El País Digital
Miércoles
6 agosto
1997 - Nº 460

La dura vida social de un torturador

El ex capitán Astiz es atacado e insultado en una discoteca al ser reconocido por un grupo de jóvenes

CARLOS ARES , Buenos Aires
Quienes todavía protegen al ex capitán de la Marina argentina Alfredo Astiz, juzgado por el secuestro y la desaparición de personas durante la dictadura militar, ya no saben dónde ponerlo ni qué hacer con él. El recurso habitual de despacharle en un avión a Miami no puede aplicarse en su caso por la condena que le impuso un tribunal francés cuando fue procesado en ausencia y condenado tras considerársele responsable de la desaparición, tortura y muerte de las monjas Alice Domon y Leonie Duquet. La Interpol tiene orden de captura contra él y le detendrá en cuanto salga del país.

Hasta hace un mes le habían refugiado en las oficinas del Servicio de Inteligencia Naval, pero una denuncia anónima que llegó a los periódicos obligó a los comandantes de la fuerza a desmentir que entre sus espías estuviera Astiz y a retirarlo de allí. En la calle no se le puede dejar porque en cuanto los ciudadanos le reconocen se abalanzan sobre él para insultarle, escupirle y golpearlo.

En la madrugada del sábado, el ex marino se fue de copas con uno de los pocos amigos que le quedan, hijo de otro militar, y en la discoteca Xangó de la ciudad de Gualeguay, provincia de Entre Ríos, al noreste de Buenos Aires, volvió a beber el amargo trago del desprecio social. Una joven de 17 años fue la primera en advertir que ese hombre con su máscara de niño asustado era el temible ángel rubio, torturador y asesino de monjas y de militantes políticos indefensos. Descontrolada, la muchacha se separó de sus amigos y se acercó a la mesa que ocupaba Astiz para escupirle y vomitar sobre él una retahíla de insultos. Astiz quiso tomarla de un brazo, y ese solo movimiento bastó para que todos los jóvenes que a esa hora llenaban el local lo rodearan y cargaran contra él. Le escupieron, le gritaron «asesino», «hijo de puta», «torturador», y quisieron golpearle, pero los guardias del lugar, el dueño y otras personas que intermediaron para evitar el linchamiento que podría producirse, lograron sacarle de allí con vida.

«Fue un error permitirle el ingreso», admitió Orlando Caraccini, el dueño de la discoteca. Los encargados de la seguridad del local dijeron a su vez que si le hubieran reconocido, «ese tipo no entraba». Astiz se había ido al campo de su amigo Luciano Reyes, hijo de un conocido militar de la provincia, desde que le descubrieron en el Servicio de Inteligencia Naval, donde disponía de una oficina y un teléfono a pesar de que oficialmente ya no pertenece a la Marina. Del campo sólo salió la noche del sábado para dar un paseo por la ciudad y fue en la madrugada del domingo cuando le reconocieron en la discoteca.

Hace tres años, un transeúnte que le descubrió en una esquina de la ciudad turística de Bariloche, al sur del país, se acercó y le preguntó si era efectivamente quien él sospechaba que era, y cuando Astiz reaccionó le pegó un puñetazo. Un año más tarde, cuando conducía su coche en una de las avenidas de acceso a la capital del país, otro conductor le cerró el paso, se bajó y le desafió a pelear mientras le pegaba patadas a la puerta del automóvil y le golpeaba las ventanillas.

Al poco de cumplirse 20 años del que fuera su debú estelar en la guerra sucia, cuando en diciembre de 1977 se infiltró con el nombre falso de Gustavo Niño entre las madres de los desaparecidos que comenzaban a reunirse para reclamar por sus hijos y «marcó» a la salida de una reunión a las monjas francesas que las acompañaban para que fueran inmediatamente secuestradas por un grupo comando, Astiz está padeciendo la desaparición en vida. Para la Justicia es un hombre libre, porque fue incluido en la amnistía encubierta de la llamada «ley de obediencia debida», pero la sociedad argentina nunca le conmutó la condena a desprecio perpetuo.

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