Viernes
5 Febrero 1999 |
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Abre
los ojos
Dirección: Alejandro Amenábar
Celuloide en las venas ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS
En Abre los ojos, Alejandro Amenábar -que con Tesis
alcanzó un gran triunfo peligroso para un (por fuerza) aprendiz
de 23 años- no sólo no se autoplagia, sino que se mira al
espejo de nuestra mirada con severidad de cineasta curtido y astuto, es
decir: con cabeza fría, rasgo de carácter paradójicamente
útil para urdir películas calenturientas, de ésas
que le traen a uno en vilo mientras las contempla. Y hay más: que
lejos de las facilidades del autoplagio -que puede ser un indicio
de carencia de estilo y es indicio seguro de envanecimiento-, Amenábar,
aunque parece en Abre los ojos dar la vuelta a la tortilla de Tesis
y hacer lo mismo al revés, en realidad se aventura en algo muy distinto
y lo hace con un, a ratos apasionante, salto hacia arriba en la escalada
de la dificultad.
La brillante y ágil jugarreta de terrores y sustos que combinó
-con olfato y habilidad, pero con balbuceos finales- en Tesis es
ahora igual o más brillante y ágil, pero el jugueteo se ha
convertido en algo tan serio como un juego, y lo que allí era una
pirueta, aquí se convierte en una apuesta en toda la regla, que
de salirle desacertada se hubiera convertido en el cólico que acompaña
a las empanadas mentales indigeribles, pero que, al salirle acertada, da
lugar a una jugada de alta profesionalidad, propia de un tipo con celuloide
en las venas, capaz de engrasar con apariencia de sencillez un complejo
y arriesgado cálculo de cine algebraico elaboradísimo.
Y es así porque Abre los ojos despliega una argucia narrativa
nada fácil de sostener sin incurrir en desfallecimientos de ritmo
peligrosos en una película de intriga y suspensión de ánimo.
Se trata de algo aparentemente impreciso, pero que en el filme se revela
exacto, que me atrevo a describir -pues su título me autoriza a
ello sin deslizar el contenido de su enigma- como un loco paréntesis
de luz que estalla dentro de un parpadeo. Esto -el hecho de que toda la
película gravite sobre un instante- obliga a los guionistas y al
director de Abre a los ojos a trenzar no sólo los movimientos
de las piezas de un mecano visual, sino a ir más allá de
esa mecánica y de sus ocultamientos, a sobrepasar la prestidigitación
de imágenes para hacer entrar al espectador en algo cinematográficamente
mucho más relevante.
Este algo es la invención de un trenzado de elipsis sutiles e invisibles o, lo que es lo mismo, de compresiones y saltos de tiempo transparentes e incapturables, que Amenábar borda, mientras maneja admirablemente un reparto sin fisuras, en el que cada intérprete hace lo mejor que hasta ahora ha hecho en una pantalla que, siendo plenamente moderna, jamás incurre en moderneces; que, siendo obra de un cineasta que por su edad no puede conocer bien la historia del lenguaje cinematográfico, es deudora a raudales del gran clasicismo de este arte joven prematuramente gastado por la tosca petulancia de algunos descubridores de mediterráneos que -en las antípodas de Amenábar, que absorbe como una esponja el gran cine de siempre- creen reinventar lo que ya está más que trillado. Fecha de la crítica: 21/12/97
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