Náufrago en tierra firme
El Nobel de Literatura colombiano escribe desde Cuba
sobre la peripecia de Elián González
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Elián González, en Miami,
el pasado jueves (Reuters).
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El viernes, cuando Juan Miguel González fue a la escuela por su
hijo Elián para pasar juntos el fin de semana, le dijeron que Elizabeth
Brotons, su antigua esposa y madre del niño, se lo había
llevado al mediodía y no lo había devuelto en la tarde. A
Juan Miguel le pareció normal en su rutina de divorciado. Desde
que Elizabeth y él se habían separado en los mejores términos,
dos años antes, el niño vivía con su padre, y alternaba
sus días entre la casa de éste y la de su madre. Pero en
vista de que la puerta de Elizabeth estuvo con candado no sólo el
fin de semana, sino también el lunes, Juan Miguel empezó
a hacer averiguaciones. Fue así como descubrió la mala noticia
que ya empezaba a ser de dominio público en la ciudad de Cárdenas:
la madre de Elián se lo había llevado para Miami, junto con
12 personas más, en un bote de aluminio de cinco metros y medio
de largo, sin salvavidas y con un motor decrépito muchas veces remendado.
Era el 22 de noviembre de 1999. "Aquel día se me acabó
la vida", dice Juan Miguel cuatro meses después. Desde que se divorciaron
había mantenido con Elizabeth una relación cordial y estable,
pero más bien insólita, pues siguieron viviendo bajo el mismo
techo y compartiendo sus sueños en la misma cama, con la esperanza
de lograr como amantes el hijo que no habían podido tener de casados.
Parecía imposible. Elizabeth quedaba encinta, pero sufría
abortos espontáneos en los cuatro primeros meses de embarazo. Al
cabo de siete pérdidas, y con una asistencia médica especial,
nació el hijo tan esperado, para el cual tenían previsto
un nombre único desde que se casaron: Elián.
El nombre ha llamado la atención fuera de Cuba. Se ha escrito
sin rubor que Elián era su patriarca bíblico, y un periódico
lo ha celebrado como un hallazgo de Rubén Darío. Para los
cubanos, en cambio, Elián es un nombre como cualquiera de los muchos
que ellos inventan a espaldas del santoral: Usnavi, Yusnier, Cheislisver,
Anysleidis, Alquimia, Deylier, Anel. Sin embargo, lo que hicieron Elizabeth
y Juan Miguel fue crear para el recién nacido un nombre equitativo
con las tres primera letras del nombre de ella, Elizabeth, y las dos finales
del nombre de Juan.
Elizabeth tenía 28 años cuando se llevó al niño
para Miami. Había sido una buena estudiante de hotelería,
y seguía siendo simpática y servicial como camarera de primer
grado en el hotel Paradiso -Punta Arenas de Varadero-. Su padre dice que
a los 14 años estaba ya enamorada de Juan Miguel González,
y se casó con él a los 18. "Éramos como hermanos",
dice Juan Miguel, un hombre pausado, de buen carácter, que también
trabaja en Varadero como dependiente cajero en el parque Josone. Ya divorciados
y con el niño, Juan Miguel y Elizabeth siguieron viviendo juntos
en la ciudad de Cárdenas -donde nacieron y vivieron todos los protagonistas
de este drama- hasta que ella se enamoró del hombre que le costó
la vida: Lázaro Rafael Munero, un guapo de barrio, mujeriego y sin
empleo fijo, que no aprendió el judo como cultura física,
sino para pelear, y lo habían condenado a dos años de cárcel
por robo con fuerza en el hotel Siboney de Varadero. Juan Miguel, por su
parte, se casó más tarde con Nelsy Carmeta, con quien hoy
tiene un hijo de seis meses que fue el amor de la vida de Elián
hasta que Elizabeth se lo llevó para Miami.
Juan Miguel no tuvo que perder tiempo para saber dónde estaba
su hijo, porque en el Caribe se sabe todo. "Inclusive antes de que suceda",
como me dijo uno de mis informantes. Todo el mundo sabía que el
promotor y gerente de la aventura había sido Lázaro Munero,
que había hecho por lo menos dos viajes clandestinos a los Estados
Unidos para preparar el terreno. Así que tenía los contactos
necesarios y bastantes agallas para llevarse no sólo a Elizabeth
con el hijo, sino también a un hermano menor, a su propio padre,
con más de setenta años, y a su madre, todavía convaleciente
de un infarto. Su socio en la empresa se llevó a la familia completa:
su mujer, sus padres y su hermano, y a una vecina de enfrente cuyo esposo
la esperaba en los Estados Unidos. A última hora, mediante el pago
de mil dólares cada uno, se embarcó una muchacha de 22 años,
Arianne Horta, con su hija de cinco años, Esthefany, y con Nivaldo
Vladimir Fernández, marido de una amiga.
Una fórmula infalible para una buena recepción migratoria
en los Estados Unidos es llegar como náufrago a sus aguas territoriales.
Cárdenas es un buen punto de partida por su cercanía con
la Florida, y por sus recodos marinos resguardados por manglares difíciles
para los guardacostas que patrullan sus aguas. Además, el arte regional
de barcas para la pesca en la vecina ciénaga de Zapata y la laguna
del Tesoro facilita la materia prima para la construcción de embarcaciones
ilegales. En especial, los tubos de aluminio para regadíos de cítricos,
que se venden como pan barato cuando ya no sirven para nada. Se dice que
Munero debió gastarse unos 200 dólares en billetes y 800
pesos cubanos más entre el motor y la construcción de la
lancha. El producto final fue una chalupa no más larga que un automóvil,
sin techo ni asientos, de modo que los pasajeros debieron viajar sentados
en el fondo y a pleno sol. Se supone que el bote estaba listo desde septiembre
pasado, a la espera de que pasara la estación de los huracanes.
El motor fuera de borda no fue el que más les convino, sino el que
pudieron encontrar con muchos años de zozobras en el estrecho de
la Florida. Tres neumáticos de automóvil se embarcaron como
salvavidas para 14 personas. No había sitio para uno más.
Los tres eran negros, tal vez por la superstición caribe de que
ese color ahuyenta los tiburones, que son cegatos por naturaleza. Antes
de partir, la mayoría de los pasajeros se inyectaron Gravinol intravenoso
para evitar el mareo.
Parece que habían zarpado el 20 de noviembre desde un manglar
en las inmediaciones de Jagüey Grande, muy cerca de Cárdenas,
pero tuvieron que regresar por una falla del motor. Allí permanecieron
escondidos dos días, a la espera de que lo repararan, mientras Juan
Miguel creía que el hijo estaba ya en Miami. Esta primera emergencia
sirvió para que Arianne Hortas comprendiera que el riesgo de la
aventura era excesivo para la hija, y resolvió dejarla en tierra
con su familia para llevársela más tarde por una vía
segura. Se ha dicho también que Elián tomó conciencia
allí mismo de los peligros de la travesía, y lloraba a grito
herido para que lo dejaran. Munero, temeroso de que los descubrieran por
el llanto, amenazó a la esposa: "O lo callas tú o lo callo
yo".
En definitiva, zarparon al amanecer del 22, con buena mar, pero con
mal motor. Con un tiempo como aquél, el viaje puede hacerse entre
48 y 72 horas, con un barco de poco impulso. Los relatos que los sobrevivientes
hicieron a la prensa en la Florida después del naufragio, y los
que aumentaron por teléfono a sus familias de Cárdenas, volvieron
de dominio público los pormenores pavorosos de la tragedia. Sus
versiones son las únicas posibles mientras no se conozca la de Elián.
Según ellos, a la medianoche del 22, los responsables del viaje
desmontaron el motor desahuciado y lo tiraron en el mar para aligerar la
carga. Pero la barca, descompensada, dio una voltereta de costado y todos
los pasajeros cayeron al agua. Sin embargo, una suposición de expertos
es que la voltereta pudo haber roto las frágiles soldaduras de los
tubos de aluminio, y la barca se hundió.
Fue el final, en una noche negra y en un infierno de pánico.
Las personas mayores que no sabían nadar debieron ahogarse al instante.
Un factor contra la mayoría debió ser el Gravinol, que, en
efecto, evita el mareo, pero provoca somnolencia y entorpece los reflejos.
Arianne y Nivaldo se agarraron a uno de los neumáticos; Elián
y tal vez su madre se agarraron de otro. Nada se supo del tercer neumático.
Elián sabe nadar, pero Elizabeth no sabía, y bien pudo soltarse
en medio de la confusión y el terror. "Yo vi cuando mamá
se perdió en el mar", diría el niño a su padre después
por teléfono. Lo que es difícil de entender, aunque merece
ser cierto, es que ella tuvo la serenidad y el tiempo para darle al hijo
una botella de agua dulce.
Con sus datos erróneos, Juan Miguel tuvo el presagio de la tragedia
antes de que ocurriera. Había llamado varias veces a su tío
Lázaro González, que vive en Miami desde hace años,
e hizo averiguaciones de llegadas clandestinas o naufragios recientes,
pero no le dieron razones de nada. Por fin, al amanecer del jueves 25 estallaron
las noticias sucesivas. El cadáver de una mujer mayor fue encontrado
en la playa por un pescador. Más tarde aparecieron vivos Arianne
y Nivaldo, aferrados a uno de los neumáticos. Poco después
se supo que un niño había aparecido frente a Fort Lauderdale,
inconsciente y escaldado por el sol, y no amarrado, sino acostado bocarriba
sobre otro neumático. Era Elián, el último sobreviviente.
La determinación de Juan Miguel desde que lo supo fue hablar
por teléfono con el niño, pero no sabía adónde.
El 25 lo llamó un médico de Miami para informarse de las
enfermedades que Elián había tenido, las medicinas que toleraba
mal, las operaciones que le hubieran hecho. Entonces supo con una gran
alegría que era el mismo Elián quien había dado en
el hospital el nombre de su padre y el teléfono y la dirección
de su casa en Cárdenas. Juan Miguel dio los datos solicitados por
el médico, y éste volvió a llamarlo el día
siguiente para que hablara con Elián. Conmovido, pero con voz firme,
Elián le contó a su padre cómo había visto
ahogarse a su madre. También le dijo que había perdido la
mochila y el uniforme de la escuela; Juan Miguel lo interpretó como
un síntoma de desorientación y trató de ayudarlo.
"No, papo", le dijo, "el uniforme tuyo está aquí y la mochila
la tengo para cuando vuelvas". Sin embargo, también es posible que
Elián tuviera otro juego de útiles en casa de su madre o
que se lo hubieran comprado a última hora para que no insistiera
en volver a su casa. Su apego a la escuela, que es famoso entre sus maestros
y condiscípulos, así como sus deseos de volver a clase, tuvieron
una demostración palmaria unos días después, cuando
habló por teléfono con su maestra: "Cuídenme bien
mi pupitre".
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