Gloria y fango de la movida
Javier Marías escribió que los años ochenta en
Madrid fueron un recreo merecido tras los sobresaltos de la transición,
pero demasiado prolongado y tal vez estéril: "En el recreo, lo más
que se hace es presumir, pegarse un poco y jugar a la comba". Lo que se
dio en llamar "movida madrileña" alcanzó una prodigiosa proyección
nacional e internacional, pero ha sido juzgado con extrema dureza en los
años noventa.
Pedro Almodóvar canta con Fabio McNamara
en la sala Morocco en 1993 (U.Martín).
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DIEGO A. MANRIQUE
Las muertes donde intervienen las drogas tienden a ser particularmente
sórdidas. La de Enrique Urquijo (Madrid, 1960) acumuló suficientes
horrores para grabarse en la memoria. A última hora de la tarde
del 17 de noviembre, el cantante de Los Secretos y Los Problemas fue hallado
muerto en un portal de la calle Espíritu Santo, en el madrileño
barrio de Malasaña, alias Maravillas, donde tantas veces
se le vio dando tumbos en soledad. Del Insalud y el Cuerpo Nacional de
Policía, la noticia saltó a este periódico. La necesidad
de comprobar que realmente se trataba del músico hizo que fuera
un periodista el que se pusiera en contacto con su discográfica,
desencadenando una serie de llamadas que llegaron hasta su familia. Algunos
de sus asociados se sorprendieron. Todos lamentaron que hubiera muerto
solo.
¿Solo? No exactamente. Poco antes, Enrique, empujado por su gente
más próxima, se había internado en una clínica
para otro tratamiento de desintoxicación. Unos días después,
pidió el alta voluntaria y se largó de la institución,
arramplando con el dinero sobrante, y se perdió en Malasaña.
En realidad, tampoco se esfumó. Con, digamos, 180.000 pesetas en
el bolsillo, cualquiera es recibido como el rey del mambo en casa del camello
habitual. Allí pasó sus últimas horas, en compañía
de quienes prefieren no hablar o se han esfumado para evitar preguntas
policiales (parece que intentaron reanimarle antes de abandonarle en la
calle). Cuentan que los allegados le habían estado buscando, que
incluso intentaron penetrar en el piso maldito, pero no pudieron franquear
la puerta; tal vez Enrique escuchó la bronca, tal vez no quiso o
no pudo hablar con sus seres queridos.
Al día siguiente, doloridos músicos de su generación
recordaban a Enrique en voz baja. En los primeros tiempos de lo que luego
se llamaría la movida, el pérfido clan de Los Pegamoides
tenía una división del movimiento para uso interno: "Estamos
los que nos teñimos el pelo y los que nunca lo harían". Implícitamente,
la clasificación sugería que los teñidos eran más
audaces y cosmopolitas, más predispuestos a experimentar en sexo
y drogas. "Pero eso nunca estuvo muy claro: ya en 1981, muchos de los grupos
de pop, los que iban de niños buenos con corbata delgada, ya andaban
metidos de cabeza en la heroína". A continuación, el juego
macabro de contabilizar los caídos de ambos campos. Y una conclusión
desoladora: las muertes por sida o por sobredosis han sido tan frecuentes
entre los popies como entre los ultramodernos.
Una tragedia unía brevemente a los supervivientes de la movida,
aunque fuera únicamente en clave de pasmo y pesadumbre. Hace veinte
años, otra muerte relacionada con Los Secretos había sido
la justificación para la primera presentación colectiva de
lo que se empezaba a llamar nueva ola madrileña. En las primeras
horas de 1980, José Enrique Cano, Canito, baterista del grupo
Tos, fallecía en accidente de circulación. Unas semanas después,
el auditorio de la Escuela de Caminos acogía un Homenaje a Canito
donde coincidían Nacha Pop con Alaska y Los Pegamoides, Paraíso
con Tos, rebautizados como Los Secretos. Las cámaras de Pop-grama,
de TVE-2, captaron el acto y retransmitieron al país la buena nueva
de que en la capital del reino habían surgido unos conjuntos que,
para qué negarlo, tocaban mal pero tenían canciones arrebatadas
y una imagen que anunciaba una estética naciente, que buscaba cancelar
la grisura del franquismo y la transición. Aunque la primera reacción
fue el rechazo, la bola empezó a rodar: un año después,
un cartel similar abarrotaba el campo de deportes de la Escuela de Arquitectura.
Todos los grupos que actuaron en memoria de Canito habían grabado
discos y muchos habían empezado a paladear el éxito.
Esta vez, quizás no haya un Homenaje a Enrique de dimensiones
similares. Y eso que un ejecutivo discográfico que había
trabajado para Los Secretos en su primera época puso inmediatamente
el Palacio de los Deportes madrileño a disposición del posible
concierto; al no verlo claro, la familia se negó . Además,
hubiera sido imposible convocar a un elenco equivalente al que acudió
a tocar en el acto de Canito. La desaparición de Enrique fue sentida
por todos los que le trataron, como ocurre cuando muere una persona esencialmente
buena y un artista al que ni siquiera los situados en sus antípodas
musicales podían negar sinceridad e intensidad. Pero la muerte,
especialmente si ocurre en la zona de sombra de las drogas duras, todavía
es un tabú en los ambientes musicales españoles. Y una reunión
por Enrique Urquijo casi inevitablemente se hubiera convertido en una extemporánea
evocación de la movida. Con más de funeral que de celebración.
Hoy, lo más chocante de la movida es su indefensión. Cada
cierto tiempo es vituperada con saña por el alcalde de Madrid o
alguno de sus concejales. Álvarez del Manzano ni siquiera quiere
concederle los últimos honores: "No hay que enterrarla porque se
ha evanescido, ni tan siquiera tiene cuerpo para enterrar. Era algo etéreo,
una propaganda política, no ha dejado un solo poso. Yo no recuerdo
un solo libro, un solo cuadro, un solo disco; nada, de la movida no ha
quedado nada".
Y nadie responde, a pesar de lo grotesco de las acusaciones y de la
alternativa cultural que propone el regidor: la recuperación de
la zarzuela y el cuplé. De hecho, abundan los antiguos simpatizantes,
genuinos compañeros-de-viaje que ahora abominan del movimiento cultural
que agitó Madrid desde finales de los setenta: estos renegados incluso
hacen suyas mentiras interesadas, como la que lo convierte en un montaje
del Ayuntamiento del PSOE.
Los munícipes del puño y la rosa desconfiaban profundamente
de la gente de la nueva ola, prefiriendo la autenticidad vallecana
encarnada por Ramoncín, preconizada por las columnas de Francisco
Umbral. Todavía quedan implicados que recuerdan el tango imposible
bailado por la movida con Enrique Tierno Galván: Borja Casani visitó
al señor alcalde -"un oportunista nato"- para presentarle el proyecto
de La Luna de Madrid; fue ignorado... hasta que la revista se convirtió
en un medio poderoso, momento en que don Enrique llamó al editor
e intentó subirse al carro triunfal. Fue rechazado, pero el abordaje
se repetiría mil veces con éxito en los años siguientes,
entre el deleite de los creyentes en el todo-vale, convertidos en expertos
del coge-el-dinero-y-corre.
Lo extraordinario es que, antes incluso de que irrumpieran los noventa,
los propios implicados en la movida se apresuraron a echar tierra sobre
la deforme criatura en un festín de recriminaciones y desdenes.
La historia de todos los ismos de la vanguardia artística
del siglo registra similares negaciones radicales, aunque rara vez tan
tempranas, unánimes y agrias. Un texto tan indispensable como Sólo
se vive una vez: esplendor y ruina de la movida madrileña (Ediciones
Ardora, 1991), la suma de centenares de horas de conversaciones grabadas
por José Luis Gallero, ofrece un inmenso catálogo de descalificaciones
y desmitificaciones. Hay quien recurre a razonamientos etimológicos:
lo de movida es una denominación impuesta desde fuera, que
rebautizó algo que, al menos en lo musical, se conocía como
nueva ola. Los veteranos tuercen el morro y aseguran que "una movida
era exclusivamente ir a comprar chocolate", como si una palabra
no pudiera cambiar su significado por la santa voluntad de sus usuarios
y el machaqueo de los embelesados periodistas.
Tal pedantería suele ir acompañada por juicios tajantes,
que distinguen entre una verdadera y una falsa movida. La
buena es la que él o ella vivió como parte del colectivo
que usufructuó en exclusiva el movimiento; cuando llegaron los pardillos
deslumbrados, las diversas movidas de la periferia, los medios de comunicación,
el poder con sus cantos de sirena, ah, entonces todo se fastidió.
Se palpa también un verdadero complejo de culpabilidad por la facilidad
con que muchos creadores entraron en la cultura de la subvención
o de las actividades patrocinadas por instituciones.
Y un sentimiento de embarazo por la aceptación entusiasta de
las drogas duras y sus calamitosas consecuencias. El cineasta Iván
Zulueta, figura esencial de la premovida, huyó hacia San
Sebastián tras acabar Arrebato, pero aceptó compartir
su experiencia generacional en el libro de Gallero, donde explica la mecánica
del autoengaño: "La época en que me ha tocado vivir ha consistido
en ir descubriendo que todo lo que te han dicho es mentira. Quizás
toda juventud se encuentra con que le han mentido. Pero fue una vergüenza,
un escándalo: llegabas al caballo convencido de que no era
como decían. Pensabas: 'seguro que es como el sexo y todo lo demás'.
Pues, por una vez, era verdad".
Con todo, las sucesivas devastaciones no acabaron con el impulso de
la movida en los más diversos frentes artísticos. Aunque
el balance no sea homogéneo. Alberto García Alix se ha mantenido
en sus trece y acaba de ser reconocido con el Premio Nacional de Fotografía
(fiel al carpe diem, le entrevistan en los telediarios y anuncia
que quiere "pulirse" a toda prisa el dinero que acompaña al premio).
Ceesepe, El Hortelano, Mariscal, Javier de Juan y otros dibujantes de cómics
muy activos en los primeros tiempos terminaron deslizándose felizmente
hacia la pintura o el diseño, en parte motivados por carencias de
la industria editorial de la historieta. Tampoco parece que los creadores
de moda española preocupen excesivamente a los imperios italianos.
Por el contrario, el realizador español más celebrado
internacionalmente es Pedro Almodóvar, que pisó los escenarios
de los primeros ochenta como parte del delirante grupo-espectáculo
Almodóvar & McNamara, aparte de filmar la única película
-Laberinto de pasiones- que refleja en caliente la locura de aquellos
momentos, con abundantes papeles para personajes del Madrid movido.
No hubo nada comparable en la producción literaria, aunque en 1999
haya salido Madrid ha muerto, una novela de Luis Antonio de Villena
sobre la primavera de la (pos)modernidad capitalina, que se reconoce más
observador del alboroto que participante activo.
En su actividad más visible, la musical, queda un sabor agridulce.
A principios de los noventa, los grupos novísimos reaccionaron contra
la banalización de la movida con cancioneros que usaban un inglés
generalmente primario, a la vez que renunciaban más o menos conscientemente
a la búsqueda de la popularidad (sin olvidar que los de los ochenta
habían arrasado el negocio del directo, al cobrar cachés
disparatados y acostumbrar al personal a actuaciones gratuitas o con precios
políticos). No obstante, en los últimos tiempos se ha producido
una reconciliación: han salido espontáneos discos de homenaje,
ha brotado un puñado de conjuntos -Fresones Rebeldes y Meteosat
en cabecera- que buscan recrear la efervescente frivolidad de 1980.
Las listas de venta todavía acogen a artistas hechos al sol de
la movida, como Manolo García, voluntarioso animador de Los Rápidos
y Los Burros que conoció el éxito con El Último de
la Fila antes de iniciar periplo en solitario (y uno de los rendidos admiradores
de Enrique Urquijo que acudió humildemente a cantar en el último
concierto multitudinario de Los Secretos en Madrid). Menos afortunado en
términos de ventas ha sido Santiago Auserón, cabecilla de
Radio Futura, que se reencarnó en Juan Perro y creó una fusión
única -rock con música cubana- que, sin embargo, fue aprovechada
comercialmente por Jarabe de Palo y lo que se ha dado en llamar rock
latino.
Otros solistas funcionan de modo guadianesco, como es el caso del venerado
Antonio Vega, antes en Nacha Pop, o del irredento Javier Corcobado, de
Mar Otra Vez. Jaime Urrutia sufrió años de oprobio al frente
de Gabinete Caligari y ahora planea grabar bajo su propio nombre, alentado
por admiradores como Andrés Calamaro, Loquillo y Enrique Bunbury,
que le invitan a sus conciertos y reivindican su cancionero. Caso contrario
es el de Nacho Campillo, que no funcionó como solista, pero ha refundado
su anterior grupo, Tam Tam Go!, con excelentes resultados comerciales.
Lo contrario de las reapariciones de Golpes Bajos, dos excepcionales músicos
penosamente fuera de onda, o Mecano, un trío carcomido por incompatibilidades
personales entre los hermanos Cano.
Con todo, la nómina más amplia corresponde a los que supieron
reconvertirse: ciertamente, hay vida después de la movida. La principal
compañía independiente de los años ochenta, DRO-Gasa,
terminó siendo engullida por la multinacional Warner Music, pero
sus fundadores, antiguos músicos, siguen en la empresa o son directivos
y cazatalentos en la competencia. Bernardo Bonezzi, el niño prodigio
de Zombies, ejerce de músico cinematográfico. Nacho Canut
y Alaska, que triunfaron con Los Pegamoides y Dinarama, desarrollan sus
ideas electrónicas en Fangoria (el tercer vértice pegamoide
era Carlos Berlanga, autor de discos bellos que no han encontrado eco).
Paco Trinidad, inicialmente con los frenéticos Ejecutivos Agresivos,
es hoy un productor con rico currículo. Víctor Aparicio,
responsable de los turbulentos e indispensables Coyotes, también
expone, diseña portadas, publica historietas y sigue ejerciendo
de feroz disidente frente a las tendencias dominantes. Julián Hernández,
de Siniestro Total, lo mismo escribe libros que protagoniza películas
pintorescas. Rossy de Palma, que dio a conocer su fantástico perfil
en el grupo mallorquín Peor Impossible, fue lanzada como actriz
-la varita mágica de Pedro Midas Almodóvar- tras ejercer
de camarera en locales de Malasaña.
Entre sus filas, el gremio de la hostelería madrileña
contó con muchas futuras actrices de renombre. Ignacio Cubillas,
conocido como Pito, que fue el más poderoso -y culturalmente
ambicioso- de los managers de la movida y que ha reaparecido en
Madrid tras superar una drogodependencia épica, especula que se
podría filmar una película sobre el eclipse simplemente con
los testimonios de las antiguas camareras del que fue su local, Morocco.
Y es que el debe y el haber de la movida serían incompletos sin
hacer cuentas de su capacidad para crear espacios de encuentro, lugares
de esparcimiento. Que se han multiplicado en los últimos veinte
años, aunque se haya perdido el espíritu grupal de los primeros
ochenta. La noche madrileña se ha hecho más elástica,
más feroz, más viciosa, a la vez que ha perdido en fecundidad,
en contubernios creativos, en voluntad renovadora.
Y por las noches de esa ciudad acelerada navegan abundantes náufragos
como Enrique Urquijo, descolocados por temperamento o por el paso del tiempo,
encerrados en mundos propios o artificiales.
Enrique era un depresivo, pero a la vez un tipo bondadoso que recriminaba
a amigos su tabaquismo, "los cigarrillos son muy malos"; le respondían
airados que él tenía hábitos bastante más peligrosos,
algo que rechazaba: "Lo mío no se puede llamar drogadicción,
sólo abuso de cuando en cuando" (era cierto, pero no como para presumir).
Los que le trataban se asombraban igualmente de que Enrique no supiera,
por ejemplo, de la existencia de un conjunto británico que marcaba
pautas y se llamaba Oasis. Se quejaba en 1998 de que su grupo no tenía
contratos: cuando le explicaron que ése era un mal general en aquellas
semanas, se descubrió -bendito sea- que era aproximadamente el único
humano que ignoraba que estaba celebrándose el Mundial de Fútbol.
La salvación catódica
La televisión es nutritiva", proclamaba Aviador Dro en su etapa
de agitación y propaganda, un lema entonces apenas más irritante
que aquel otro del mismo grupo, "Nuclear, sí, por supuesto" (más
de una vez, los Obreros Especializados del Aviador fueron agredidos por
semejantes provocaciones). Una diferencia radical entre los animadores
de la movida y la progresía que les precedió está
precisamente en la actitud frente a la televisión. Referencia inevitable
para los primeros, opio del pueblo para la quinta de la pana.
Así que no debe sorprender que las televisiones hayan absorbido
a buena parte de los talentos más comunicativos de los ochenta.
Además, una de las características de aquella época
fue la permeabilidad, el trasvase entre disciplinas. Alaska, que ya animó
La bola de cristal -el programa no-tan-infantil de Lolo Rico en
TVE- y que ahora aparece regularmente como jurado de los exitosos Lluvia
de estrellas y Menudas estrellas, donde sigue asombrando al
pueblo llano con su sensatez y su tolerancia. Antón Reixa, el iconoclasta
impulsor de Os Resentidos y actual solista, también se convirtió
en habitual de programas masivos, aunque volviendo siempre a la televisión
gallega, donde dirigió programas heterodoxos y ahora triunfa como
guionista de una notable serie autóctona, Mareas vivas. La
misma TVG acoge a Xabarin, un popularísimo espacio infantil
que en cierto modo recoge el espíritu de la fértil movida
gallega.
Pedro Reyes y otros humoristas televisivos tuvieron su primera oportunidad
en locales pop como Marquee y Rock-Ola (que ocupaban un espacio que antes
había acogido a Tip y Coll). El tan premiado Caiga quien caiga
incluye en sus filas a personajes en la periferia de la movida. Con su
grupo Paracelso, El Gran Wyoming conoció los locales de ensayo del
Ateneo de Prosperidad, un enorme colegio de mandos falangistas que fue
okupado, donde también probaron la libertad los miembros
de Kaka de Luxe, Zombies, Aviador Dro y otros; en un reciente réquiem
por la Prospe, Wyoming recuerda que el experimento terminó con la
reconquista policial, en tiempos de Tierno Galván. Otro rey del
desparpajo, Pablo Carbonell, también habitual de Rock-Ola, fue el
cabecilla de Toreros Muertos y abrió un local junto a la Gran Vía
madrileña, Ya'stá, que fue asediado implacablemente por las
autoridades municipales del PP y escenificó su derrota: socios y
clientes construyeron un muro de ladrillos que cegaba el escenario.
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