Delaware Review of Latin American Studies
Issues
Vol. 15 No. 3  15th Anniversary State of the Art Issue July 15, 2015


De la crítica latinoamericanista: el corto viaje contra sí misma

Eduardo Becerra Grande
Profesor Titular
Departamento de Filología Española
Universidad Autónoma de Madrid
eduardo.becerra@uam.es

******************************

Como cualquier matemático nos diría, el resultado no es nada, y la demostración lo es todo; por analogía podríamos decir, con solo un poco de exceso en el énfasis, que la evaluación en la crítica, si es que es necesaria, se requiere como una excusa para el comentario evocativo o la explicación que produce […].

¿Deben los críticos tener parámetros anteriores a la lectura y la observación, que después aplicarán cuando se pongan a trabajar, o deben permitir que el texto o la imagen en cuestión les muestren los parámetros mediante los cuales estos deben ser juzgados? Es posible respetar ambas premisas; no es posible, creo, practicar la crítica y estar de acuerdo con las dos al mismo tiempo.

Michael Woods

 

 

 

 







1. La figura en el tapiz: delimitando el campo de juego
Describir y analizar con un mínimo de exhaustividad, y en un número limitado de páginas, el estado actual de la crítica latinoamericanista constituye una tarea imposible. Por tanto, parece aconsejable hacer explícitos desde el comienzo los límites de este texto, en el que sin duda se dejarán de lado parcelas que otros considerarán fundamentales. Da la impresión de que, a estas alturas, todos los caminos han sido ya transitados y los debates acerca de los modelos teóricos que deben guiar el ejercicio crítico no dan mucho más de sí. Ello explica que libros importantes de los últimos tiempos como El demonio de la teoría. Literatura y sentido común, de Antoine Compagnon, o El acontecimiento de la literatura, de Terry Eagleton, renuncien a plantear nuevas propuestas teóricas y sean más bien balances del camino recorrido. En ambos se aprecia además la reivindicación de un regreso a las preguntas básicas sobre el hecho literario, enterradas por la abrumadora irrupción de «teorías» de todo signo. Tras un siglo muy prolífico en la construcción de esas «teorías» —que nunca llegaron a dar una respuesta completa a la pregunta de ¿qué es literatura?—, las nuevas discusiones parecen apuntar sobre todo a problemas situados más allá del terreno estrictamente estético: como la función de la literatura dentro de la textura cultural del presente o incluso su validez como categoría o disciplina a la hora de analizar el espacio social y de actuar dentro de él.

Creo entonces inútil privilegiar determinados acercamientos a la literatura en detrimento de otros como criterio de selección, subjetivo y discutible, de los mejores ejemplos de buen hacer crítico en el latinoamericanismo de hoy. Tampoco hablaré de corrientes a partir de hipotéticas inscripciones geográficas, en un posible reconocimiento de lo que podríamos llamar escuelas nacionales. Esos tópicos que a veces se señalan para definir ciertas tradiciones ligadas a las academias de determinados países: el arraigo de los acercamientos filológicos y su cariz conservador típicos de la universidad española, los análisis textualistas de la escuela francesa, la fuerte impronta teórica de la crítica argentina, el eclecticismo mexicano o el sesgo político del hispanismo estadounidense, por mencionar unos pocos casos, encuentran tantas excepciones como ejemplos. Asimismo, este trabajo se centrará exclusivamente en el ámbito académico; aunque soy muy consciente de que cuestiones muy relevantes respecto a las condiciones en que se ejerce y desarrolla el discurso crítico en el presente se hacen más visibles en otros terrenos: como el tecnológico, donde la irrupción y el impacto de bloggeros, youtubers y otras figuras mediáticas dedicadas al comentario de libros —desde Oprah Winfrey hasta Mark Zuckerberg— han venido generando polémicas muy destacadas, dado su impacto, frente a las modalidades y los formatos que hasta hace poco eran los predominantes y que a día de hoy ofrecen síntomas de una pérdida notoria de influencia y poder cultural.

Tampoco pretendo mostrar el valor y el estatus adquirido por la crítica a partir del análisis de determinadas figuras o nombres que podrían considerarse los más relevantes del panorama actual. Esa elección dejaría de lado las, para mí más representativas, tensiones y polémicas que articulan hoy el discurso crítico en y sobre América Latina. En esta línea, las teorías se traerán aquí en tanto en cuanto se proyecten y afecten a las estrategias con las que se afronta y se concibe la crítica en su relación con la cultura, la historia y las dinámicas específicas del continente. Me ocuparé por tanto de destacar y valorar las propuestas más significativas de un relato autorreflexivo sobre el propio quehacer crítico y su práctica latinoamericanista, un debate que ha adquirido acentos polémicos evidentes. Como efectos más notorios de su irrupción, venimos asistiendo a un proceso en el que problemáticas como el papel de la crítica y su posición respecto a los procesos históricos latinoamericanos, la relación de lo literario con otras expresiones culturales y otros saberes, sus cruces con otros discursos y mecanismos de representación del espacio social, sus efectos políticos y los intereses ideológicos desde los que se aborda, han venido sustituyendo a las funciones y puntos de interés que en otros tiempos le fueron asignados: la restitución del sentido preciso de los textos literarios, la descripción de sus recursos formales, el establecimiento del valor estético de las obras o la detección de su significación e importancia dentro de la historia de la literatura.

«Hoy se habla más —señala José Luis de Diego— de subjetividad, carnaval o desterritorialización que de metáfora, romanticismo o soneto y esta mutación tiene su historia» (2010: 42). También se habla más de lugar de enunciación que de significado; más de diferencia y del otro que de tradición; de subalternidad que de influencia; de hegemonía y resistencia que de estilo; de mercado y capital más que de forma y expresión; en definitiva, más de ideología y política que de literatura. Estas narrativas —concepto que en las nuevas tendencias suele preferirse a la de sistema o modelo— copan buena parte de un campo articulado a través de los cruces y confrontaciones entre esos relatos, mediante ajustes de cuentas con el pasado y construido sobre diálogos y polémicas interculturales tan sugestivas como a veces paradójicas.

Si la mayor parte de las veces que he utilizado la palabra «crítica» hasta ahora he evitado acompañarla del adjetivo «literaria», se debe a que esta omisión centra una de las cuestiones más cadentes: la sustitución de la crítica literaria por la crítica cultural, como resultado de la puesta bajo sospecha de la literatura por sus adherencias ideológicas de carácter elitista y hegemónico. Al mismo tiempo, dentro de otro cauce muy señalado, el nuevo marco global y los espacios transnacionales por los que circulan los flujos de la nueva economía y sus productos, también los culturales, han traído un replanteamiento de la pertinencia y validez de lo latinoamericano como categoría explicativa de la realidad cultural del continente como totalidad autosuficiente. Los antiguos paradigmas colectivos con los que durante tanto tiempo se trató de dar solución a la definición de América Latina, de su identidad y de su cultura —un discurso de absoluta centralidad desde la independencia— son ahora revisados en el marco globalizado de la contemporaneidad.

Además de su representatividad, ambas problemáticas señalan tendencias de carácter negativo, restrictivas más que propositivas, lo que muestra un perfil bastante paradójico en el panorama actual de la crítica literaria latinoamericanista: sus propuestas parten del cuestionamiento de las dos nociones incluidas en la etiqueta que la justifica: Literatura Latinoamericana. Si, por lo general, toda irrupción de nuevas posiciones en un campo del saber busca su ampliación y renovación, la apertura de ángulos de visión originales y la puesta en funcionamiento de nuevas herramientas capaces de encontrar en él aspectos inéditos, aquí encontramos más bien la demanda de su aconsejable abolición. Esta discusión va mucho más allá de la pura especulación teórica, puesto que tales planteamientos vienen provocando desde varias décadas atrás una transformación sustancial de los programas de estudios de literatura en no pocas universidades y de las estructuras de los departamentos dedicados a esta disciplina.

En El acontecimiento de la literatura, Terry Eagleton afirma que «no existe nada que podamos llamar una definición exacta de la literatura. Todas las tentativas de construir una definición exclusiva son vulnerables a la hipotética réplica victoriosa de “¿y entonces qué pasa con…?”» (2013: 55). Por ello, las definiciones de la literatura han tenido siempre un fuerte componente «institucional»; es decir, han dependido de coyunturas culturales y políticas determinadas —incluso aquellas que más insistieron en su autonomía respecto a otros saberes y discursos sociales—. Y así, «una definición de la literatura es siempre un pretexto (un prejuicio) erigido en universal» (Compagnon 2015: 48). Esta irreductibilidad y maleabilidad de lo literario está en la base de la proliferación de teorías, y la preferencia por unas u otras en determinadas épocas constituyen pistas para explicar el momento histórico y cultural en el que se imponen.

Si hubiera que caracterizar el estado actual de la literatura y de la crítica, habría que hablar de una situación de crisis, de su pérdida de presencia y valor dentro de los discursos culturales y de una posición de clara subsidiaridad respecto a otras disciplinas. Ello se enmarca dentro de una depreciación general de los saberes humanísticos más ostensible aún en el espacio académico, a menudo caracterizado como un recinto enclaustrado, aislado respecto a las dinámicas de su entorno y ensimismado en una labor que solo se justifica dentro de su propio radio de acción. Esta situación, por lo demás evidente, explica ciertas propuestas de la actualidad y su tono a veces demasiado tajante. Por un lado, la constatación del nulo efecto político de la crítica académica ha provocado la búsqueda de nuevas formulaciones que rompan ese aislamiento, reivindicando la necesidad de desarrollar, con carácter exclusivo y explícito y como única lectura válida, un acercamiento ideológico a los textos. Simultáneamente, este mismo declive justificaría el radicalismo de unas posiciones que, dado su limitado radio de acción, pudieron expresarse sabiéndose exentas de asumir ningún tipo de responsabilidad frente a esa misma realidad social y política que afrontaban, al seguir circulando exclusivamente por las cátedras, aulas y salones de conferencias de la institución universitaria. 

2. Lo literario en cuestión
Cuando en 1967, en Corriente alterna, Octavio Paz situaba en la crítica el punto flaco de la literatura  hispanoamericana por la carencia de un cuerpo de doctrina, lo que estaba exigiendo era la puesta al día del discurso crítico respecto a una literatura que en ese momento y desde hacía tiempo ofrecía una producción excepcional, parangonable sino superior a las del resto de Occidente. Paz pide la necesaria modernización de la crítica para una literatura que, con el buque insignia del boom de su narrativa a la cabeza, parecía haber culminado ese camino. El mismo espíritu se detecta en el artículo que pocos años después escribe Guillermo Sucre, «La nueva crítica», para el volumen colectivo coordinado por César Fernández Moreno América Latina en su literatura (1972) —una obra que mostraba con claridad, en las temáticas y las colaboraciones incluidas en él, esa intención de poner al día los estudios literarios latinoamericanistas—. Además, en este libro se percibe ya la reivindicación de un doble cauce para el desarrollo crítico en Latinoamérica. Por un lado, como lo ejemplifica Sucre, la crítica ha de conocer y vincularse con las corrientes de la teoría literaria más relevantes de la modernidad occidental; por otro, como lo sugieren otros trabajos como los de António Cândido, Roberto Fernández Retamar o Mario Benedetti, ha de atender a las propias especificidades de su tradición sin asumir ciega y acríticamente modelos foráneos para ponerla en práctica: la tensión entre ambas posturas, tan recurrente en la cultura latinoamericana, se hará muy presente en las discusiones del futuro inmediato.

La renovación crítica sería entonces la última cala a conquistar de la modernidad literaria; y ello era reflejo de un momento histórico esperanzado ante una modernización latinoamericana —entendida como posibilidad de incorporación efectiva de sus estados y sociedades al devenir del progreso occidental— tanto tiempo buscada y por fin aparentemente alcanzable. Así lo describe Martín Hopenhayn:

En América Latina las banderas de la modernidad y modernización nos han acechado como un eterno retorno en la búsqueda de un universal. Desde fines del siglo XIX, y con mayor fuerza desde la segunda posguerra, este universal se presentó como la materia prima que era necesario conocer y esculpir para que la diosa razón permitiera que una vasta región regada de Estados Nacionales transitara, hablando hegelianamente, desde la infancia de la historia a su condición de adulta: desde su inmediatez irreflexiva a su autoconciencia, desde su dispersión a su unidad cultural, desde su atraso económico a la conquista del desarrollo, desde su precariedad productiva a su industrialización, en fin, desde sus atavismos arcaicos a su disciplinamiento en los códigos de la modernidad (2003).

De vuelta a la crítica, los años sesenta son los del auge de los estructuralismos, y en ellos se vio a menudo la respuesta a esa demanda de actualización: herederos de los formalismos, apuntaban hacia una visión inmanentista y ahistórica del fenómeno literario y con ella a su caracterización universalizante. Leer los textos latinoamericanos desde esta óptica supondría la incorporación efectiva a las corrientes centrales de la modernidad. Pero será también por esa misma época cuando comiencen a darse las circunstancias que muy poco después provocarán la puesta en crisis de este relato y su impugnación: una ruptura cuyos efectos aún hoy permanecen.

En las décadas de los setenta y ochenta una serie de acontecimientos cambiarán totalmente las perspectivas y las prácticas de los estudios literarios1. El surgimiento de los estudios culturales en Inglaterra y la irrupción de la filosofía postestructuralista francesa, y sobre todo el fuerte impacto de ambos en la academia estadounidense, iban a alimentar el creciente clima contracultural y contestatario de ese periodo. Al mismo tiempo, el sueño desarrollista que sustentó el proyecto modernizador en América Latina entra definitivamente en crisis: las dictaduras del Cono Sur, la deriva del proceso revolucionario cubano y la crisis económica que se instalará durante largo tiempo en el continente lo enterrarán sin remisión. Estas piezas dispersas fueron cristalizando en un puzle difuso pero con directrices coincidentes: desde todos estos lugares se fue tejiendo un relato que negaba los valores principales del discurso de la modernidad occidental y que destacaba sus efectos dañinos para el caso concreto de la experiencia histórica latinoamericana.

Resumiendo mucho: los estudios culturales pusieron en primer plano la importancia de la cultura de masas para el análisis de los fenómenos sociales y su sentido político, cuestionando así el privilegio otorgado en el pasado para esos estudios a la denominada alta cultura y a las elites que la gestionaban. Por su parte, el nuevo pensamiento francés abrirá las puertas, por un lado —vía deconstruccionismo de Derrida—, a un relativismo desfundamentador extremo que desenmascaraba cualquier tipo de verdad como un simple efecto de discurso; por otro —en la estela de Foucault—, a la consideración de las narrativas de la modernidad como construcciones discursivas con las que justificar y enmascarar ejercicios de poder, opresión y hegemonía. A la circulación de estas ideas se unió la difusión y el impacto que el discurso revolucionario cubano tendría en la intelectualidad de América Latina: la teoría de la dependencia surgirá como la contracara del sueño modernizador ya definitivamente fracasado y el arte y la cultura pasan a ser también campos de batalla y resistencia revolucionaria contra las injerencias y amenazas del capitalismo y del imperialismo venidos de fuera, generadores de nuevas formas de colonialismo cultural y económico. Es aquí donde entran en contacto las visiones y propuestas de actores provenientes en principio de áreas culturales alejadas, y estos lazos se estrecharán gracias al desembarco de un buen número de críticos e intelectuales latinoamericanos de izquierda en los campus estadounidenses debido al exilio al que les abocaron las dictaduras de los setenta. Se conforma un caldo cultural e ideológico de orígenes diversos pero en el que coinciden una posición declaradamente anticanónica ante la cultura, la omnipresente politización de los análisis, la sospecha ante cualquier discurso defensor de la neutralidad ideológica de las manifestaciones artísticas y la relativización de toda jerarquía en el espacio del saber. Todos ellos conducen a la clausura del que había sido uno de los relatos centrales del periodo moderno: el de la autonomía del arte y sus manifestaciones, la literatura entre ellas, y de este rechazo surgirán rasgos fundamentales del nuevo discurso crítico.

La irrupción de los estudios culturales y la filosofía francesa en las universidades estadounidenses fue especialmente apreciable en los departamentos de Teoría y Estudios Literarios, más incluso que en los de Sociología o Filosofía, como hubiera sido más lógico. Según Santiago Castro-Gómez, esto explica el acercamiento de los cultural studies en los Estados Unidos «a pensadores como Derrida, Lyotard, Deleuze y Baudrillard» —a los que habría que añadir posteriormente nombres como Spitvak, Butler y Bhabha, entre otros— y su toma de distancia «del rigor analítico de las ciencias sociales» para adquirir «un perfil más textualista, que no se interesa demasiado por el control empírico y metodológico de sus afirmaciones» (2003: 346). Néstor García Canclini comparte este diagnóstico y señala el que sea quizás su efecto más notorio: «En Estados Unidos, los cultural studies han modificado significativamente los análisis de los discursos, dentro del territorio humanístico, pero son escasas las investigaciones empíricas» (1997). Estos matices son clave al establecer algunas distinciones en el carácter de estas prácticas dentro del campo crítico latinoamericanista2. Las posiciones que encarnan figuras como Jesús Martín Barbero, Beatriz Sarlo, Carlos Monsiváis, Roger Bartra o el propio Néstor García Canclini —que desarrollaron la mayor parte de su trabajo fuera del circuito universitario estadounidense— difieren de las líneas de los investigadores más vinculados a la academia USA como Mabel Moraña, John Berveley, Román de la Campa, Sara Castro-Klaren o Walter Mignolo, entre otros. Los primeros se han centrado en el análisis de la heterogeneidad cultural de las sociedades latinoamericanas, en las interacciones y cruces entre sus actores sociales y en los imaginarios y las políticas de representación generados desde diferentes lugares del espectro social y cultural; los segundos ejemplifican una labor centrada casi en exclusiva en el análisis de discursos multidisciplinarios sobre los que rastrear mecanismos políticos de control, opresión y exclusión, por un lado, y de resistencia y denuncia, por otro. De ahí que hayan sido estos últimos los que han tenido una repercusión más polémica en el campo de la crítica literaria —campo, no hay que olvidarlo, en el se iniciaron la gran mayoría de ellos—, debido a que en sus obras se replantean radicalmente los métodos y objetivos en la labor de lectura e interpretación de los textos.

Esta recepción del postestructuralismo francés en la academia de Estados Unidos, de la deconstrucción derridiana y su relativismo epistemólogico radical —que hizo del saber y el conocimiento un juego de lenguaje, inestable, parcial y siempre susceptible de ser sometido a nuevas reescrituras3—, trasladó el combate por la interpretación al espacio exclusivo de los textos, sin recurrir a nada ubicado fuera de ellos: «giro lingüístico» que convirtió al «profesor-crítico literario [en] un fabricante de teorías» y «desplazó la vieja crítica literaria al basurero de la historia junto con la historia literaria, su sirvienta» (Domínguez Michael 2014: 38). Sin caer en tal tremendismo, hay que señalar que en su momento supuso una apertura saludable hacia nuevas posibilidades de análisis, desprendiendo a los textos y a sus lecturas de sentidos enquistados por el tiempo y por una inercia que convenía revisar. Leer a la contra, desde la sospecha y el escepticismo ante todo significado y valor consolidado por la tradición, recelando de la aparente neutralidad ideológica de los discursos, sin duda insufló aires renovadores al campo crítico, con la guía de Foucault, Kristeva, Deleuze, Barthes y el propio Derrida como figuras tutelares. El problema surgió cuando esta lectura comenzó a generalizarse y a reivindicarse como la única posible, convirtiendo la crítica en la aplicación mecánica de esas recetas teóricas sin que el texto original señale los cauces posibles y los límites de la interpretación. El viaje desde los textos hacia su sentido se invierte aquí: el sentido está ya dado en la elección de la forma de leer e interpretar, el texto pierde toda singularidad y se vuelve subsidiario de la teoría, que vuelve una y otra vez a exponer y subrayar sus fundamentos en cada lectura en un viaje de ida y vuelta incesante, metadiscurso con el que se afianza la textura lingüística de lo real que estos postulados defienden. Es lo que Wilfrido H. Corral y Daphne Patai han denominado el «imperio de la teoría», en un volumen del mismo título que coordinaron en 2005 y que mostró que la oposición a estos postulados en la universidad estadounidense era también numerosa.

Más allá de la mejor o peor aplicación de estos principios —que hubo de las dos—, resulta evidente que el abuso en su aplicación fue revelando algunas contradicciones de base. Sus intenciones de liberar los discursos de todo reduccionismo en cuanto a sus significados posibles, de permitir el libre vuelo del sentido gracias a los juegos del significante que la «escritura» instaura, acabaron a menudo convertidas en dogmas que estrecharon el marco crítico e hicieron de la lectura una actividad vigilante en el cumplimiento de una ortodoxia sin fisuras, muy atenta a las contradicciones y fallas ideológicas como criterio principal en el establecimiento del valor y representatividad de las obras. Además, el hacer de la crítica una actividad que discurre exclusivamente en el espacio textual, sustentada en lecturas, reescrituras y glosas que dirimen los conflictos sociales en un plano exclusivamente discursivo, matiza mucho su efectividad política y permitió una radicalidad interpretativa y una violencia retórica llevadas al extremo gracias a su ejecución dentro del terreno puramente especulativo. Pero la consecuencia más importante fue la igualación de los lenguajes artísticos en el análisis de sus mecanismos expresivos; lo que contribuyó definitivamente a la conversión, ya referida, de la crítica literaria en crítica cultural y a la incorporación de la literatura a la órbita de los llamados estudios culturales. En este tránsito, la literatura pasó a ser uno más de los discursos sociales y la singularidad de sus lenguajes perdió toda importancia y valor.

El siguiente paso vino de la incorporación a este marco del ideario poscolonial. Forjado desde las propuestas de autores como Aimée Cesaire y Franz Fanon y las tesis de Edward Said en su influyente libro Orientalismo (1978), de nuevo del deconstruccionismo de Derrida y las propuestas de Foucault sobre las relaciones entre discurso y poder, cobra fuerza a partir de los ochenta gracias a las aportaciones de Gayatri Spitvak y Homi K. Bhabha, ambos provenientes también, como Said, del campo de la crítica literaria. La poscolonialidad extremará el acento político de los análisis y supondrá una impugnación aún más radical del ideario de la modernidad occidental. Desde su perspectiva, la historia universal se lee como una imposición hegemónica de la razón europea a partir de una expansión colonial que constituiría el fundamento epistémico de la era moderna. Lo colonial define entonces tanto una situación histórica, aún no resuelta, como una estrategia representacional, una episteme, conformada desde lugares de dominio y opresión: la universalidad del racionalismo de raíz iluminista es visto ahora como una estrategia de poder creada y utilizada por Occidente para imponer sus valores a las regiones periféricas. El objetivo es desenmascarar esta coyuntura y articular narraciones alternativas en las que los «otros» históricamente silenciados y discriminados por su condición sexual, racial o de clase puedan por fin tomar la palabra y romper con las representaciones impuestas por el sujeto moderno occidental.

Esta refutación del pensamiento «eurocéntrico» como proyecto hegemónico y nueva forma de colonialismo resultaría muy atractivo para una cultura que, como la latinoamericana, había luchado constantemente por la reafirmación de sus perfiles propios frente a las amenazas e injerencias del exterior, sobre todo de Europa y Estados Unidos. A ello se unió la revisión crítica, ya mencionada, del proyecto modernizador latinoamericano como aspiración fracasada y necesitada de propuestas más acordes con la singularidad cultural y política propias. Los planteamientos poscoloniales coincidirían así con los de algunos discursos elaborados en Hispanoamérica en el ámbito de la crítica literaria. Un buen ejemplo de ello es Para una teoría de la literatura hispanoamericana (1975), de Roberto Fernández Retamar, obra que sentará las bases de una prolífica discusión posterior que conviene repasar.

Fernández Retamar reniega del sentido universalizador del concepto de teoría para otorgarle un sentido conscientemente parcial y más concretamente regional4. La razón está en la mentalidad neocolonialista que según él esconde, bajo su aparente neutralidad, cualquier tipo de universal teórico por estar dictado desde los centros culturales hegemónicos. Para Fernández Retamar, toda teoría de la literatura es la teoría de «una» literatura, de ahí que una visión descolonizada de la expresión literaria en Hispanoamérica sólo es posible si con esa teoría se procura la definición de los rasgos distintivos y la demarcación del ámbito de operaciones de la literatura hispanoamericana. La postura de Fernández Retamar es asumida por Mario Benedetti en «El escritor y la crítica en el contexto de subdesarrollo» (1977) y tendrá continuidad en el libro de Carlos Rincón El cambio en la noción de literatura (1978). La teoría como teoría «regional» y el sesgo sociopolítico que debe asumir son compartidos por los tres y en estos trabajos se ve la importancia de dinámicas y contextos históricos específicos de la América Latina del momento para explicar el perfil ideológico de sus reflexiones. La meta es idéntica a la señalada por el ideario poscolonial: descolonizar la crítica y sus discursos, desligándola de las estrategias hegemónicas del pensamiento de la modernidad: «Una de las consecuencias de “nuestra (latinoamericanística) experiencia” —señalaría Walter Mignolo años después— sería la de emplear la actividad teórica en una tarea de descolonización en lugar de buscar una teoría que capture la esencia de literaturas coloniales» (1991: 100-101).

El proceso que se abre aquí comparte objetivos con las propuestas repasadas anteriormente, de ahí que sus efectos apunten en la misma dirección. No obstante, su perspectiva más explícitamente política reconfigura el campo de la crítica de forma más extrema. Si al repasar los efectos de la teoría francesa concluíamos en la pérdida de importancia de los rasgos distintivos del texto literario, desde la mirada poscolonial la literatura es impugnada de manera más rotunda, al ser considerada, ya desde su base, como una disciplina cuyos rasgos definitorios y sistema de valores fueron construidos por las elites burguesas europeas al comienzo del periodo moderno: sería por tanto paradigma y emblema de ese relato neocolonial que se pretende impugnar y por lo tanto constituiría una forma de expresión alejada de una singularidad latinoamericana que busca autoafirmarse frente a ese relato. La consecuencia fue la extensión del corpus a la hora de diseñar el mapa literario hispanoamericano, ampliado con las manifestaciones silenciadas y expulsadas a los márgenes de la cultura por los intereses de las clases dominantes: las expresiones indígenas, el folklore y la subliteratura, entre otras. La crítica vuelve a mostrarse como un ejercicio básicamente desfundamentador que se mueve en dos direcciones: por un lado, trata de corroer las bases del sistema literario tal y como ha sido concebido en el pasado y busca una nueva “cartografía” de la tradición literaria hispanoamericana: la idea de literatura nacional ligada al estado-nación que las oligarquías liberales habían constituido para dotarla de unidad y coherencia ¾sobre la que se dibujó la historia literaria del continente¾ se atenúa ante la emergencia de nuevas regiones culturales trazadas por otros marcadores: el género, la raza, la subalternidad, la subcultura y la cultura popular5. En la otra vertiente, se pone en cuestión y bajo sospecha la noción misma de literatura al revelarse como institución de rango burgués que responde a intereses de clase muy definidos y determinados desde su origen. El resultado será una mirada dirigida a textos ajenos a esa caracterización: con mención especial para el testimonio, un género que concitará la atención de estas posiciones por su condición fronteriza con la literatura, casi fuera de su radio de acción por considerarse un discurso ajeno a la órbita de la representación y la mediación simbólica, «que simula anular las mediaciones que impone el arte y parece explicitar de un modo más o menos transparente sus determinaciones» (De Diego: 61); su ubicación extraña a los circuitos de la cultura letrada serviría para «poner en tela de juicio la institución históricamente dada de la literatura como un aparato de dominación y enajenación. El deseo y la posibilidad de producir testimonios, la creciente popularidad del género quieren decir que hay experiencias vitales en el mundo hoy que no pueden ser representadas adecuadamente en las formas tradicionales de la literatura burguesa, que en cierto modo serían traicionadas por éstas» (Beverley 1987: 15). Fernández Retamar en su libro de 1975 ya había reivindicado el género testimonial como prueba relevante de la que consideraba la característica singular de la tradición literaria latinoamericana: su condición ancilar o instrumental, prueba de su compromiso secular con la realidad histórica y de su alejamiento de concepciones esteticistas de raíz europea. La importante presencia en la tradición hispanoamericana de modelos discursivos no tan directamente ligados a la mediación simbólica del texto literario, como las crónicas de Indias o el ensayo, serían para él, junto al auge del testimonio, pruebas concluyentes de esa naturaleza de las letras del continente.

El punto de llegada fue la «post-literatura», «idea que «sugiere no tanto la superación de la literatura como forma cultural sino una actitud más agnóstica ante ella. Como he señalado en otras ocasiones, una de las lecciones que ofrece el testimonio es que hace falta leer hoy día no sólo “a contrapelo” como en la práctica de la deconstrucción académica, sino contra la literatura misma» (Beverley 1994-1995: 398). Este es el nuevo campo de actuación anunciado por Carlos Rincón en el texto “Entre las crisis y los cambios: un nuevo escenario”, que abrió el número especial de Nuevo Texto Crítico (1994-1995) donde se recogieron un importante número de trabajos leídos en el coloquio “Celebraciones y lecturas: la crítica literaria en Latinoamérica”, celebrado en Berlín en 1991 y durante el cual:

Los participantes partieron de la consideración de los procesos de constitución de nuevos paradigmas. Fueron mostrados como respuestas a la crisis radical de las sociedades, de la política y de la cultura en el subcontinente ¾y no sólo en él¾ durante las pasadas dos décadas, de manera que se los relacionó también con el cambio de las condiciones epistemológicas en donde hoy se hace posible el conocimiento. En esta forma, en el examen del estado presente de la crítica y de los estudios cuyo foco central fuera hasta hace poco la “literatura”, estuvieron en primer plano dentro del Coloquio las consideraciones sobre el estatus disciplinario y social de las actividades críticas y sobre la transformación de esos estudios. En los ochenta, tras el final de todo un ciclo literario, la función de la literatura cambió de forma decisiva (5).

«Al estar imbricado el texto literario con una gama de otros textos, el discurso literario con otros discursos que imponen en él sus propios procesos de significación, se bosqueja ¾concluye Rincón¾ un descentramiento del concepto de literatura, un concepto de literatura ajeno a la ideología de lo literario, y la crítica se hace crítica cultural» (7). Se consuma así el fin del valor de las expresiones literarias —en la línea de lo sublime de Kant o Heidegger, lo «aurático» de Benjamin o la resacralización de lo poético de Paz: todas ellas respuestas de la literatura de la modernidad a la secularización que las sociedades modernas impusieron al campo del saber¾ y los estudios culturales harán cada vez más hincapié en las estrategias y mensajes políticos de los discursos.

A este respecto, resulta ilustrativo el párrafo final de un texto de Mabel Moraña —una de las figuras más activas de este ideario— donde hace balance del camino recorrido y de la situación de la disciplina: «Si bien ya es evidente que los estudios culturales han triunfado en la tarea de colonizar el estatuto de las humanidades y las ciencias sociales, queda aún por probarse su verdadera capacidad de intervención e interpelación política. Esto permitiría saber, una vez desmontada la modernidad, qué hacer con sus fantasmas» (2003: 430). La elección del verbo «colonizar» para describir la acción ejercida contra las humanidades y ciencias sociales deja muy claro que los intentos liberadores detentados por este saber no estuvieron exentos de tentaciones hegemónicas y anhelos de poder. Por otro lado, la mención a su capacidad de intervención vuelve a situarnos en el dilema de la efectividad política de una disciplina volcada de principio a fin a la teorización y los análisis textuales. Por último y en la misma línea, el tono convencido con el que se proclama la cancelación de la modernidad nos coloca en un ámbito algo ensimismado, atento más bien a las proclamas enfáticas generadas desde su propio lugar de enunciación —académico, institucional, adicto a la especulación y nada empírico— que no acaba romper sus muros y se recrea en sus propios espejismos: «Los estudios culturales manejan una imagen sobredimensionada de sí mismos según la cual, su función social no es tanto producir conocimientos cuanto transformar el mundo» (Castro-Gómez: 344). Estuvieron los que creyeron poder cambiar el mundo a través de la interpretación y aquellos que quisieron tan solo cambiar el mundo de la interpretación6 . Esta diferencia da muchas pistas sobre los trazos del mapa y sobre los bandos formados por esas nuevas políticas de la crítica latinoamericanista.

Tiene razón Terry Eagleton en su defensa del compromiso ideológico de los textos literarios, porque en ellos «la propaganda no tiene nada de malo, siempre que se haga bien». Acierta también cuando concluye: «La afirmación de que el compromiso doctrinal siempre y en todo lugar echa a perder el arte es una fe liberal hueca» (100). La deriva política de los acercamientos culturalistas no constituye una postura cuestionable a priori. Es innegable que han servido para afinar los mecanismos de detección ideológica en los discursos —literarios o no— y para percibir aspectos no evidentes en su circulación social. Han sido otros los aspectos criticados de sus planteamientos, y muchos de ellos tienen que ver con su práctica académica. Carlos Reynoso (2000) cuestionó su falta de aportaciones teóricas al campo de las ciencias sociales: una debilidad conceptual suplida por la sofisticación retórica. Su levedad epistemológica ha sido destacada también por Emil Volek (157), a lo que Santiago Castro-Gómez añade una falta de rigor metodológico que condujo a cierta banalización de los objetos de estudio (347). Por su parte, García Canclini advirtió del riesgo de estancamiento por «la aplicación rutinaria de una metodología poco dispuesta a cuestionar teóricamente su práctica» (1997). En cuanto a su deriva poscolonial, un artículo reciente de Jeff Browitt ha destacado el esquematismo y la idealización en la representación de los lugares subalternos llevada a cabo por sus practicantes, con Walter Mignolo a la cabeza, que los muestran como «Arcadias epistemológicas y políticas» no problemáticas (2014: 37), exentas de cualquier tipo de contradicción.

Estas debilidades ponen en cuestión los hipotéticos efectos saludables de la desaparición de la literatura como objeto de estudio en el campo de la crítica literaria y su sustitución por otras disciplinas: ya que sus lenguajes y métodos de análisis ofrecen una complejidad y riqueza que hacen difícil aceptar acríticamente su indistinción respecto a otras formas expresivas. Esta «sustracción» (Volek: 155) o «neutralización» (De Diego: 60) de la literatura ha sido fuertemente contestada por otros críticos latinoamericanistas, estos sí, literarios. Las posturas escépticas o abiertamente críticas ante la deriva culturalista son muy numerosas y, si atendemos al campo académico internacional, probablemente constituyan una posición predominante. Si no les he dedicado espacio hasta ahora se debe a que su reivindicación de la literariedad y de su importancia cultural no ha desarrollado nuevas posiciones teóricas sino que ha adoptado más bien estrategias defensivas tendentes, por un lado, a desvelar las contradicciones del discurso «culturalista» y sus flaquezas teóricas y, por otro, a insistir, sin aportes novedosos acerca de su estatuto, en el valor y el interés de los rasgos singulares de la literatura consagrados por la historia de la teoría literaria: traerlas aquí no habría incorporado, por tanto, enfoques nuevos a la discusión.

No obstante, no pretendo obviarlas por completo y por ello me referiré brevemente a la obra del autor que con mayor insistencia se ha manifestado en la defensa del regreso a la literariedad de los textos literarios —redundancia que considero necesaria tras lo expuesto hasta aquí—: el ecuatoriano Wilfrido H. Corral, quien, gracias a trabajos como El error del acierto. Contra ciertos dogmas latinoamericanistas (2013) y al volumen coeditado junto a Daphne Patai Theory’s Empire (2005), se ha colocado en primera línea defensiva ante los excesos culturalistas 7. Corral admite que, en efecto, «los debates teóricos sobre la literatura se han estancado y, como si esto no bastara, se publican libros y artículos en defensa de la parálisis conceptual que ha conducido a ese mismo estancamiento» (2005: 16); es decir, esta situación de esclerosis habría contribuido también al auge de las propuestas que cuestionaban los fundamentos de la literatura y explicaría asimismo la dureza de los ataques contra ella.

Su larga experiencia en las aulas de la universidad estadounidense —primero como estudiante y luego como profesor— lo convierte en testigo privilegiado de los cambios producidos en el ámbito académico y sus efectos negativos para la enseñanza de la literatura. Con tono abiertamente polémico, Corral señala como uno de los aspectos más rechazables de estos nuevos paradigmas el enfoque presentista, de carácter político, que desecha el pasado histórico y la tradición como elementos que enriquecen el sentido y el espesor significativo de los textos, lo que constriñe el horizonte interpretativo y limita el aprendizaje de los alumnos debido a la visión restringida de la cultura que manejan. Este olvido del pasado culmina en el olvido de las fuentes primarias: las propias obras, que dejan de ser necesarias para una «teoría» que, según avanza en su devenir ensimismado, cada vez discute más sobre ella misma y reduce su discurso a mera retórica, a un alegato autosuficiente que gira sobre sí mismo sin ir a ninguna parte.

Seguro que Corral comparte las palabras de Terry Eagleton cuando afirma: «Los textos literarios son aquellos cuya función no podemos predecir, en el sentido de que no podemos determinar qué “usos” o lecturas de ellos se pueden hacer en una u otra situación. Están intrínsecamente abiertos, pues son capaces de ser transportados de un contexto a otro y de acumular significados nuevos en el proceso» (106). Si Eagleton tiene razón, las desventajas de desechar el instrumental que la literatura nos proporciona para la explicación de sus textos se hacen muy evidentes. Para Corral esa apertura a nuevas posibilidades hermenéuticas a la que el lenguaje literario invita ha sido sustituida por paradigmas teóricos que imponen formas de lectura de posibilidades muy reducidas, lo que deja asomar un perfil normativo muy estrecho y una ortodoxia sin matices que desmiente su supuesto espíritu antiautoritario. Por último, insiste en la necesidad de desmontar otro de los tópicos y poderes que los estudios culturales se autoasignan. Su capacidad para producir teoría desde lugares periféricos. Muy al contrario, Corral defiende que el continente latinoamericano y su cultura siguen siendo aquí objeto de estudio de discursos y paradigmas generados desde fuera, en los ámbitos académicos de las zonas tachadas de hegemónicas desde sus propios presupuestos, lo que subraya y consagra la subalternidad de la cultura latinoamericana porque se le impide representarse a sí misma desde parámetros propios (2013: 37). Aunque Wilfrido H. Corral ve ciertos signos de que los excesos van atenuándose y la extensión de estas perspectivas ralentizándose, es pronto para valorar la certeza del diagnóstico y la evolución futura de estos debates; lo que sí puede afirmarse es que no se han agotado y las polémicas continúan muy vivas.

3. Lo latinoamericano en cuestión
Con un recorrido más corto y una historia más reciente, por ello también con un alcance y presencia por el momento menores en el campo académico que las discusiones «poscoloniales» —aunque algunas de las problemáticas que aborda ofrecen vínculos estrechos con ellas—, en los últimos tiempos se viene discutiendo cada vez con mayor insistencia sobre la situación de la literatura latinoamericana en el marco de la globalización y de su circulación por los espacios transnacionales configurados por el capitalismo neoliberal y sus mercados. Debate con rostros diversos, si lo traigo aquí es porque de nuevo sus desarrollos abocan antes o después al replanteamiento de la disciplina, de sus límites y alcances, de la necesidad de repensar su objeto de estudio, sobre todo en cuanto a la vigencia y operatividad de la categoría de «lo latinoamericano» en el escenario de la contemporaneidad globalizada. Las reflexiones a que viene dando lugar coinciden en constatar cómo la sustitución por el mercado global del estado-nación como marco configurador de las tradiciones artísticas —que en el caso de América Latina hizo que la crítica se acercara a las obras literarias como formas de aprehensión y representación de identidades nacionales y sus «esencias» culturales8— llevaría a la necesidad de analizar la literatura latinoamericana desde nuevos parámetros. Si en el caso del ideario poscolonial las tomas de posición contra las dinámicas de la modernidad condujeron a la defensa de los particularismos, a la sospecha ante cualquier atisbo de intención universalizadora de las obras, la discusión adopta ahora otros perfiles, si bien no abandona la discusión sobre la posición de la cultura latinoamericana frente a los dictados de los centros dominadores en los procesos de legitimación cultural.

En la dinamización y mayor visibilidad de esta problemática ha tenido mucho que ver el impulso tomado recientemente por los estudios sobre la denominada «literatura mundial» y sus relaciones con la producción latinoamericana. La idea de Weltliteratur de Goethe y las reflexiones de Marx y Engels sobre la formación de una literatura universal, a partir del establecimiento y expansión en los inicios de la era moderna de un mercado económico internacional impulsado por el cosmopolitismo de las clases burguesas, recuperan su vigencia en el contexto de la globalización y cobran actualidad gracias a estudios como los de Franco Moretti, especialmente «Conjetures on World Literature» (2000), y Pascale Casanova: La República Mundial de las letras (2001). Esta concepción de un campo literario a escala planetaria pretende la renovación de los enfoques comparatistas y la constatación de las limitaciones que ofrece el estudio de las literaturas nacionales en el nuevo marco internacional. De inmediato, una serie de temáticas ocuparán el centro de los debates: entre otras, las complejas y polémicas relaciones entre culturas centrales y periféricas, sus tensiones y formas de intercomunicación; la posición de la tradición literaria latinoamericana respecto a otras literaturas, y el juego de imposiciones y resistencias que se establecen entre ellas a la hora de señalar las características y tendencias dominantes en el espacio transnacional.

Este abanico polémico está muy presente en el volumen coordinado por Ignacio Sánchez Prado América Latina en la «literatura mundial» (2006), hasta ahora el estudio más extenso dedicado al tema y donde en la mayoría de sus trabajos se detectan estos puntos de interés preferentes. En prácticamente sus catorce artículos hay unanimidad en mirar con distancia y recelo los aportes de Moretti y Casanova, quienes, aunque con «diferencias importantes […], en su conjunto […] definen las ideas centrales de la cuestión: la descripción de un mundo literario desigual, compuesto de centros y periferias y de un sistema también desigual de relaciones de legitimación y de configuración estética» (Sánchez Prado 2006: 8). Este campo literario mundial jerarquizado traza un territorio cuyas relaciones de fuerza entre diferentes regiones culturales reproducen la dinámica con la que la crítica latinoamericanista lleva tiempo empeñada en romper, aquella donde los perfiles de la cultura de América Latina eran descritos y evaluados en su relación con los de los centros desde los que se dictaban los criterios de legitimación de la producción artística:

La literatura mundial tal como la plantean Moretti y Casanova, entonces, es parte de una autoevaluación de la literatura comparada, uno de cuyos elementos es el replanteamiento de la lectura de las literaturas periféricas, la latinoamericana entre ellas, en términos de agendas que corresponden estrictamente a intereses intelectuales euronorteamericanos. En otras palabras, pareciera que, en muchos casos, Latinoamérica sigue siendo el lugar de producción de «casos de estudio», pero no un locus legítimo de enunciación teórica (Sánchez Prado: 9).

Este enfoque, que sobrevolará el conjunto del libro, vuelve a poner en primer plano la concepción de la crítica como ejercicio descolonizador. La convicción de Moretti sobre la existencia de un «sistema-mundo» literario de gran uniformidad y la de Casanova en definir su «república mundial de las letras» como un espacio autónomo que responde solo a mecanismos y desarrollos de índole estética son dos de las razones más invocadas para matizar y cuestionar sus propuestas. Por un lado, en las tesis de Moretti la caracterización de las literaturas periféricas y semiperiféricas pierde riqueza y matices por las exigencias de homogeneidad que impone la configuración de ese sistema-mundo literario; por otro, la propuesta de Casanova pasa de puntillas por un asunto crucial: el papel de la «economía política de la literatura» —para usar la fórmula de Marx— en el establecimiento de la llamada «bolsa de valores» literarios a escala internacional. Esta constitución de un escenario mundial para la literatura no produciría efectos positivos si su objetivo es, sin más —como se le achaca a Moretti y Casanova—, la descripción de ese sistema literario y su funcionamiento, articulado sobre relaciones mecánicas entre los centros y las periferias, puesto que «uno de los puntos centrales de la agenda del latinoamericanismo del siglo XX, desde su origen, ha sido el reconocimiento de la región como interlocutora legítima en los debates culturales a escala mundial», por lo que «América no debe esperar la venia de Europa, sino que debe asumirse de entrada como parte de un diálogo cultural. En consecuencia, la declaración de autonomía es “reconocernos el derecho a la ciudadanía universal”, donde el nosotros otorga a los latinoamericanos mismos el deber de constituirse en ciudadanos culturales del mundo» (Sánchez Prado: 30-31).

Se trata entonces de establecer las especificidades que el discurso literario latinoamericano despliega respecto a su lugar en el mundo y la manera en que la mundialización puede o no dar cuenta de ellas en toda su complejidad. A este respecto, algunos críticos han reivindicado —creo que con bastante razón— que un sector fundamental de la crítica latinoamericanista del pasado profundizó en las tradiciones locales, nacionales o regionales americanas teniendo muy en cuenta los contextos globales de la literatura, no como modelos a imitar y reproducir sino ejerciendo su labor crítica como una forma de diálogo sin jerarquías con esos espacios transnacionales, lo que cuestionaría esa dialéctica centro-periferia imprescindible en los idearios de Moretti y Casanova para su explicación de las dinámicas del sistema literario mundial. Daniel Link (2014) ha analizado los casos de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña o Mariano Picón de Salas para ilustrar estos procesos y señala cómo incluso los planteamientos abiertamente nacionalistas de un crítico como el argentino Ricardo Rojas partieron y se desarrollaron en contacto igualitario con corrientes estéticas e ideológicas internacionales. Otros ejemplos más recientes como António Cândido, Josefina Ludmer o Raúl Antelo son mencionados por sus colegas para demostrar esos efectos beneficiosos del conocimiento amplio de la escena global en los acercamientos a las realidades culturales americanas desde consideraciones no jerárquicas. Pero será sin duda Ángel Rama quien sea citado una y otra vez (por ejemplo en Trigo 2006, o Rosetti 2014) como la prueba mayor de una tradición crítica que desde tiempo atrás supo establecer relaciones entre los espacios regionales y mundiales de circulación cultural y explicar las interactuaciones entre ambos como dinámicas desarrolladas en una doble dirección. En definitiva:

Se trata no de invertir esfuerzo en demostrar que América Latina tiene un lugar en occidente y lo debe ocupar con autores, libros y premios, sino de entender que la literatura latinoamericana ya ejerce su propia ocupación imaginaria desde la colonia […]. Su historia no es derivativa sino que constituye un segmento de la literatura occidental, aquel cuyos contornos se desprenden de la forma en que los habitantes, pero también sus vecinos y colonos la imaginaron en el continente y fuera de él. Distinguirse de la tradición cultural europea, que no detenta, por tanto, ningún monopolio, significa proceder por la vía no de la negación de nuestra occidentalización, sino por la vía de una experimentación interminablemente con ella (Rosetti: 85).

La cita de Rosetti toca un aspecto básico de esta problemática. El estudio de las relaciones entre el marco latinoamericano y el espacio literario mundial a menudo se ha centrado en los mecanismos de legitimación que este último pone en juego, en los ejemplos latinoamericanos beneficiados o perjudicados por ellos —como el reciente caso de Bolaño y su éxito internacional— y en los defectos, carencias o virtudes, según los casos, de este ámbito y sus leyes. Pero estas orientaciones permiten apenas hablar de los rasgos intrínsecos de las obras literarias y sí bastante más del papel de las agencias de mediación y de las estrategias y avatares de la circulación de los textos por los canales de la cultura, sean estos locales o globales. Estos temas tienen un interés indudable y vienen afectando de manera muy visible ciertas orientaciones del discurso académico del latinoamericanismo. Pero conviene plantearse hasta qué punto categorías y conceptos como el de «literatura mundial» no serían más bien un invento del mercado editorial (Palop 2006); o si de hecho solo servirían para explicar las características de las obras literarias más estrechamente ligadas a las exigencias y dictámenes de un mercado literario cada vez más sujeto a las leyes del capitalismo transnacional. Resulta imprescindible al mismo tiempo concebir estas relaciones como una agenda de negociación permanente entre lo regional y lo mundial en la línea de Rosetti, pues de esas estrategias en continuo replanteamiento pueden revelarse y ser explicadas a cada momento las dinámicas y los perfiles estéticos e ideológicos de las literaturas imperantes en determinados marcos geográficos y culturales: sean estos locales, regionales, nacionales, continentales e incluso mundiales9.

El debate sobre la literatura mundial y sus repercusiones en el campo del latinoamericanismo vuelve a situarnos, como ocurriera con los estudios culturales y la poscolonialidad, ante el que parece ser un rasgo común a las nuevas propuestas de la crítica: la necesidad de pensar lo latinoamericano y su literatura ya no como realidades autosuficientes y cerradas en sí mismas sino como categorías en permanente interacción con otras áreas geográficas y culturales y otros saberes y disciplinas10. El objeto de estudio de la crítica literaria latinoamericanista se hace más lábil, pero menos rígido; más difuso e impreciso pero mas versátil y plural, en la estela de una época donde las identidades pierden consistencia y ganan fluidez, se fragmentan y recomponen a gran velocidad. De ello viene siendo reflejo también una literatura que ahora suele definirse como desterritorializada, nómada, excéntrica y en general fuera de los parámetros que sirvieron para definir la tradición latinoamericana en el pasado11.

Esta situación ha ayudado a fomentar un debate, lindante en algunos aspectos con el de la «literatura mundial», que ha adquirido también cierto auge en tiempos recientes y que exige una reflexión sobre la propia disciplina: el de si en medio de este marco global confuso, disperso, plural, multipolar, troceado en mil pedazos, móvil e interconectado a escala mundial, tiene sentido hablar de literatura «latinoamericana» como una realidad o sistema autosuficiente y con rasgos específicos; si este adjetivo a estas alturas tergiversa y manipula —al recurrir a paradigmas ya insostenibles—, más que aclarar y descubrir, el verdadero carácter de la producción literaria de América Latina. Carlos Cortés (1999), Gustavo Guerrero (2004), Jorge Fornet (2007) y Jorge Volpi (2009), entre otros, se han venido preguntando hasta qué punto tiene sentido seguir defendiendo la vigencia de esa etiqueta. Este tema y su presencia creciente en el medio académico ofrece interesantes cauces de reflexión sobre en qué circunstancias o situaciones puede ser abordada una literatura desligándola por completo de cualquier tipo de contextos, o qué busca un escritor cuando se autoasigna y construye una imagen propia ajena a cualquier tipo de afiliación geocultural. En estas posiciones y en sus réplicas encontramos despliegues tácticos individuales dentro del campo literario y este debate entre lo internacional y lo local de nuevo se mueve aquí en construcciones de lenguaje nada inocentes y llenas de implicaciones ideológicas y políticas12. Jorge Volpi, con pose polémica y provocadora, viene afirmando que Latinoamérica no es más que una ficción mantenida por los académicos como justificación para la pervivencia de cátedras y áreas de especialización que les permitan sobrevivir. Otro mexicano, Pablo Raphael, en su reciente libro La fábrica del lenguaje, S. A. (2011), ha defendido por el contrario la imposibilidad de dejar de pensar localmente, incluso al defender las posiciones más cosmopolitas, y contempla con cierto escepticismo las propuestas que niegan cualquier tipo de rasgo común en tradiciones culturales de carácter regional, puesto que, como nos recuerda con ironía no exenta de lucidez, «los que decimos que no tenemos nada en común, tenemos, todos, la misma postura» (59). Estas actitudes divergentes alimentan un debate que probablemente se extienda cada vez más. Es indudable que el paisaje geocultural del presente conduce a un debilitamiento de las tradiciones vernáculas; y los críticos latinoamericanistas no podemos dejar de sentirnos requeridos por una serie de interrogantes que se plantean aquí. Si no hay Latinoamérica ni literatura que la evoque: ¿hay que reinventarse, o levantar acta de defunción, rememorar el camino de su deceso y volvernos a casa cuando no quede más que decir? ¿Impugnar y negar su desaparición mediante posiciones defensivas ante este discurso del final que nos interpela? ¿O se pueden buscar otros lugares estratégicos donde «lo latinoamericano» y su literatura puedan seguir encontrando sentido a sus propias especificidades? En algún momento habrá que afrontarlas, a menos que aceptemos una última paradoja esta sí ya definitiva: la de que sean los discursos sobre su propio final las últimas botellas de oxígeno que insuflen algo de aire y mantengan un poco más de tiempo las constantes vitales de la literatura latinoamericana como disciplina y las de la crítica a que da lugar.

4. Conclusión muy breve y muy provisional

A la hora de abordar el campo inabarcable de la crítica literaria latinoamericanista de las últimas décadas, he tratado de construir un relato que cobra unidad en su constitución como una especie de «enmienda a la totalidad» de sus propios fudamentos: como un discurso contra la literatura y en gran medida contra lo latinoamericano, al menos respecto a sus categorizaciones más relevantes del pasado. Como he señalado más arriba, el haberme detenido en las propuestas de este signo no se debe a que considere que es en ellas donde se han producido los mejores aportes a la disciplina, sino que han sido las que han llevado a que la crítica latinoamericanista aborde y debata sobre sus propias problemáticas, tensiones y derivas futuras. Frente a ellas, expongo solo unas breves y modestas tomas de posición13.

Resulta indiscutible la pérdida de relevancia de la literatura y de los estudios literarios en nuestro tiempo. Pero no creo que su sustitución o absorción por parte de otras disciplinas solvente sin más el problema de su función dentro del contexto histórico presente. El ensimismamiento ante la supuesta aura sublime e inmaculada de la literatura no debe ser asumido como horizonte de la crítica, pues en este marco tampoco han faltado los excesos. Pero quizá sí haya llegado el momento de reivindicar ciertas reconstrucciones y restituciones: reconstrucción del sujeto, de la forma, del sentido y de todas las instancias literarias demolidas por la epistemología culturalista. Esta reinstauración de la literatura aconsejaría cierto regreso a sí misma, a retomar la idea de que la lógica simbólica que pone en juego en sus escrituras y representaciones se origina y se nutre en los múltiples territorios de una realidad que, a pesar de su calidad esquiva e incierta, es posible nombrar y traer a sus textos. Sin duda de forma incompleta, pero en estos logros parciales la literatura no difiere de cualquier otra rama del saber y sus discursos. El reconocimiento del perfil e impacto modestos de su radio de acción y su papel en la sociedad actual no tendría por qué llevarnos a juzgarlo menos necesario a la hora de desentrañar, para impugnarlas o reivindicarlas, y desde sus rasgos específicos, las condiciones bajo las que opera el mundo que nos rodea.

Incluso, ¿por qué no pensar lo contrario? Que la literatura constituye una atalaya aventajada para detectar las dinámicas sociales que envuelven nuestra experiencia de lo real a lo largo de la historia y también en nuestro presente. A este respecto, Constantino Bértolo ha afirmado que la historia de la humanidad es la historia de la lucha por las palabras, por sus sentidos no solo individuales sino también sociales e históricos, de ahí que el poder siempre haya buscado apoderarse de ellas, detentar en exclusiva el derecho a interpretarlas y darles un sentido acorde con sus exigencias. Si, como señala el propio Bértolo, la literatura es un lugar donde antes que anda se piensan las palabras, las colectivas y las privadas, surge no como la única pero sí como una disciplina privilegiada para observar esa lucha, descifrar sus estrategias y derivas e intervenir en ella. La nueva sociedad tecnológica se ha esgrimido como prueba de la decadencia de lo literario y de su pérdida de relevancia, pero no sería descabellado pensar en cambio que quizá en este marco donde impera el ruido de mensajes, relatos y representaciones sin fin la sofisticación que nos ofrece el instrumental de la literatura para el estudio de los discursos podría cobrar importancia y adquirir un papel relevante: «Las sociedades están cada vez más informatizadas y comunicadas desde un punto de vista técnico, pero algunas cuestiones esenciales son cada vez más opacas» (Sarlo 2001: 187). Para enfrentar este panorama, en vez de negar su validez Sarlo reivindica y enfatiza precisamente la necesidad de la experiencia estética:

El arte propone una experiencia de límites. En una civilización donde la quiebra de las religiones tradicionales, el surgimiento de neoreligiones consoladoras, el sentido absoluto del presente que se apoya en el mercado, las tecnologías médicas y las ideologías abolicionistas de la temporalidad se empeñan en evitar la idea misma de la muerte, el arte pone en escena ese límite. No hay razón que induzca a pensar que millones de hombres y mujeres deben excluirse de esa experiencia, por principio de desigualdad social (que se disfraza como principio de tolerancia). Nadie querría —continúa— restaurar un paradigma pedagógico que aconsejara el adoctrinamiento estético de multitudes. Se trata más bien de incorporar al arte a la reflexión sobre la cultura, de la que ha sido desalojada por las definiciones amplias de cultura de matriz antropológica. Sabemos bien (y ya hoy es difícil violar el sentido común al respecto) que todo es cultura. Pero hay algo en la experiencia del arte que la convierte en un momento de intensidad semántica y formal diferente a la producida a las prácticas culinarias, el deporte o el continuum televisivo. Todas las manifestaciones son legítimas y el pluralismo enseña que deben ser igualmente respetadas. Pero no todas las manifestaciones culturales son iguales” (Íbid.: 190-191).

Me pregunto par acabar si la renuncia a observar la complejidad y riqueza de matices del discurso literario —por parte de corrientes que insisten en que con sus propuestas buscan enfrentarse a los efectos y exigencias de la nueva economía del capitalismo tardío— no viene siendo efecto precisamente de las exigencias de eficacia y resultados rápidos que la lógica de esta nueva economía está empezando a extender en el espacio académico. «Defendamos la lentitud de la lectura», ha exigido recientemente Christopher Domínguez Michael (39) ante la velocidad que adoptan los discursos en la era tecnológica. Si estamos de acuerdo en esa defensa, quizá sea la tan denostada filología —echada al baúl del olvido por completo por las nuevas tendencias críticas— la que nos enseñe un camino de vuelta hacia la restitución de la densidad conceptual y expresiva del texto literario: filología como actividad capaz de exponernos «a una alta complejidad intelectual sin tener necesidad inmediata de reducir esta complejidad» (Gumbrecht 2007: 96); conquista de un tiempo más pausado y menos urgente que nos otorgue:

El privilegio de que a uno se le permita exponerse a un desafío intelectual sin la obligación de tener que dar una reacción ni una «solución» rápida. Naturalmente —añade Gumbrecht—, sin instituciones específicas y sin esfuerzos individuales específicos, tal «exceso de tiempo» no estará a nunca a nuestra disposición. Necesitamos instituciones de Aprendizaje para producir y proteger el tiempo excesivo contra las temporalidades mucho más demandantes del día a día. En este nuevo sentido, no es solo plausible creer que la «Filología clásica como profesión está desubicada», como una vez dijo Nietzsche. Dando un significado solo ligeramente diferente a las mismas palabras, uno podría querer argumentar que la institución académica no se trata de otra cosa que de ese estar fuera del tiempo. Me doy cuenta de que la idea nos causa temor, pero no pienso que sea ni que deba ser percibida como tan atemorizante (Ibíd.: 98).

Aquí también se juega una política de enorme importancia, dados los tiempos que corren, para la universidad y los sabes humanísticos: una política muy distinta a la repasada en páginas anteriores, ya no tan atenta a señalamientos enfáticos y un tanto repetitivos de las injusticias como a la disposición de los poderes económicos y políticos para crear las condiciones necesarias que permitan a las Humanidades desarrollar sin injerencias ni presiones sus propios métodos —los tiempos y ritmos que les son propios— y sus herramientas especializadas de análisis, como vías de mejora —y a pesar de su limitado campo de influencia— para las sociedades en su conjunto, no por supuesto para crear espacios de privilegio donde el estudioso se ensimisme y se duerma en los laureles de su propia disciplina. Solo entiendo la acción de un saber en libertad, de cualquiera, cuando se le permite actuar en el espacio de su propia diferencia.

Notas

1 Véase Volek (2008) para un minucioso repaso al clima ideológico y cultural que caracterizaría este proceso.

2 Véase Buarque de Hollanda (2014: 50-51)

3 Para un excelente relato de la recepción de la teoría francesa en los campus estadounidenses, es imprescindible la lectura del libro de Cusset (2008).

4 En la base de esta postura se encuentra la división del proceso de la literatura en el Perú independiente realizada por José Carlos Mariátegui en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. La distinción entre una fase colonial, otra cosmopolita y por último una nacional, que supondría la culminación del proceso, constituye una referencia explícita en el texto de Fernández Retamar.

5 Véase Achugar (1989), Mignolo (1994-1995) y De la Campa (1996).

6 Véase Cusset (163-170).

7 Además de la significación de su labor como crítico literario y de su papel en la reflexión sobre el estado actual de la crítica, la erudición y el conocimiento enciclopédico de Corral sobre la crítica literaria latinoamericanista hace que su obra permita el acceso a las opiniones y reflexiones más significativas del discurso crítico de hoy en todos sus frentes y a los hitos más importantes de su historia reciente en las aulas estadounidenses y de otras latitudes. Por ello, para una información más completa sobre este tema me remito a sus trabajos recogidos en la bibliografía.

8 «La literatura siempre medió la producción social del sentido de lo nacional en las modernidades latinoamericanas, […] ella fue uno de los instrumentos centrales en la construcción de los imaginarios nacionales» (Poblete 2006: 274)

9 Para avanzar en esta discusión sería conveniente esclarecer y marcar límites entre algunos términos recurrentes en ella y que a veces se utilizan indistintamente a la hora de analizar la tradición literaria de América Latina. Conceptos como universalidad, cosmopolitismo, internacionalización y globalización apuntan a sentidos con matices distintos dependiendo de los contextos históricos en los que se han desarrollado y de las perspectivas desde las que se han analizado. Para un análisis muy embrionario de esta cuestión puede consultarse Becerra (2014).

10 Los estudios transatlánticos impulsados por Julio Ortega desde la Universidad de Brown ejemplificarían también esta tendencia.

11 Véase Aínsa (2012).

12 Véase Becerra (2014).

13 En general, y con algún aporte más, esta conclusión reitera lo ya defendido en mi artículo sobre el tema de 2012 (ver bibliografía) y que a grandes rasgos considero que mantiene su validez.

 

Bibliografía

Achugar, Hugo (1989), «Literatura / literaturas y la nueva producción literaria latinoamericana», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 15, 29, 153-165.

Aínsa, Fernando (2012): Palabras nómadas. Nueva cartografía de la pertenencia, Madrid, Iberoamericana-Vervuert.

Becerra, Eduardo (2012), «Estudios culturales versus literarios: la crítica en estado crítico», en Chiara Bolognese, Fernanda Bustamante y Mauricio Zabalgoitia (eds.), Este que ves engaño colorido… Literaturas, culturas y sujetos alternos en América Latina, Barcelona, Icaria, 43-55.

—(2014), “Derivas de lo ecuménico en la narrativa hispanoamericana (algunas calas)”, Ínsula. Revista de Letras y Ciencias Humanas, 814, 13-16.

—(2014), «El interminable final de lo latinoamericano: políticas editoriales españolas y narrativa de entresiglos», Revista Pasavento, nº 4, junio, 285-296.
Benedetti, Mario (1972), «Temas y problemas», en César Fernández Moreno (ed.), América Latina en su literatura, México, Siglo XXI, 354-371.

— (1977), «El escritor y la crítica en el contexto del subdesarrollo», Arte, Sociedad, Ideología nº 3, 4-21.

Bértolo, Constantino (2008), La cena de los notables, Cáceres, Periférica.

Berverley, John (1987), «Anatomía del testimonio», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 13, 25, 7-16.

—(1994-1995), «Post-literatura», Nuevo Texto Crítico, 7, 14-15, 385-400.

Browitt, Jeff (2014), «La teoría decolonial: buscando la identidad en el mercado académico», Cuadernos de Literatura nº 36, vol. XVIII, julio-diciembre, 25-46.

Buarque de Hollanda, Helloisa (2014), «El mutuo impacto entre la historiografía literaria y los estudios culturales», Cuadernos de Literatura nº 36, vol. XVIII, julio-diciembre, 47-57.

Campa, Román de la (1996), “Latinoamérica y sus nuevos cartógrafos”: discurso poscolonial, diásporas intelectuales y enunciación fronteriza”, Revista Iberoamericana, 62, 176-177, 697-717.

Cândido, António (1972), «Literatura y subdesarrollo», en César Fernández Moreno (ed.), América Latina en su literatura, México, Siglo XXI, 335-353.

Casanova, Pascale (2001): La República mundial de las Letras, Barcelona, Anagrama.

Castro-Gómez, Santiago (2003), «Apogeo y decadencia de la teoría tradicional. Una visión desde los intersticios», Revista Iberoamericana nº 203 vol. LXIX, abril-junio 2003, 425-430.

Compagnon, Antoine (2015), El demonio de la teoría. Literatura y sentido común, Barcelona, Acantilado.

Corral, Wilfrido H. (2013), El error del acierto. Contra ciertos dogmas americanistas, Valladolid, Libros del Meridiano.

—y Patai, Daphne (eds.) (2005), Theory’s Empire. An Anhtologhy of Dissent, New York, Columbia University Press.

— y Patai, Daphne (2005), «El imperio de la teoría», El Malpensante nº 61, marzo-abril, 16-29.
Cortés, Carlos (1999), “La literatura hispanoamericana (ya) no existe”, Cuadernos Hispanoamericanos, nº 592, octubre, 59-65.

Cusset, François (2005), French Theory. Foucault, Derrida & Cía. y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos, Barcelona, Melusina.

Diego, José Luis de (2010), «El estatuto actual de los estudios literarios», en Raquel Macciuci (ed.), Crítica y literaturas hispánicas entre dos siglos. Mestizajes genéricos y diálogos intermediales, Madrid, Maia Ediciones, 41-64.

Domínguez Michael, Cristopher (2004), «Elementos de deontología», Letras Libres nº 181, 37-39.

Eagleton, Terry (2012), El acontecimiento de la literatura, Barcelona, Península.

Fernández Retamar, Roberto (1975), Para una teoría de la literatura hispanoamericana y otras aproximaciones, La Habana, Casa de las Américas.

Fornet, Jorge (2007): «Y finalmente, ¿existe una literatura latinoamericana?», La Jiribilla. Revista de Cultura Cubana, http://www.lajiribilla.cu/2007/n318_06/318_01.html. Última visita: 08.06.2013.

Fusillo, Massimo (2012), Estética de la literatura, Madrid, Machado Libros.

García Canclini, Néstor (1997), «El malestar en los estudios culturales», Fractal nº , jul-sept., año 2, vol. II, 45-60 (disponible en línea: http://www.mxfractal.org/F6cancli.html)

Guerrero, Gustavo (2009), «Crítica del panorama», Letras Libres, nº 93, junio, http://www.letraslibres.com/revista/convivio/critica-del-panorama

Gumbrecht, Hans Ulrich, (2007), Los poderes de la filología, México, Universidad Iberoamericana.

Hopenhayn Martín (2003), «Historias esenciales, desenlaces contingentes: latinoamericanistas en busca de relato», http://lasa.international.pitt.edu/Lasa2003/HopenhaynMartin.pdf

Link, Daniel ((2014), «Tres negritos. Los estudios comparados en América Latina», Chuy nº 1, julio 2014, 29-59.

Ludmer, Josefina (2010), Aquí América Latina. Una especulación, Buenos Aires, Eterna Cadencia.

Mignolo, Walter (1991), “Teorizar a través de fronteras culturales”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana nº 17, 33, 103-112.

—(1994-1995), “Entre el canon y el corpus. Alternativas para los estudios culturales en y sobre América Latina”, Nuevo Texto Crítico, 7, 14-15, 1994-1995, 23-36.

Moraña, Mabel (ed.) (2002), Nuevas perspectivas de/sobre América Latina: el desafío de los estudios culturales, Pittsburgh, IILI.

—(2003), «Estudios culturales, acción intelectual y recuperación de lo político», Revista Iberoamericana nº 203 vol. LXIX, abril-junio 2003, 425-430.

—(2006), «Post-scriptum. “A río revuelto, ganancia de pescadores”. América Latina y el déjà-vu de la literatura mundial», en Ignacio M. Sánchez Prado (ed.), América Latina en la «literatura mundial», Pittsburgh, IILI, 319-336.

Moretti, Franco (2000), «Conjectures on World Literture», New Left Review nº 1, 57-68.

Müller, Gesine, y Gras Miravet, Dunia (2015), América Latina y la literatura mundial: mercado editorial, redes globales y la invención de un continente, Madrid, Iberoamericana.

Palou, Pedro Ángel (2006), «Coda: la literatura mundial, un falso debate del mercado», en Ignacio M. Sánchez Prado (ed.), América Latina en la «literatura mundial», Pittsburgh, IILI, 307-319.

Paz, Octavio (1967), «Sobre la crítica», en Corriente alterna, México, Siglo XXI, 39-43.

Poblete, Juan (2006), «Globalización, mediación cultural y literatura nacional», en Ignacio M. Sánchez Prado (ed.), América Latina en la «literatura mundial», Pittsburgh, IILI, 271-306.

Raphael, Pablo (2011), La fábrica del lenguaje, S. A., Barcelona, Anagrama.

Reynoso, Carlos (2000), Apogeo y decadencia de los estudios culturales. Una visión antropológica, Barcelona, Gedisa.

Rincón, Carlos (1978), El cambio actual en la noción de literatura, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura.

—(1994-1995), «Entre las crisis y los cambios: un nuevo escenario», Nuevo Texto Crítico, 7, nº 14-15, 5-10.

Rosetti, Miguel (2014), «A contraluz: World Literature y su lado salvaje», Chuy, nº 1, julio 2014, 60-93

Sánchez Prado, Ignacio M. (ed.) (2006), «“Hijos de Metapa”: un recorrido conceptual de la literatura mundial (a manera de introducción», en Ignacio M. Sánchez Prado (ed.), América Latina en la «literatura mundial», Pittsburgh, IILI, 7-46.

Sarlo, Beatriz (2001), Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Barcelona, Ariel.

Sefchovich, Sara (2004), «Exigencias imperiales y sueños imposibles», Revista de la Universidad de México nº 4, junio, 77-89.

Sosnowski, Saúl (1994-1995), “La parcelación del saber. Apuntes sobre el ‘canon’ y la crítica literaria hispanoamericana en los Estados Unidos”, Nuevo Texto Crítico, 7, nº 14-15, 99-106.

—(1996), «Cartografía y crítica de las letras americanas», introducción Lectura crítica de la literatura americana, Caracas Ayacucho (4 vols.), IX-LXXXVIII.

Sucre, Guillermo (1972), «La nueva crítica», en César Fernández Moreno (ed.), América Latina en su literatura, México, Siglo XXI, 259-275.

Trigo, Abel (2006), «Algunas reflexiones acerca de la literatura mundial», en Ignacio M. Sánchez Prado (ed.), América Latina en la «literatura mundial», Pittsburgh, IILI, 89-100.

Volek, Emil (2008), «Promesas  y simulacros en el baratillo posmodernista: saber y ser en las encrucijadas de una “historia mostrenca”», en Hernán Vidal (ed.), Treinta años de estudios literarios/culturales latinoamericanistas en Estados Unidos. Memorias, testimonios, reflexiones críticas, Pittsburg, IILI, 129-164.

Volpi, Jorge (2009): El insomnio de Bolívar, Barcelona, Debate.

Wood, Michael (2004), «Formas de ejecución», Letras Libres nº 181, enero 2004, 10-12.


Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0 International License.


Last updated July, 2015