de la DC, jurista y actual subdirector del diario La Nación. El Cosena, según su reglamento, tiene la función de «hacer presente al presidente de la República, al Congreso Nacional o al Tribunal Constitucional, su opinión frente a algún hecho, acto o materia, que a su juicio atenta gravemente en contra de las bases de la institucionalidad o pueda comprometer la seguridad nacional». Tiene un peso determinante en la política de ascensos y retiros de jefes militares, y tam bién nombra a dos abogados como miembros del Tribunal Constitucional.

Otro «enclave autoritario» de gran importancia es la figura de los senadores designados introducida por la Constitución pinochetista. Gracias a ellos, la derecha conserva la mayoría en la Cámara alta y bloquea toda reforma democrática de calado. Los senadores designados, con ocho años de mandato, son: cuatro ex comandantes en jefe u otros destacados generales nombrados por el Cosena, dos ex ministros y un ex contralor nombrados por la Corte Suprema, y un ex ministro y un ex rector de Universidad nombrados por el presidente. A estos nueve se añade un décimo senador a dedo, vitalicio, cargo que inaugurará Pinochet. El requisito de haber sido presidente por un periodo mínimo de seis años impidió a Patricio Aylwin, que sólo dirigió el Estado durante cuatro años, ocupar ese escaño vitalicio. El sistema electoral favorece claramente a la derecha, que, con el 33,3% de los votos, se asegura uno de los dos diputados elegidos por distrito.

La Cámara de Diputados mantiene la atribución de declarar si ha lugar o no un juicio político contra altas autoridades del Estado por delitos, infracciones o abusos de poder, aunque, arbitrariamente, la ley orgánica del nuevo Congreso Nacional estableció que aquella prerrogativa de sancionar este tipo de culpabilidades no podía abarcar el periodo previo al 11 de marzo de 1990.

En materia de derechos humanos, el decreto ley de amnistía de 1978 exonera la culpabilidad en los crímenes perpetrados el primer lustro de la dictadura, en el que la represión fue más sangrienta. Un modo recurrente de rehuir la justicia y asegurarse la impunidad es que los tribunales militares reclamen, en una particular interpretación de la Corte Suprema, su jurisdicción en las causas que afectan a uniformados, para aplicar posteriormente la ley de amnistía y archivarlas.

La única vía para modificar esta situación, «para ver si los chilenos quieren quedarse con estos resabios de democracia protegida o terminar con ellos definitivamente», es, en opinión del canciller José Miguel Insulza, «una solución plebiscitaria. Sería la mejor salida para resolver todos los temas de la transición inconclusa».

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