Colombia, último plan
El candidato a la presidencia colombiana, Álvaro
Uribe Vélez, propone la creación de una milicia de un millón
de hombres para obligar a la guerrilla a dialogar y poner fin a la guerra
más antigua del planeta
Un policía colombiano durante un ataque
de
las FARC en Grabada, provincia de Antioquia
el pasado 7 de diciembre (Reuters).
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A los dos años y medio de la toma de posesión del presidente
colombiano, Andrés Pastrana, y casi dos de contactos con la insurgencia
de las FARC, Bogotá no puede presentar hoy ni el más mínimo
progreso en las conversaciones. La guerrilla, desdén tras desdén,
no admite ni humanización de una guerra que dura ya más de
30 años, ni tregua sostenida, ni barrunto de paz. Y, así,
crecen inquietantes las voces que piden más energía con la
subversión y el narco. La más escuchada, la de Álvaro
Uribe Vélez, austero tribuno de la provincia de Antioquia.
M. Á. BASTENIER
A fin de noviembre pasado, el presidente Pastrana hizo balance en presencia
de altos representantes del establecimiento -establishment en el
resto del mundo hispanófono- del estado de las conversaciones con
el movimiento insurgente de las FARC, marxistas de vereda y de matojo,
y sus palabras resultaron mucho más explícitas de lo que
el líder conservador habría, quizá, previsto: "Ya
es hora de concretar algún avance". Efectivamente, lo es. Un presidente
que en los últimos dos años ha aumentado peso, eliminado
pelo, redoblado rictus y espesado incontrolablemente su figura, tiene hoy
las manos vacías. Y, como dice uno de los que más verosímilmente
aspira a sucederle, Álvaro Uribe Vélez, nominalmente liberal
como el presidente es conservador, sólo puede mostrar en su activo
"que hay conversaciones. Ése es el único logro de Pastrana".
La guerrilla, que dirige una talla en madera de boj, de la edad del
bosque en el que habita, autoapodada Manuel Marulanda, sigue secuestrando
y extorsionando en las ciudades, asesinando mayormente campesinos, protegiendo
el cultivo de coca de cuyo peaje tan rica como agrestemente vive, y rechazando
cualquier vía de acuerdo. ¿Qué es lo que quiere? A
juzgar por su retórica tanto como por su silencio, la gobernación
de casi medio país.
El famoso establecimiento, a quien todavía en poca medida
afectan los 3.000 o 4.000 muertos anuales, cientos de miles de desplazados,
y anfractuosidades generales de esta guerra que la mayoría de los
colombianos no quiere llamar civil, porque con un culto a la palabra
muy propio de esta tierra, les viene a sonar, así, como menos grave,
no da muestras de comprender que si quiere la paz, ha de pasar antes por
la ventanilla de los tributos.
En un país donde el Estado reconoce a la guerrilla una finca
en usufructo tan grande como Extremadura, llamada con involuntaria precisión
el despeje porque de allá se despejaron hace dos años
policías y soldados, y negocia de poder a poder con el sublevado
sin que éste responda más que con proclamas a cuál
más incendiaria, la ciudadanía es lógico que busque
una respuesta y un nombre que la encarne.
Colombia, donde la política es el opio del pobre y el atributo
del rico, vive ya en campaña electoral, aunque las presidenciales
para suceder a Pastrana -no hay reelección- no toquen hasta junio
de 2002. El partido liberal, históricamente mayoritario pero hoy
en tiempos macilentos, es casi seguro que presentará a Horacio Serpa,
cincuentena de años con hondas comisuras en el rostro, derrotado
en 1998 por el hoy presidente, serio, capaz, trabajador, pero un poco corcel
exhausto, como le vimos en agosto pasado en su tierra natal santandereana.
No está claro que los conservadores presenten candidato, sino más
bien que apoyen a algún independiente, porque por sí solo,
el segundo partido del país es tan minoritario que difícilmente
se halla en posición de alzarse con el santo y la limosna.
Y ahí entran los populismos antipartido, que buscan el movimiento,
la coalición de todos los que están en contra en este non
plus ultra de país maltratado. Noemí Sanín, el
medio siglo mejor llevado al oeste del Magdalena medio, varias veces ex
ministra, y tan establecimiento como el que lo inventó, gusta
mucho hasta la hora de depositar el sufragio, que es cuando pueden comenzar
las dudas. Pero, sin discusión, al frente de algún ex policía
o militar con ilusiones, es ella quien conduce la nómina de los
grandes outsiders.
Y en los últimos tiempos se ha disparado en este hit parade
de la esperanza la imagen del ex gobernador de Antioquia, Álvaro
Uribe Vélez, 48 años, licenciado en Derecho y Ciencias Políticas
más una apreciable colección de masters, que esta
semana ha pasado por Madrid para dar un par de conferencias y, de paso,
presentar sus cartas credenciales, en un vendaval de actividad,
donde cada palabra parecía tan medida como la prisa y el punto de
impaciencia con que el líder las pronunciaba.
Uribe Vélez, casi nunca Álvaro Uribe, y menos Uribe a
secas, blanco sin tonalidades como el establecimiento del que procede,
ojos que parecen mirar lo que no se ve, clavados en un lugar intangible
del espacio, fue tan admirado como criticado durante su gobernación
antioqueña, que concluyó en 1998, tras de lo que hizo una
pasantía de casi dos años en el St. Antony's College
de Oxford.
Él ya virtualmente candidato subraya que en Antioquia redujo
a menos de la mitad los empleos del Estado, creó más de 100.000
puestos escolares y 14.000 de grado universitario, así como que
en ésa provincia, la más extensa y moderna del país,
el secuestro disminuyó en un 60%, y las muertes violentas, en un
20%. Pero también se agenció las Convivir, una milicia ciudadana
antiguerrilla y antinarco, que, muchos opinaban, que tenía un más
que obsceno parecido con los paramilitares, el flagelo creciente del campo
colombiano, la fuerza mercenaria creada por el latifundio para desalojar
al insurrecto, pero que hoy, mandada por Carlos Castaño, alinea
a no menos de 8.000 hombres perfectamente armados y adiestrados que pueblan
de terror la sierra y viven tanto de la coca como lo hace su odiada enemiga,
la guerrilla.
Esa fuerza, mal vista en Europa por lo que tenía de abdicación
del Estado en el monopolio de la legítima violencia, fue finalmente
prohibida, sin que, ni mucho menos, hubiera limpiado de abigeos
la modélica provincia antioqueña.
Hoy, la receta de Uribe Vélez se basa casi escuetamente en hacer
de su Antioquia un modelo a escala para toda Colombia. "Un millón
de hombres -no remunerados y dotados sólo de armas individuales-
que se pusieran en pie de paz, en nombre de la autoridad, para la derrota
del crimen"; una fuerza que, poniendo a Mao del revés, le drenara
al guerrillero el mar en el que nada libremente, ocupando jungla, matorral
y sotobosque hasta acularlo a negociar o a rendirse.
El ex gobernador asegura, aunque meramente pro forma, que se presentará
como liberal, pero sin postular la designación de su partido, ni
tampoco la del conservador, "porque no quiero matricularme en ninguna fuerza
política", para poder hablar, así, al país "contra
la politiquería". Bueno, eso es lo mismo que dice Noemí.
"Pero, yo tengo la experiencia de gobierno en Antioquia, y ya he demostrado
que tengo autoridad y decisión para cumplir este cometido".
Para ganar la guerra -o la paz- hay que basarse, à la Uribe,
en un cierto pentateuco. 1) Estado legítimo, lo que exige inversión
social; 2) concepto democrático (poder ir por la calle); 3) fuerza
pública suficiente (15.000 soldados profesionales, a añadir
a los 40.000 existentes, y 100.000 policías, lo que doblaría
la fuerza actual); 4) liderazgo civil del orden público (los milicos,
al cuartel), y 5) acompañamiento civil de la fuerza pública,
bella metáfora que supone la resurrección de las Convivir,
a todas luces, las niñas de sus ojos.
Pero como todo ello cuesta plata, Uribe Vélez afirma que ésta
existe en la propia Colombia, sólo que se derrocha. "Hay que reducir
el número de congresistas, de los 270 actuales -consulta un momento
a su aúlico residente, el periodista colombiano Plinio Apuleyo Mendoza-
¿a la mitad?; hay que eliminar puestos en la cancillería
(diplomacia) -que puntea, como si al periodista le fuera en ello el empleo-
sin tocar nada en Madrid; en las contralorías (tribunales de cuentas)
que hay más en una sola provincia colombiana que en toda España.
Con ello se ahorrarían 2.000 millones de dólares". El resto,
que no es poco, vendría de la cooperación internacional,
como los 120 millones de dólares que dice que costaría sacar
anualmente de la coca a 50.000 familias campesinas y facilitarles un sustento
que no se transforme en nieve.
Pero, la clave de bóveda de toda esta embrocación es,
aunque las palabras se redoblen ahora de cautela -"la prensa internacional
tergiversa en ocasiones lo que digo"- una mayor presión sobre la
guerrilla, y también sobre los paras, ya que "hay que tratar
a unos y otros por igual, ofrecerles diálogo, pero con una autoridad
que no consiste en hacerles la guerra, sino en disuadirles de ella".
El aspirante posliberal más que ex liberal, que ha sufrido 12
atentados y circula por Colombia con una escolta de 13 policías,
lo que al menos avala que no es supersticioso, no cree, como todos los
fundadores de movimientos, "en derechas o izquierdas, porque soy rebelde
a dejarme encasillar. Sólo creo en el sentido común."
Sin duda sincero, con una rara capacidad, que ahorra tiempo al periodista,
de ir al grano, de posiciones muy frenteras, como se dice en su
país, Uribe Vélez quiere ser la encarnación de un
auténtico plan para Colombia, cuando ya no sobran las expectativas,
que necesariamente viaja entre la ilusión y el milagro. Y el riesgo
que corren los hombres como el colombiano, es el de que si fracasan, el
apelativo más decoroso que se les aplica es el de aprendices de
brujo.
Aunque autores como Eduardo Posada Carbó, actualmente en Oxford,
aseguran que el proceso de renovación de la élite colombiana
se halla ya pero que mucho en curso, la observación mejor intencionada
del forastero no permite grandes alegrías. Diríase que los
dirigentes del país, con honrosas excepciones, no han decidido todavía
si quieren resignarse a la paz o sufragar la guerra.
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