Delaware Review of Latin American Studies
Issues
Vol. 11 No. 2 December 30, 2010


"Cosa magnífica y sangrienta": La crónica de José Martí sobre la "invasión" de Oklahoma.

Dr. Jorge Camacho
Department of Languages, Literatures and Cultures
University of South Carolina-Columbia
camachoj@mailbox.sc.edu



ABSTRACT

In April 1889, Martí wrote one of his most passionate chronicles on the indigenous question in the United States. That same year, the US government had opened for colonization a piece of land in the heart of the Indian territories (what is today Oklahoma) and Martí was there-–metaphorically speaking--to capture the moment in full color. He wrote his chronicle as if he were an “eye-witness” to this event, but in reality he never visited Oklahoma and wrote his article after reading several newspapers that spoke about the incident at the time. In this essay I highlight Martí’s use of certain rhetorical devices in this chronicle to allow for this shift in perception (from ‘eye-witness’ to ‘testimony’), while at the same time, explaining how he criticizes the US government and takes side with the Indians. His criticism of the US however, does not mean that he stops advocating for American citizenship for those that were willing to give up their lands and accept the Dawes Act territorial reform. This contradiction, I believe, is at the center of Martí’s understanding of the Indian question.

Keywords:  José Martí, Oklahoma, indigenous, United States, chronicles, assimilation, invasion, and eyewitness.


***********************“

Apenas tengo tiempo para salir a comprar pluma nueva, porque ésta se ha cansado de escribir, y para acabar una correspondencia sobre la invasión de pobladores en Oklahoma, cosa magnífica y sangrienta, que quiero dejar escrita antes de volverme a engolfar en las lecturas washingtonianas”
           
José Martí, en una de sus cartas privadas (OC XX, 204










Uno de los debates más importantes que conciernen al indígena norteamericano a finales del siglo XIX en los EEUU tiene que ver con la distribución de la tierra y el otorgamiento de la ciudadanía. Según las propuestas de “Los Amigos de los Indios”, una organización formada por antropólogos, abogados, maestros y activistas de los derechos de los nativos americanos en este país, el Estado debía sacarlos de las reservaciones y adoptar con ellos el mismo método que utilizó con los miles de inmigrantes irlandeses, polacos e italianos que llegaron al país en esa época: darles una parcela de tierra con el fin de hacerlos agricultores y que de esta forma se convirtieran en un individuo más de la Unión. En las palabras de Francis Paul Prucha, el objetivo de esta política era “americanizarlos” (6), convertir a los indígenas en trabajadores y agricultores guiados por la ética de la ganancia y el ahorro. En sus crónicas sobre la cuestión indígena, Martí se muestra de acuerdo con que se le entregue a cada indígena una parcela de tierra y aún más, que se le haga “ciudadano”. Al serlo, pensaba Martí y los reformadores, los indígenas tendrían los mismos derechos y deberes que los blancos, aunque en la práctica--como indicaban muchos--corrían el riesgo también de caer presa de sus vecinos blancos que eran más calculadores y tenían más experiencia ciudadana. Por esto, el debate entre hacerlos ciudadano o no, como dice Washburn, fue uno de los más intensos, y lo que hizo inclinar la balanza definitivamente hacia el lado positivo fue el veredicto que dio la Corte Suprema de los Estados Unidos en 1884 en el caso John Elk v. Charles Wilkins.

En este juicio, a Elk, quien era un indígena que se había separado de su tribu y vivía entre los blancos, se le negó el derecho al voto por la única razón de que no era un ciudadano de los Estados Unidos. Elk, sin embargo, reunía todas las demás calificaciones para votar y aunque la Corte Suprema rechazó su caso, dos jueces estuvieron a su favor, indicando que había en este país, “a despised and rejected class of persons, with no nationality whatever; who born in this country, owing no allegiance to any foreign power, and subject as residents of the States to all the burdens of the government, are yet not members of any political community nor entitled to any of the rights, privileges, or immunities of citizens of the United States” (cit. Washburn, 23). Martí quien seguramente estaba al tanto de esta controversia afirma en 1885, que “a muchas tribus se ha ofrecido aún más que la propiedad individual que no se les distribuye, y la escuela que no se les establece: se les ha ofrecido la ciudadanía” (OC X, 325). Con ella en el bolsillo, los indígenas finalmente serían parte integrante de la nación, y tendrían los mismos privilegios y responsabilidades bajo la ley. Ambas cosas llegaron en 1887 con la Ley Dawes cuando el gobierno dividió los terrenos comunales y les dio la ciudadanía a todas las tribus que aceptaron el trato.

Dos cosas me interesa resaltar. La primera es que, si bien la ciudadanía representaba una cuestión de derechos, esta también implicaba la homogenización del país y la desaparición de la vida indígena tal y como ellos la conocieron ya que, al aceptar ser ciudadanos, el indígena renunciaría a sus guerras, a su identidad, y a sus tierras. Ahora dejarían de ser una carga para el gobierno y se convertirían en seres productivos al modo que lo eran los campesinos norteamericanos. Algo distinto, sin embargo, ocurría en este sentido con los inmigrantes europeos, según Martí. A pesar de que los grupos pro-indigenistas se basaron en el modelo de asimilación que utilizó el gobierno con los miles de inmigrantes que llegaron de Europa, Martí fustiga en muchas de sus crónicas esta inmigración. Había que saber elegir bien los inmigrantes, razas y pueblos que eran compatibles con la forma de vida del norteamericano. De otro modo, pensaba, la mezcla sería desastrosa.  Por eso Martí miraba con recelo los grupos de inmigrantes que llegaban a las costas norteamericanas ya que, como dice Jacqueline Kayes, su concepto de unidad nacional implicaba una negación tajante de lo diferente (73). O para decirlo con las palabras de Ivan Schulman, Martí observa el “efecto disgregador de las minorías [étnicas] en la modernización de la sociedad del Norte” (57). Por estas razones halló contraproducente, por ejemplo, que los EEUU les abriera las puertas a miles de inmigrantes de Europa y se hizo eco en sus crónicas de los estereotipos raciales usualmente asociados a estos grupos. En uno de estos artículos, publicado en 1884, Martí lo titula “la inmigración inculta y sus peligros” (OC VIII, 377). El extranjero era un enemigo potencial de la nación, y por tanto, la única opción válida que quedaba al gobierno era “amansarlos”, convertir aquella masa inculta y disgregada en un cuerpo compacto y modélico para que así pudiera cumplir con los nuevos requerimientos de la sociedad. Este es el modelo teórico al que recurrirán los reformadores y el propio Martí para abordar la cuestión indígena, y un ejemplo es la aprobación de la ley Dawes. 

En las crónicas donde habla de la ley Dawes, aprobada por el Presidente James Cleveland el 8 de febrero de 1887, Martí reitera su confianza en el sistema de americanización del indígena y en el nuevo reparto de tierras. Como resultado de esta ley, muchas de las mejores tierras cultivables pasaron a manos de los colonos y el gobierno norteamericano logró eliminar las amenazas de sublevación y resistencia que había enfrentado durante años. Ahora las comunidades indígenas quedaban aisladas y reducidas y, como dice Emily Greenwald en Reconfiguring the Reservation, ya no tenían tampoco la barrera de protección que antes representaban las grandes extensiones de tierra entre ellos y los blancos, lo cual trajo consigo que las costumbres de los europeos se fueran adentrando cada vez más en sus comunidades y los indígenas fueran perdiendo sus lugares de adoración, sus antiguos ritos y sus costumbres. Greenwald llama a esto “control espacial” (150).

La estampida hacia los territorios de Oklahoma en abril de 1889 sacaría a relucir nuevamente esta controversia y mostraría hasta qué punto el gobierno estaba dispuesto a respetar sus tratados y podía mantener a los colonos blancos dentro de sus fronteras. En lo que sigue de este ensayo analizaré los hechos que llevaron a la colonización de Oklahoma en 1889, y las ideas de Martí en relación a los indígenas en este año. Los historiadores que han hablado de estos sucesos coinciden en que la “invasión” de los pobladores al centro de las reservaciones fue caótica y estuvo apoyada desde un inicio por los intereses de las empresas privadas que habían intentado por años hacerse de mejores terrenos (David Payne, William Couch). Y a pesar de que el presidente norteamericano Andrew Jackson, y otros antes que él, habían prometido que se respetarían los derechos de los indígenas sobre aquellas tierras, como afirma Stan Hoig en The Oklahoma Land Rush of 1889, después de terminada la Guerra Civil, los blancos estaban cada vez más deseosos de expandirse hacia el Oeste y con tales fines se propusieron numerosas leyes en el Congreso. Los líderes de las Naciones Civilizadas de estos territorios, dice Stan Hoig, resistieron por décadas este avance, pero fue uno de los mismos indígenas, el abogado Cherokee, Coronel Elias C Boudinot, quien dio a conocer que alrededor de dos millones de acres de tierra habían quedado sin asignación después de los tratados establecidos con las tribus indígenas en 1866, y que estas tierras estaban localizadas en el mismo corazón de los territorios nativos (3).

Elias Boudinot representaba los intereses ferroviarios y fueron estos intereses los que finalmente dieron al traste con las antiguas promesas. Después de muchas negociaciones y presiones por parte de los grupos interesados por poblar aquellos territorios, el gobierno norteamericano fijó la mañana del 22 de abril de 1889 para que cualquiera que quisiera hacerse de un pedazo de tierra entrara en Oklahoma y asentara allí su casa y su negocio. Esa mañana los periódicos de todo el país reportaron asombrados lo que sucedió y leían la noticia de cómo casi cuarenta mil jinetes entraron por diversos puntos y, en una carrera desaforada, asentaron casa y levantaron un pueblo. Martí, al igual que muchos periodistas, estuvo al tanto de aquel suceso y le dedicó la última parte de una de sus crónicas más memorables. Pero, antes de hablar de esta “invasión”, Martí hace un recorrido por la ciudad de New York donde describe un incendio de proporciones catastróficas, y gentes que se divertían y celebraban el Domingo de Pascuas. “Y a esa misma hora,” afirma el cubano “en las llanuras desiertas, los colonos ávidos de la tierra india, esperando el mediodía del lunes, para invadir la nueva Canaán, la morada antigua del pobre seminole, el país de la leche y de la miel, limpian sus rifles, oran o alborotan” (OC XII, 205).

A través de esta antítesis Martí conecta, pues, la fiesta en New York con los sucesos de Oklahoma, los vestidos de la gente rica con aquellos jinetes que tienen lo indispensable para sobrevivir y están dispuestos a todo por un pedazo de tierra.  Al igual que ocurre en sus otras crónicas sobre la ciudad, Martí detalla los acontecimientos que ocurren en Oklahoma como si estuviera viéndolos desde una atalaya o un punto lejano en el horizonte, a pesar, repito, de que nunca estuvo allí y no sabemos a ciencia cierta si fue testigo de muchos acontecimientos que narra en sus crónicas de New York. Desde su atalaya en el desierto, Martí describe “leguas de carros” y “turbas de jinetes” que se dirigen a los territorios que el gobierno había abierto a la colonización. Ese distanciamiento de las “turbas” se corresponde con la posición moral que asume el cubano cuando critica la llegada de los jinetes:

Ya campea el blanco invasor en la tierra que se quedó como sin alma cuando murió en su traje de pelear y con el cuchillo sobre el pecho el que no “tuvo corazón para matar como a oso o como a lobo al blanco que como a oso y lobo se le vino encima, con amistad en una mano y una culebra en la otra” el Osseola del cinturón de cuentas y el gorro de tres plumas, que se los puso por su mano en la hora de morir, después de pintarse media cara de rojo y de desenvainar el cuchillo. (OC XII, 206)

La mención en este fragmento al cacique Seminole Osceola necesita ser subrayada ya que, para Martí, la muerte del guerrero había dejado la tierra “sin alma”, y esto explicaba retrospectivamente las otras pérdidas que habían sufrido los indígenas. La historia de este cacique es una de las tantas que se recogen de la Segunda Guerra Seminole (1835-1842) cuando, después que España le vendió la Florida a los Estados Unidos, el gobierno norteamericano se propuso sacar a los seminoles de aquellos terrenos y enviarlos a lo que es hoy Oklahoma. Algunos jefes aceptaron, pero Osceola se opuso al traslado y combatió al gobierno hasta que cayó prisionero. Estando en la cárcel, Osceola contrajo una grave enfermedad, y sabiéndose pronto a morir, se vistió como correspondía a un cacique indio, desenvainó su cuchillo, se pintó el rostro, como dice Martí, y convocó a sus jefes, mujeres e hijos para que lo acompañaran (Burnett 129).

Martí seguramente conocía esta historia por las numerosas narraciones que aparecieron en la época sobre la vida de Osceola. Walt Whitman fue uno de ellos. El otro fue el pintor George Catlin quien hizo un retrato suyo al natural que todavía hoy se utiliza para ilustrar los libros que hablan de él. Al hacer esta breve descripción de Osceola con “cinturón de cuentas y el gorro de tres plumas”, Martí pudo tener en mente el retrato de Catlin, u alguna de sus litografías, y pudo recordar además el poema de Whitman que recrea el momento de su muerte al igual que lo hace Martí. Decía Whitman en Leaves of grass:  [Osceola] “Painted half his face and neck, his wrists and back hands / Put the scalp-nife carefully on his belt” [Se pintó la mitad de la cara y el cuello, sus muñecas y el dorso de sus manos / Puso el cuchillo de arrancar cabelleras cuidadosamente en su cinturón] (417). ¿Por qué entonces Martí incluye este retrato del guerrero en su crónica si, como sabemos, su muerte había ocurrido más de sesenta años antes?

La respuesta es simple: Martí quería darle al acontecimiento una interpretación política y condenar con ello al gobierno norteamericano. Con tal fin, reconstruye los últimos momentos de su vida y crea una imagen lo suficientemente sólida y trágica del héroe como para oponerlo a los colonos que llegaban a sus territorios borrachos y sedientos de tierras. Su superioridad se evidencia en su espíritu de rebeldía y en el hecho de que el cacique no quiso hacer lo mismo que hicieron los blancos con su gente. No quiso matarlos como a un animal, a pesar de que ellos “como a oso y lobo se le vino encima”. Al decir esto, Martí deja implícito que Osceola era diferente a los soldados blancos, y que sus hombres no habían perdido la guerra por la superioridad de sus oponentes, sino porque habían preferido perdonarlos, porque “no tuv[ieron] corazón” para responder con igual violencia. Con esto deja al descubierto nuevamente el carácter feroz de sus enemigos, quienes persiguen a los indígenas como si fueran una presa y a su vez los convierten a ellos en animales. Esta “animalización” de los enemigos ilustra nuevamente el modo en que Martí toma partido por los otros, y critica al gobierno y la campaña militar hacia el Oeste. Por otro lado, la comparación de los enemigos con fieras hambrientas es común hallarla en la literatura crítica de la conquista. Aparece en los libros del fraile Bartolomé de las Casas, sobre el que Martí escribió ese mismo año una crónica para La Edad de Oro, y en las ilustraciones famosas de Theodore de Bry donde se ve a los españoles utilizando perros de presa para castigar a los indígenas.1 En uno de sus poemas, basado en una historia que Martí seguramente tomó del libro de su amigo, el etnógrafo venezolano Arístides Rojas, ya está presente esta deshumanización de los conquistadores. Cuenta Rojas en Estudios indígenas (1878), que al cacique mariche Tamanaco, después de ser capturado, los soldados españoles le ofrecieron luchar con un perro de presa a cambio de su vida y Tamanaco aceptó. Pero el perro terminó degollándolo (51). Martí recrea este episodio en su poema: “Tamanaco, de plumas coronado” (PC II, 135), el cual aparece en el cuaderno de apuntes número cuatro, escrito entre 1878 y 1880. Allí dice:

Tamanaco, de plumas coronado
Está en mitad del rústico vallado
Tras cañas y maderas,
En forma de hombres se levantan fieras
Con cabeza y con pecho y pies de hierro.
Las cañas rompen: salta al circo un perro.  (PC II, 135)

El poema recrea entonces un hecho real: la utilización de perros de presa para cazar y divertirse los soldados españoles. En su libro, Arístides Rojas critica esta costumbre y exclama: “¡Resucitar los horrores del Circo Romano en la plenitud del cristianismo, a los quince siglos de haber derribado la Cruz los ídolos del Capitolio!” (44). De modo que Martí seguramente encontró este relato en el libro de su amigo y lo convirtió en poema. Con la única diferencia de que Martí le imprime un sentido de actualidad a la historia al afirmar al final de estos versos que en “el cuerpo del indio aún muerde el perro.” Ya para esta fecha Martí critica por tanto el maltrato al que había estado sometido el indígena históricamente, y ve su situación en las repúblicas americanas como una extensión del proceso de colonización.  Dice en la estrofa final:

En la sangre del indio derribado
El hondo hocico el perro ha sepultado:
Y aún resuena en la tierra americana
El golpe vago de la infiel macana;
Y en el cuerpo del indio aún muerde el perro.  (PC II, 135)

En el fragmento que Martí le dedica a Osceola y la animalización de los norteamericanos el objetivo es demostrar, una vez más, la bondad de los indios y la perversidad de los blancos. De ahí que los llame “blanco invasor”. Para él no era tan importante que esta tierra ya no perteneciera a ninguna de las tribus originarias, sino el hecho de que en algún momento lo fue, y la “invasión” era otro capítulo del trato deshonesto que les había dado el gobierno a los indígenas durante tantos años. Por esto, dice Martí, esta tierra era en un inicio de los seminoles y estos se la habían vendido al “Padre Grande” de Washington para que vinieran a vivirla otros indios o negros, y el gobierno las estaba cediendo ahora a cualquiera que las quisiera. El resultado: “ni indios ni negros la vivieron nunca, sino los ganaderos que tenían cercas por allá . . . y los colonos que la querían para sembrados y habitación” (OC XII, 206). Ese cambio de contrato y el hecho de que los colonos se abalanzaran sobre aquellos territorios armados y en son de guerra, le permite a Martí compararlos con una ocupación militar.

¿Pero fue realmente una “invasión’? En términos legales no lo era ya que el mismo Presidente había dado la orden para que los pobladores entraran en aquellos territorios y escogieran su pedazo de tierra. No obstante, Martí se pone del lado de los indígenas cuando conecta lo que sucedió en la primera mitad del siglo XIX en la Florida, con los sucesos de Oklahoma en 1889. Y al hacerlo, trae a colación una historia de despojo y le obliga al lector a pensar ambos sucesos a un mismo tiempo. Los cronistas que hablaron de este hecho en los EEUU optaron, sin embargo, por describirlo con una frase menos agresiva y políticamente neutra: “rush”. William Willard Howard en un artículo publicado en el Harper's Weekly ese mismo año, lo titula: “the rush to Oklahoma”, que traducido al español sería algo así como “la carrera hacia Oklahoma”. La cuestión está en que no hay una palabra exacta en español para dar el sentido que tiene esta frase en inglés. Hay adjetivos como prisa o apuro y verbos que pueden derivarse de ambos, pero no existe un sustantivo que traduzca literalmente su significado. La forma en que se traduce “gold rush”, por ejemplo, al español es “fiebre del oro” y al menos el periódico The World, usó esta frase para hablar de “Oklahoma fever” [la fiebre de Oklahoma]. Si fuéramos por tanto a utilizar este término para describir lo que sucedió el 22 de abril de 1889, tendríamos que traducir “land rush” como “la fiebre de tierra”, una frase con la que lograríamos dar la idea de avaricia, desesperación y tumulto que caracterizó este suceso.

Pero al utilizar las palabras “invasión”, “invasores” y “ocupación” en su crónica, Martí le da a la movida una fuerte connotación de ilegalidad y ubica este acontecimiento en la narrativa de despojo y acometimiento que llevó a cabo el gobierno norteamericano por un siglo, como dijera Helen Hunt Jackson. Por tanto no es la primera vez que Martí utiliza estas palabras para referirse a la expansión de los blancos al Oeste. Antes había hablado de “conquista” y acometida en su crónica sobre Bufallo Bill, y ahora obliga al lector a reconocer una vez más los antiguos territorios indígenas como una nación independiente. ¿Prefiguraría algo similar para el caso de Hispanoamérica? ¿Sería la “invasión” de los territorios indígenas un adelanto de lo que Martí temía que ocurriera en Cuba?

Llama la atención que Martí solamente se refiere a los indígenas al inicio de esta parte de la crónica, la más extensa, y lo hace sólo para señalar la injusticia que cometía el gobierno al repartir estos terrenos. El resto lo dedica a hablar de los diferentes tipos de colonos que entraron en aquellos territorios, “gente de ojo turbio y dañino”-–como dice--(OC XII, 206), gente “adementada” y mujeres varoniles que vienen solas con sus rifles a sacar provecho de la situación. Algo nos debe decir esta focalización en los “invasores” y la forma en que Martí narra estos acontecimientos, especialmente si tenemos en cuenta la primera parte de esta crónica donde critica las diferencias y las tensiones raciales en New York.

Martí comienza su narración el día anterior a la fecha de partida. Pasa de las fiestas por el Domingo de Pascuas a describirnos la situación legal de los terrenos en Oklahoma y la gente que iba llegando a los pueblos vecinos para esperar la arrancada. En esta primera parte Martí va sembrando ideas que luego desarrollará cuando describa el momento caótico del comienzo, y entre estas ideas resalta una en particular: el temor de que algunos pobladores se hubieran adelantado y apropiado de los mejores terrenos. Estos eran los llamados “early boomers” en inglés, los que primero llegaron y fundaron el pueblo. Martí introduce este temor a través de una frase impersonal “dicen por las cercanías que entran muchos delegados, que el ferrocarril está escondiendo gente en los matorrales” (OC XII, 207). El verbo “decir”, en presente, como si no se supiera quien lo dijo o fuera un simple rumor que el cronista escuchó, introduce el suspenso en esta parte de la crónica y crea una expectativa en el lector que poco después se hará realidad, cuando nos enteramos, cuatro páginas más tarde, que en efecto, a pesar de la prohibición del gobierno, algunos colonos habían entrado antes que el resto y habían tomado posesión de los mejores terrenos. Afirma el cubano entonces: “Corre el grito de traición, ¡la tropa ha engañado! ¡La tropa ha permitido que se escondiesen sus amigos en los matorrales! ¡Estos son los delegados del Juez, que no pueden tomar tierras, y la han tomado!” (OC XII, 211).
Harper's Weeklu

En términos literarios, entonces, Martí está utilizando aquí una prolepsis, un recurso en que un evento futuro se anuncia de forma anticipada en la narración, y al confirmarlo más tarde satisface la curiosidad de los lectores y lo convierte en una profecía ya anunciada. Este recurso literario utilizado por él para atrapar la atención del lector nos indica que no podemos leer sus crónicas como si fueran simples descripciones realistas.  Martí ficcionaliza la “invasión” y, al hacerlo, subordina la objetividad a su agenda política, convirtiendo esta narración en una alegoría moral. Esa mirada que recrea este suceso a partir de la sorpresa, lo inusual, y lo diferente es lo que lleva a Martí en la carta a su amigo Estrázulas a llamarlo “cosa magnífica y sangrienta” (OC XX, 204). “Magnífico” porque, en efecto, la crónica que estaba escribiendo podía leerse como una auténtica narración de aventuras, como el cuento de un espectáculo tan colorido como el de Buffalo Bill. Y “sangriento” porque aquellos hombres y mujeres iban resueltos a cualquier cosa y, de hecho, Martí cuenta escenas de sangre que sucedieron en aquellos días que justifican su caracterización y su rechazo de estas turbas de jinetes. En tal sentido, Martí, al igual que otros escritores románticos y decadentistas, estaría estetizando el crimen al convertir un hecho aparentemente terrible en una crónica pintoresca, llena de atractivo literario. Su filiación en tal sentido sería con la forma en que Thomas de Quincey veía la ciudad, los crimenes y los incendios en  Del asesinato considerado como una de las bellas artes (1827).

Pero si aceptamos que en esta parte de la crónica el propósito fundamental de Martí es criticar al gobierno norteamericano por incumplir los tratados, tenemos que admitir también que él no sólo busca crear placer con este texto, sino que impone su propia visión de los sucesos y al hacerlo carga sus palabras con un fuerte contenido ético. Convierte el evento en una “invasión” y se empeña en demonizar a los pobladores, a quienes describe como gente “adementada” y violenta, gente “de ojo turbio y dañino”, que venía en “turbas” a buscar un pedazo de la tierra que no era de ellos. Junto con esto, Martí destapa la supuesta corrupción de las autoridades y subraya, además, los intereses de los empresarios y ganaderos detrás de esta ley. Nadie se escapa de sus críticas, ni los soldados, ni el Juez de Paz, ni el gobierno. A todos los niveles, piensa Martí, se actúa de forma indebida y contra los intereses de los indios.

De modo que si Martí se identifica con alguien en esta crónica es con los indígenas, y es por esto que deberíamos leerla como una especie de “testimonio” de lo que significó para ellos la “invasión”. Dos de las características principales del testimonio son que siempre hay un testigo (quien habla) y hay un hecho injusto cometido contra él o contra ellos que éste comparte con una audiencia. El testigo siente el deber de decir su verdad, de contar el suceso según él lo vivió, y aunque Martí no cumple esta primera condición, la empatía que establece a través de esta crónica con los indígenas amerita que se piense de esta forma. De hecho, si bien Martí no fue un testigo ocular de estas escenas porque nunca visitó Oklahoma, escribe como si lo fuera, y hasta cierto punto tiene razón, ya que vive y escribe en los Estados Unidos y su experiencia de vivir por tantos años en las “entrañas” del “monstruo” (OC IV, 168)  lo acreditaba para decir su “verdad” sobre Norteamérica (OC XXVIII, 290). Más tarde, en su famoso ensayo “Nuestra América”, diría que los EEUU “ahoga en sangre a sus indios” (OC VI, 16). Por este motivo, muchas de sus crónicas y algunos de sus poemas más emblemáticos serían compatibles con esta definición del testimonio.

Piénsese, por ejemplo, en sus Versos sencillos (1891) donde Martí relata varias escenas de violencia contra los esclavos y los partidarios de la independencia que vivió en carne propia. En estas narraciones se establece una relación peculiar con el pasado. Martí recurre a la memoria y reescribe la historia no ya desde los recuerdos de la adolescencia o de la infancia cuando vivió estos sucesos. Lo hace más bien desde la consciencia del adulto que quiere dejar por escrito sus memorias, sacarlas de adentro como si fueran sus versos. En tales casos la voz poética o narrativa sí cumpliría con todos los requerimientos del testigo ya que, como dice John Durham Peters en “Witnessing”, el acto de contemplar y ser testigo de algo ha implicado, desde los tiempos más remotos, poner el cuerpo de por medio, ser “mártir”, enseñar las heridas que avalan las palabras, en otras palabras, contar “toda” la historia. “To witness is to wish that the record of the past were more whole, and to grasp this lesson now is to live vigilantly” (722).  Por este motivo, esa actitud vigilante (tan típica del liberalismo, el existencialismo y la teología cristiana, como dice Peters), no aparece únicamente en sus recuerdos políticos (“El presidio político en Cuba” y Versos sencillos), aparece también en crónicas como esta donde habla de Oklahoma. En ambos casos las palabras del testigo están impregnadas de un fuerte contenido ético, algo típico de la forma en que Bartolomé de las Casas cuenta la historia en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552). Al igual que Las Casas, Martí usa la categoría del testigo ocular para contar los destrozos que hicieron los españoles en las Indias y darle una ilusión de veracidad al texto. Pero como hemos visto en esta crónica y demuestran los mismos escritos de Las Casas, ninguno de los dos cumple al pie de la letra con este postulado. En ambos esta categoría es más flexible y menos auto-referencial que la que Andrea Frisch en The invention of the eyewitness llama “epistemic witnessing” (21). Por todos estos motivos Martí no tenía que estar físicamente presente en Oklahoma para estar con los indígenas. No tenía que ir tan lejos para estar vigilante y alerta. Lo estaba desde el punto de vista ético, sicológico y espiritual. No obstante, esta forma de contar los acontecimientos de una forma tan “viva”, sí nos lleva a pensar que Martí manipula al lector en su crónica, y por esto, como decía Jo Ann Harrison Boydston, “al leer las palabras vivas de la descripción de Martí, casi no se puede creer que no estaba allí, que no había visto esa gente y esa tierra” (196).

En  su artículo “José Martí en Oklahoma”,  Boydston compara la descripción que hace el cubano con las que aparecieron en otros periódicos y llega a la conclusión de que ninguna rivalizaba con la suya “en viveza, en poder descriptivo, e interés” a pesar de que el cubano sólo utilizó “datos concretos” que aparecieron en los periódicos para escribir su artículo (190). Sus fuentes principales fueron, dice Boydston, los reportajes del Sun, el Times y The World. Al igual que hacen el primero y el último, Martí siempre sigue en su narración el trayecto de los jinetes que salían de Arkansas rumbo a Guthrie, Oklahoma. Asimismo, la descripción de los delegados del Juez de Paz que llegaron a escondidas y se apropiaron ilegalmente de la tierra, Martí la sacó del Times, y las referencias a las mujeres vaqueras la obtuvo de un artículo publicado en The World.

Y en efecto, el 15 de abril de 1889, unos días antes de la fecha indicada para entrar en Oklahoma, el diario The World publicó un artículo en primera plana titulado “Pretty Pioneers, These”. En él se cuenta la historia de varias mujeres que se preparaban para entrar solas en Oklahoma. Ellas eran Nellie Bruce, Nanitta Daisy, Mrs Denisson, Poly Young y Aunty Cloe. Con relación a Nellie Bruce, el artículo dice que era la hija de un viejo colono de quien contrajo “la fiebre de Oklahoma”; que había quedado en reunirse con ella cerca de la ciudad y con tal propósito había construido una bonita casa de madera. “But the day before her arrival, the Indian scouts discovered and burned it” Con lágrimas en los ojos, sigue diciendo el periódico, el padre recibió Nellie Bruce, pero la mujer con “a true Western grit” [con verdaderas agallas de vaquera] se puso inmediatamente a cavar una guarida en el medio del monte. Al padre lo encontraron y lo echaron del lugar, pero ella permaneció allí durante meses, escondida, con sus pollos.

The World


En su artículo, Martí, quien durante toda su estancia en los Estados Unidos estuvo muy interesado en lo que llamaban en la época “mujeres demasiado varoniles”, sigue esta historia y menciona datos de la vida de estas mujeres. Cuando narra la vida de Nellie Bruce afirma que las mujeres vinieron a Oklahoma “a vivir en su monte, como Nellie Bruce, que se quedó sola con sus pollos entre los árboles, cuando le echaron al padre los soldados, y le quemaron la casa que el padre le hizo para que enseñara escuela” (OC XII, 209). Pero en su narración de este suceso, Martí introduce cambios que no aparecen en la versión original y uno de ellos es que los “soldados” no fueron los que la descubrieron y le quemaron la casa al padre sino los indios. El otro es que el padre no había construido una escuela para que Nellie Bruce enseñara, sino una casa. ¿Por qué Martí agrega o cambia la historia? Podríamos pensar que fue por descuido. Sin embargo, el hecho de que Martí dice que fueron los soldados y no la avanzadilla india los que quemaron la escuela, encaja perfectamente con la imagen de rectitud y violencia del gobierno y los soldados blancos que desarrolla en esta crónica y evita, por otra parte, poner a los indios como gente agresiva.

En resumen. En la crónica donde habla de la “invasión” a Oklahoma, Martí narrativiza el momento en que entraron los colonos norteamericanos a estos territorios, y al hacerlo crea un drama tan magnífico y caótico como muchos de los que aparecen en sus escenas norteamericanas. La violencia de estos jinetes contrasta con las fiestas callejeras por el Domingo de Pascuas en New York. Vienen a ocupar un territorio que no era de ellos, y ese acto de “agresión” le permite a Martí hacer de las turbas de jinetes y los hombres desesperados un espectáculo de emociones. En la ciudad esa muchedumbre es la que se arremolinaba detrás del patíbulo para ver morir a los anarquistas, o la que gritaba fuera de la corte esperando una sentencia para el asesino del Presidente James A. Gardfield. En todo caso, era la multitud la que actuaba aquel drama y el cronista quien la observaba. Por eso las “escenas” norteamericanas de Martí no podían tener mejor nombre, ya que los Estados Unidos eran el “gran teatro” donde el cubano desarrollaba estas visiones de caos y violencia con un gran lirismo estético. En el fondo, como muestra la carta que le escribió a Estrázulas, Martí disfrutaba tanto de estas escenas como les temía o rechazaba. Le atraían la emotividad de los acontecimientos épicos y violentos que movían la historia, pero ese acercamiento tenía un límite y, como ocurre en esta crónica, era una forma de  criticar la política de los Estados Unidos. Esto no quita, sin embargo, que aún en esta época Martí siga pensando que la adopción de la ciudadanía norteamericana era la mejor forma que tenían los indígenas para progresar y salir de la situación en la que estaban, o que estuviera a favor de la Ley Dawes que terminó destruyendo sus comunidades. En su descripción de la “invasión” a Oklahoma, Martí defiende su causa y ve injusto que el gobierno dividiera estos terrenos entre los colonos blancos.

Notas

1. Me refiero a este tema en otro lugar. Véase “Meta-historia y ficción en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas.” Hispanófila 134 (2002): 37-47. Volver.

Obras citadas

Burnett, Gene M. Florida’s Past. People and Events that Shaped the State. vol. 1. Englewood: Pineapple Press, 1991.

Camacho, Jorge. “Meta-historia y ficción en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas.” Hispanófila 134 (2002): 37-47.

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Last updated December 30, 2010