Aquel año de un muerto cada 60 horas
España vivió agazapada el año
más cruel de ETA, 1980. La muerte continúa hoy, pero la actitud
de la sociedad ha cambiado
ARCADI ESPADA
El cabo José Vázquez y el guardia
civil
Avelino Palma después de ser asesinados
por ETA en Álava, en octubre de 1980 (EP).
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Ni se sabe cuántos muertos fueron. Las estadísticas se presentan
con la aparatosa seguridad de costumbre, pero no resisten la investigación
del detalle. El Ministerio del Interior anota 91 muertos a causa de la
violencia etarra en 1980: pero en los periódicos hay más
muertos. La Asociación de Víctimas del Terrorismo da un centenar:
pero incluye erróneamente en el detalle a algunos que mató
la ultraderecha. Las páginas de EL PAÍS llevan 97 muertos
a causa de ETA, incluyendo sus periferias Político-Militar y Comandos
Autónomos: pero ningún periódico puede garantizar
que haya dado noticia exacta de los muertos de aquel año.
Contar muertos es un ejercicio siniestro y desmoralizador, pero tal
vez se trata de evitar la última muerte de las muertes. Hay más:
25 personas, vascos la inmensa mayoría, murieron a manos de la ultraderecha,
generalmente agrupada en el que fue llamado Batallón Vasco-Español.
Y, finalmente, seis presuntos miembros de ETA cayeron en enfrentamientos
con la policía. En total, 128 personas, a las que pueden sumarse
los cinco asesinatos que cometió el GRAPO (Grupos de Resistencia
Antifascista Primero de Octubre). Un muerto cada sesenta horas.
En 1980 sólo había dos cadenas de televisión en
España. Ninguna autonómica y ninguna privada. Las tertulias
radiofónicas -y el papel de la radio como generadora de opinión-
eran desconocidos. Los periódicos no se publicaban los lunes (lo
que dejaba muchos pequeños, remotos muertos colgados en el limbo
del fin de semana). Es decir que el universo mediático era infinitamente
mucho más reducido que ahora y su lente de aumento mucho menos capaz.
Pero, a pesar de todo, sorprende la parquedad tipográfica -y sorprende
el léxico: "Nuevo asesinato político en el País Vasco",
por ejemplo- con que los periódicos trataron, aquel año de
1980, muchos asesinatos de ETA. Hay muertos que se deslizan por el sumidero
de un breve; detenciones masivas liquidadas en media columna; muertos,
bien muertos, que enroscados con el muerto anterior o con el siguiente
-hubo días de hasta tres atentados-, no pueden alcanzar ni siquiera
el titular y aparecen por la escotilla lacerante de un ladillo. En aquellos
años, un lugar común de la discusión académica
sobre el periodismo era el tratamiento informativo que debía darse
a los actos terroristas. Una parte de los opinantes, influidos por las
especulaciones intelectuales de Guy Debord o Baudrillard, y por los fenómenos
terroristas de la Baader-Meinhoff en Alemania y de las Brigadas Rojas en
Italia, sostenía que el terrorismo era, esencialmente, un acto más
del gran teatro informativo y que cuando el foco proyectado sobre él
se apagara también se apagarían sus acciones. Es bien improbable
que la aludida parquedad informativa respondiera a esa estrategia intelectual:
más bien tuvo que ver en ello el alud de muerte -en el País
Vasco parecía haber más terroristas que periodistas- y el
efecto paralizante que tiene, para el periodismo, la repetición
de los escenarios. En cualquier caso, la parquedad -paradójicamente
desorbitada, a veces, por fotografías en blanco y negro que mostraban
desesperadamente el horror y que hoy no se publicarían- no pareció
limitar el alcance de la muerte.
1980, en efecto, fue un año de mucha muerte. ETA mató
como nunca lo había hecho hasta entonces y como nunca lo ha hecho
después. (Por poner dos ejemplos extremos de comparación:
en 1979 mató 76 personas y cinco en 1996). Pero fue un año
de muerte sin nombre. ETA no mató nombres, ni siquiera galones,
aunque secuestró a tres industriales, que le dieron más de
200 millones de la época. Sus comandos apenas salieron de
Euskadi y cuando lo hicieron, en busca de generales -el general Esquivias
o el general Criado- sólo supieron matar soldados, muchachos con
ese destino. La letra pequeña de los periódicos está
llena de comerciantes sorprendidos al bajar la persiana metálica
de sus tiendas, de mecánicos que se presentan en la puerta del taller
porque alguien ha voceado su nombre, de taxistas rematados al final de
la carrera, en lo alto de un monte, de propietarios de bares que algo habrían
dicho u oído, marmolistas, relojeros, gente de leva. La lista rezuma
también venganza. Venganza a veces retardada respecto del franquismo,
y sus humillaciones y sus crímenes, más o menos antiguos.
Los periodistas solían añadir algunos comentarios a la hora
de explicar estas muertes. "Era de ideas derechistas". O bien: "Fue acusado
de ser confidente de la policía". O incluso: "Pese a carecer de
trabajo, las víctimas llevaban una vida bastante holgada". Las fuentes
de esos comentarios, cuando se citaban, eran siempre las mismas: "Círculos
abertzales
han declarado a este periódico que la víctima..." La voz
de las víctimas no se escucha en absoluto, aunque haya decenas de
cadáveres en esa fosa común. Sólo en un párrafo
marginal, un día cualquiera, una viuda reta a los terroristas para
que demuestren que su marido traficaba con drogas. El reto cuelga.
El otro gran grupo de muertos son guardias civiles y policías.
En 1980 podían encontrar la muerte en los restaurantes, porque aún
iban a comer allí de uniforme. Entraban dos y los ametrallaban y
en todas las gacetillas, los testigos juraban que no habían podido
ver nada. Si no era en las ciudades o los pueblos, la muerte acechaba en
cualquier cándida -tal vez inexorable- exhibición, cuando
los convoyes de la Guardia Civil desfilaban por las carreteras de Euskadi
como si se tratara de la caravana de los Reyes Magos. En los márgenes
de la carretera, jóvenes etarras empezaban a disparar sus ametralladoras
y algunos morían -a pesar de sus chalecos antibalas- y en el aire
flotaba un violento aroma a revolución en marcha y a pueblo en armas,
un aroma que nunca ha tenido el tiro en la nuca.
Entre los muertos, claro está, los errores. El jubilado que compra
un estanco al que tenía que morir en su lugar. El niño, José
María Piris, por ejemplo, que juega con una bomba. O los gitanos,
voluntariamente fuera del mundo, pero susceptibles de morir por la nación:
tres gitanos destrozados por una bomba del Batallón Vasco-Español,
tres si obviamos que uno de ellos era mujer y estaba embarazada de ocho
meses y que el feto apareció fotografiado entre los otros cuerpos,
cadáver ya sin haber nacido: o el que volvía de madrugada
por una carretera de Hernani, tocado con boina, y quien sabe si fue la
boina lo que tirotearon.
El 9 de marzo de 1980 hubo elecciones en Euskadi, las primeras al Parlamento
autonómico, que ganaría el Partido Nacionalista Vasco. ETA
mató hasta el 20 de febrero y reanudó las actividades el
18 de marzo. Ésa fue toda su tregua. El año de más
muerte de su historia fue el mismo año en que Euskadi recuperaba
de manera ejecutiva su capacidad de autogobierno. Y entre los muertos,
como veinte años después, también los políticos
y con el mismo especial interés "por los representantes de la opresión
española". Los "opresores" eran entonces miembros de la Unión
del Centro Democrático (UCD), como Ramon Baglietto, José
Ignacio Ustarán, Jaime Arrese o Juan Duval. El día que mataron
a Baglietto, el secretario general de UCD en Guipúzcoa era Jaime
Mayor Oreja, hoy ministro del Interior. Sobre el cadáver de su compañero,
Mayor decía: "Hasta los que creemos en la democracia estamos llegando
a pensar que esta situación no puede ser mantenida. Somos impotentes
ante la sensación de que nos están cazando como conejos".
Las declaraciones de los políticos viajan mal con el tiempo y no
se debe abusar del sentido que deparen tras el viaje. Pero es indiscutible
que contribuyeron a determinar la realidad del momento en que se pronunciaron.
"La solución al terrorismo está en que mueran más
terroristas que guardias", decía Fraga. "Repruebo la muerte de Ustarán
, a título personal, aunque estoy absolutamente disconforme con
la errónea política de UCD en Euskadi", decía Juan
María Bandrés, dirigente de Euskadiko Ezkerra. "Cualquier
persona que no condene el terrorismo es terrorista", decía José
Ángel Cuerda, miembro del PNV y entonces alcalde de Vitoria.
Los crímenes de ETA tuvieron la criminal respuesta del terrorismo
de retórica ultraderechista. Si 1980 fue el año crucial del
terrorismo etarra, así sucedió también con el terrorismo
de extrema derecha que mató en un año todo lo que el GAL
hizo nunca. Ese terrorismo tuvo episodios tan singulares como el ametrallamiento
del bar Hendaya y el posterior y apresurado paso por la frontera de los
asesinos, un hecho que provocó una crisis política entre
España y Francia.
1980, después de veinte años, ofrece un terrible y extraño
panorama. Hasta tal punto extraño que cabe pensar que lo tragamos
sin quererlo notar demasiado. En cualquier caso, ante su evidencia, y ante
los también terribles dos años que lo precedieron se impone
una certeza incómoda: la transición española -ejemplar
en tantos de sus movimientos- no comportó una nueva guerra civil,
pero seguramente está lejos de poder considerarse, como quiere el
mito, una transición pacífica. Demasiados muertos, demasiados
heridos, y demasiado presente la violencia etarra en el diseño general
de las políticas de los gobernantes y en su psicología.
Si la pregunta es cómo la sociedad española sobrevivió
al año de 1980, la respuesta es estricta: agazapada. 133 asesinatos
dieron como únicas respuestas populares de cierta importancia la
movilización de treinta mil personas en Pamplona y quince mil en
San Sebastián. El agazapamiento fue una de las constantes de la
transición. Hay quien dice que una de sus mayores ventajas prácticas.
Veinte años después, la muerte -atenuada- continúa.
Pero ni el dolor ni la ira se tramitan ya a cal y canto. |