Delaware Review of Latin American Studies
Issues
Vol. 11 No. 1 June 30, 2010


Cabeza colosal: La raza y la guerra de escrituras en Colibrí de Severo Sarduy

Dr. Juan Pablo Rivera
Department of World Languages
Westfield State College
drjprivera@gmail.com



ABSTRACT

La figura del luchador en Colibrí encarna el cuestionamiento de los orígenes que recorre la obra entera de Sarduy. Lo hace al ser emblema de un origen dudoso y múltiple: (1) el del "luchador" representado en uno de los artefactos mejor logrados del repertorio cultural olmeca y (2) el de los famosos luchadores que discute Roland Barthes en su conocida Mythologies. El proceso de blanqueamiento que atraviesa Colibrí a través del relato no es sino la encarnación o manifestación física de una tensión entre dos tradiciones de escritura: las dudosas raíces de los olmecas en Mesoamérica (la arqueología mesoamericana)  y el rastro de la escritura bartheana.


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The virtue of all-in wrestling is that it is the spectacle of excess.1

Roland Barthes, Mythologies

El título del primer capítulo de la novela Colibrí, del autor cubano Severo Sarduy, nos pone frente a una representación monumental que cae sobre la página con el peso originario de los ancestros: una cabeza colosal olmeca2. La imagen colosal regresa en varios momentos del relato para marcar el lugar primigenio de la jungla, las profundidades selváticas. Este adjetivo, “colosal,” retrata de entrada la transposición de un vocabulario Occidental al terreno latinoamericano, pues sugiere continuidades falsas entre los colosos de la antigüedad clásica y las representaciones amerindias.

Aludiendo al caso de los divinos colosos en la antigüedad griega, el narrador le asigna a la cabeza olmeca un valor metafísico y fálico como “el centro a partir del cual todo se nombra, todo se orienta” (144). La cualidad “espermática” de la cabeza abre un juego de significados. La cabeza colosal remite a la cabeza fálica, a la cabeza del pene como uno de los significados del concepto “falo.” Pero esta cabeza también tiene una materialidad textual considerable y recurrente en la novela, más acá de cualquier teorización metafísica. Hacia el final de ese primer capítulo, el narrador describe el encuentro del protagonista con el artefacto:

Sí: era un ojo esculpido, de pupila redonda y plana como un disco, inclinado hacia abajo por la comisura externa, oriental lánguido; los tirones sucesivos dejaron al descubierto el otro. Apareció luego la nariz, achatada y muy ancha, de fosas tan dilatadas que en ellas le cabía el puño. La boca era enorme, entreabierta y carnosa; el borde de los labios dibujado y saliente.  La cabeza colosal lo miró entonces, con la mirada mate de un animal, o la de un ciego, desde el fondo de la memoria o de la piedra (37).

Al catalogar los rasgos estilísticos de la cabeza, el narrador asegura que la escultura tiene ojos de “oriental lánguido,” pero también “la nariz, achatada y muy ancha” con labios salientes. El “sí” enclítico que abre este párrafo resuena en el “plumas, sí,” que abre la descripción del travestí en De donde son los cantantes. De forma similar, las tres características fisiológicas de la cabeza olmeca la atan a una de las propuestas sobre la cual el autor insiste en su nota final en De donde son los cantantes: “Tres culturas se han superpuesto para constituir la cubana—española, africana y china” (Sarduy, Cantantes 235). La cabeza colosal olmeca, con su percibida hibridez racial, lleva esta propuesta de Sarduy hasta los orígenes de las civilizaciones mesoamericanas. Sugiere que en América, no sólo en Cuba, coexistieron varias razas desde antes de que el continente fuera propiamente América. El influjo español tan sólo habría añadido una capa a lo que ya se encontraba allí. Bajo este nuevo paradigma racial, la conquista de América no sería, entonces, el momento en que cuaja una identidad híbrida nueva y mejorada, sino tan sólo un momento en la formación de poblaciones que eran híbridas desde antes.

En este ensayo propongo que la figura del luchador en Colibrí encarna el cuestionamiento de los orígenes que recorre la obra entera de Sarduy. Lo hace al ser, en sí mismo, emblema de un origen dudoso y múltiple: por un lado, el del "luchador" representado en uno de los artefactos mejor logrados del repertorio cultural olmeca y, por otro lado, el de los famosos luchadores que discute Roland Barthes en su conocida Mythologies. El proceso de blanqueamiento que atraviesa Colibrí a través del relato no es sino la encarnación o manifestación física de una tensión entre dos tradiciones de escritura: las dudosas raíces de los olmecas en Mesoamérica (la arqueología mesoamericana)  y el rastro de la escritura bartheana.

Emilio Bejel ha escrito que "Colibrí is a text that aspires to radically dismantle the traditional subjectivity of identity" (136)3. Bird, por su parte, escribe que "as Sarduy will go on to plasticize the gender of human beings, so he begins by plasticizing their nomic labels4." El presente ensayo pretende añadir que la raza (y no sólo la etnia y no sólo el género sexual), fenómeno poco estudiado en la bibliografía crítica de la obra de Sarduy, es uno de los focos de la desmantelación de la identidad de la que habla Bejel. ¿Cómo existe en Colibrí una continuidad entre el proceso de blanqueamiento que atraviesa el protagonista y la sostenida hibridación del texto? ¿Cómo logra Sarduy conectar los universos aparentemente inconexos del arte mesoamericano y la teoría estructuralista, desmantelando así nuestros presupuestos raciales?

Ancestros 

La cita extensa de arriba, en la que Sarduy hace que el lector se tope de repente con una cabeza colosal olmeca, resalta las asociaciones del artefacto con lo ancestral, "el fondo de la memoria." Filer lo identifica correctamente como un símbolo fundacional y como fuente original de la propia identidad de Colibrí (16). Esta misma cualidad originaria recurre en casi toda descripción introductoria de los olmecas. La de Jacques Soustelle, de entrada, brilla por su retórica genésica: “[. . .] a civilization totally unknown to us has emerged, with its compelling evidence and its mysteries, with its style and its gods, forcing us to recognize it as being the earliest of all those that man has built on the American continent, and perhaps as the mother civilization’ of the New World” (1)5. Soustelle identifica esta nueva civilización no como muerta, sino como sujetos que “emergen” ellos mismos y que nos “han forzado” a revisar nuestras posturas epistemológicas. Ese “forzarnos a” envuelve una pizca de violencia característica de los debates revisionistas en torno a la arqueología mesoamericana, que llegaron a incluir la posibilidad de que los olmecas fueran emigrantes etíopes, precursores de los mayas6. Desde aquí el arqueólogo le otorga a los olmecas y al descubrimiento de éstos una capacidad que ellos mismos, desaparecidos, no tienen. Soustelle los acomoda en una genealogía de los pueblos, al insistir en llamar a los olmecas la madre de las civilizaciones del Nuevo Mundo.

El impulso ordenador de Soustelle, con el que Sarduy juega, es el impulso tras una concepción hegeliana de la historia, donde los conflictos del Espíritu consigo mismo dan paso a una teleología en que cada escalón sería superior al anterior, pero remitiendo siempre a un momento originario e impoluto, lo que Soustelle llama una civilización “madre”7. Sarduy, por su parte, no parece decidirse frente al debate sobre el origen étnico de los olmecas entre etíopes y amerindios: les da tanto ojos rasgados como labios gruesos.

Mary Miller, en una más reciente introducción al arte de mesoamérica, señala una cantidad de datos sobre los olmecas que deben haber sido irresistibles para Sarduy, ya que coinciden con su elaboración del neobarroco latinoamericano. La autora señala, en primer lugar, que el término “olmeca” es una entelequia derivada del “Olmeca-Xicalanca, the name of the successful Gulf Coast traders of the Conquest-era, rather than the Mixe or Zoque speakers that most linguists believe began to establish a formal order of artistic expression back at the hazy origins of Mesoamerican civilization. The ethnic identity of Olmec civilization itself remains unknown” (17)8. Su etnia se desconoce, su grupo lingüistico aún se disputa, y su nombre actual, “olmeca,” es una simulación, así como la entiende Sarduy con respecto a la palabra “anamorfosis” que “aunque utiliza dos raíces griegas reales, parte de una etimología ficticia: de una simulación” (Simulación 1280). El término “olmeca,” cuya traducción se conoce, pero cuyo origen los lingüistas debaten, también parte de una etimología ficticia. Como los olmecas, Colibrí aparenta ser racialmente híbrido, “por supuesto, rubio. Pero cuando digo rubio tienes que visualizar un pelo inmenso y engrifado, resplandeciente, albino más que rubio, abriéndose en cámara lenta y en volutas encadenadas” (13-14). El albinismo de Colibrí, así como su pelo rubio, le añaden a la paleta étnica de la selva su tercer componente, el europeo.

Pero, ¿por qué, en la cita anterior, este “por supuesto”? ¿Por qué esta interpelación imperativa al lector, este “tienes que imaginar,” en segunda persona? Este podría ser un “por supuesto” irónico, empleado para burlarse o escaparse de las expectativas de nosotros los lectores, que quizás no esperaríamos encontrar un albino en una casona de la selva sudamericana, a donde Colibrí llega para dedicarse a la caza. Tan pronto llega, sin embargo, ocurre que el cazado será él, objeto de las persecuciones de La Regente, madama asexuada y monolítica de la casona, quien, durante toda la novela,  se dedica a ordenarle a sus secuaces que persigan a Colibrí9. El objetivo de La Regente es convertirlo en la estrella de las luchas grecorromanas que se dan entre jóvenes guapos en la Casona, financiada por viejetes obesos, “ballenas blancas” que llegan con sus petrodólares a observar el espectáculo y acostarse con los jovencitos.

El propósito de aquel “por supuesto,” que se encuentra tan cercano al comienzo de la novela, me parece más que irónico. Para un lector familiarizado con la obra de Sarduy (Colibrí fue su penúltima novela), este “por supuesto” nada tiene de irónico. Este es el “por supuesto” del inside joke, del chiste entre entendidos, el que señala la posibilidad de encontrar, en estilo netamente sarduyano, a un rubio grifo en medio de la selva. Este tipo de chiste bastante pedante, permite que González Echevarría afirme, con razón, lo siguiente: “Colibrí decanta no sólo figuras de lo hispanoamericano, sino también de lo ya conscientemente asumido como sarduyano” (229).

El cabello de Colibrí, “inmenso y engrifado,” va más allá del ridículo, se desproporciona en “volutas.” Suya es la verdadera cabeza colosal, híbrida como las de los olmecas, monumental. Además, Colibrí es políglota, de procedencia desconocida, pues llega a la casona cargando consigo “un grano de jade y varias monedas remotas” (13) y cantando “en un dialecto forestal ronco, pródigo en vocales.” Esta multiplicidad de vocales refuerza el tono originario del “dialecto forestal,” si entendemos la vocal como el fonema primario, fundacional e indivisible en la lingüística estructuralista. En cuanto al grano de jade que Colibrí parece cargar en su boca a través de toda la novela, vale notar un comentario de Mary Miller: “the hardest rock commonly found in the Mesoamerican world, jade found its keenest masters among the Olmecs” (29)10. En la boca, una de sus intimidades corporales, Colibrí carga el artefacto que lo relaciona al tercer elemento racial, el amerindio, que no parece encontrarse ya señalado en su cuerpo blanco, con su cabello rubio, pero grifo.

La persecución de Colibrí por parte de las “ballenas,” “los cetáceos,” “las moby dicks,” contribuye al binario gravedad/ligereza que articula toda la novela. En Cuba, como sabemos, “pájaro” es argot para “homosexual.” Pero Colibrí, como colibrí, va más allá de ser cualquier pájaro: es el pájaro por antonomasia, el pájaro de los pájaros, el más liviano y el que más vuela. Colibrí, como colibrí, cae al estarse quieto, al cesar su aleteo11. Su detenimiento mismo depende del vuelo, de esta hiperactividad irrefrenable que evoca las idas y venidas de Colibrí en la novela, pero también las idas y venidas del deseo, de estas moby dicks cuyo apodo en inglés retrata dos temas en la trama: el desplazamiento y el sexo, el desplazamiento del sexo y, por ende, el deslizamiento del goce.

Las ballenas blancas, ¿por qué no?, aluden a otra ballena célebre, negra, de la literatura cubana de la revolución: Estrella en el cabaret de Tres Tristes Tigres. Sin embargo, con su falta de carácter, su vaivén entre ciudad y campo, sus encuentros con lo grotesco, Colibrí se aproxima más a ese “héroe sin ningún carácter,” Macunaíma, en la novela selvática de Mario de Andrade. Contrario a Macunaíma, hedonista heterosexual en búsqueda del collar divino, Colibrí se erige ante el peso de los viejos libidinosos como lo que podríamos llamar "el maricón de maricones," la encarnación de un ethos (o del Espíritu) homosexual acrónico e ilocalizable, como la trama de la novela misma que ocurre en una selva heterotópica.

Pajareo

Desde el comienzo, Colibrí enfatiza la multiplicidad del ego, lo pasajero del sujeto, repetido en las múltiples huídas y vueltas de Colibrí a la Casona. Tras el título tan pesado del capítulo, todo en mayúsculas, “CABEZA COLOSAL OLMECA,” la primera frase acentúa la liviandad, el escape repetido y repetible: “Bailaba entre dos espejos, desnudo, detrás del bar” (13). Y, luego, “los espejos simétricos multiplicaban, al este y al oeste, escrupulosos y verosímiles, el ondulante cuerpo central” (14). Varios críticos (González Echevarría 229; Montes Capó 50; Prieto "Little" 91-92) han señalado ya lo sugestivo de estos dos espejos, que repiten la imagen del protagonista hasta el infinito, atentando contra cualquier lectura directa o simplona de la novela desde la teoría del estadio del espejo lacaniano. Como bien se sabe, Lacan fue uno de los modelos más insistentes en la narrativa, poesía y ensayística sarduyana. Para el psicoanalista francés “we have only to understand the mirror stage as an identification . . . namely, the transformation that takes place in the subject when he assumes an image” (Écrits 2). La identificación, en el sentido más estrictamente analítico, ocurre sólo cuando el sujeto asume o reclama para sí mismo esa imagen devuelta por el espejo. Pero en el caso de Colibrí, esta imagen no cuaja nunca, en parte porque los espejos se reflejan el uno al otro, pero también porque Colibrí baila. Esto quiero acentuar: no tanto el espejeo perpetuo, como este baile, este meneo de caderas continuo que instalan en la imagen del espejo una diferencia constante, que difieren el cuajar o la constitución única de un sujeto imaginario. 

Esta constitución de un sujeto unívoco que se desea a sí mismo porque no se tiene crearía una subjetividad violenta basada en una serie de exclusiones de otros posibles imaginarios de identidad. Esto no ocurre en el caso de Colibrí. Cónsono con la liviandad del picaflor, aquí encontramos una versión lite, mucho menos pesimista del estadio del espejo. Esta versión lite (queer, si se quiere) del estadio del espejo, por supuesto, no nos sorprende en Sarduy, el escritor que se atrevió a comenzar su obra maestra, una reconsideración de la historia cubana, con la mayor liviandad y banalidad posibles: “Plumas, sí...” En Colibrí, la ligereza de plumas que cubren al colibrí cubren lo que de por sí sería ligero, fugacidad y nada más: plumas, sí, encima de más plumas. Hasta el nombre y la acción de nombrar mismos están ligados a esta falta de esfuerzo del adonis que, al llegar a la Casona “se alzó en el aire, quedó un instante cenital ingrávido; y cayó, como quien baja de un tren en marcha, del otro lado: a pesar de su altura y reciedumbre lo bautizaron Colibrí” (13). Recio y alto, pero ingrávido; en la jungla, pero desde un tren en marcha. Aquí tenemos a un sujeto escindido por contradicciones, desde las corporales hasta las más íntimas. 

El grácil Colibrí se erige, como esquivo objeto del deseo, ante las apesadumbradas “ballenas,” “los cetáceos,” estos “viejancos libidinosos y solventes que, ya entrada la noche, embebidos o cachondos, carenaban el local—le deslizaban dólares verdinegros en las manos húmedas” (13). Los blancos y obesos concurrentes de este cabaret selvático intentan amansar con sus petrodólares el cuerpo grácil de Colibrí y otros jovencitos. Sus “petrodólares” los delatan: representan la saña industrializadora, modernizante, en la selva, la corrupción irrefrenable del ecosistema aparentemente prístino. Igual lo hacen algunos de los jovencitos que llegan a la Casona: “camioneros atascados, adictos en carencia, traficantes fluviales y caucheros novatos, apresuradamente acuñados por el exiguo repertorio del tatuaje rural” (15). Camioneros, adictos, traficantes, caucheros—toda una sarta de personajes tipo en la llamada “novela de la tierra” latinoamericana. Si Colibrí, con sus facciones multiétnicas, su grano de jade y su bilingüismo parece más afín al continente americano, a su tierra y sus cielos (él levita) y a su arqueología (la cabeza olmeca), estos “cetáceos,” en cambio, construyen torres para excavar hasta las entrañas de la tierra, le sacan el jugo en aras de la industria y el mercado. Este impulso modernizador (léase civilizador) lo gobierna quien se convierte en  la archienemiga maniquea de Colibrí: “La Regente, una ballena opulenta que, víctima de un salto atávico, o de esa resabiosa antigüedad que no mitigan subterfugios cosméticos, había encanecido para siempre de la noche a la mañana, organizaba, como decana de catacúmenos y fundadora de aquel infundio, las justas juveniles” (15). La antigüedad y pesadez de La Regente, así como su ambigüedad genérico-sexual, remiten a la cabeza colosal olmeca y, por lo tanto, a Colibrí mismo. Ella es rubia así como él es albino. En ella también hay elementos que evocan la gracia del colibrí, como este “salto atávico” y su persecución primitivista del deseo que también complican su relación con el binario civilización y barbarie. Así, el narrador comienza a proponer una relación especular entre Colibrí y La Regente que culminará en el trueque de roles al final de la novela, momento de revelación suprema en la dialéctica del siervo y el señor hegelianos12.

Este final, en el cual Colibrí regresa, quema y reconstruye la Casona, tomando el lugar de La Regente, consiste de una inversión de roles que no puede pasar por desapercibida para una crítica psicoanalítica ni hegeliana del relato. Por una parte, cuando Freud habla sobre inversión, habla sobre la inversión homosexual del deseo, con toda la ambivalencia que este término, “deseo,” implica. En la novela, el deseo de apresar a Colibrí muere con la quema de La Regente, pero reencarna en el deseo ignoto de Colibrí al restituir las ceremonias en La Casona. Lo que no queda abierto en el final del relato es el momento en que Colibrí adopta un “yo” como La Regente, el “yo” del otro, al mirarse en el espejo de la difunta:

En ese espejo, él que desde hacía tanto tiempo no se miraba en uno, corrió a mirarse Colibrí. 
En el primer instante: como si detrás del mercurio apareciera otro.  Fue su gesto de asombro lo que a sus propios ojos lo identificó (178).

Colibrí se identifica a sí mismo en este no-reconocerse, en este “gesto de asombro.” Todavía existe una sutura con el estadio del espejo lacaniano, porque aquí la adopción del “yo,” no cabe duda, es una adopción del otro que me constituye a mí, del otro que está muerto. Me transformo en el fantasma del otro. Pero más allá de este gesto de reconocerse a sí mismo en el asombro, hay un intento de negar la identidad que ya Colibrí había trabado para sí mismo durante el resto del relato:

-Dios mío—se dijo--, cuánto pelo perdido. 
Y con la punta de los dedos acarició las entradas; se alisó las greñas: un mechón claro le quedó entre las manos.
-Las comisuras de los labios han bajado.  Ya los ojos no tienen brillo.  La piel muere.  Y estas cejas, que no encajan con el resto.
Olió todos los frascos.
Con agua oxigenada, que encontró en uno, y un hisopo, se tiñó las cejas.
Se miró de nuevo.
En la oreja derecha, un arete.
Abrió el cofrecillo de plata en forma de corazón.  Allí escupió el grano de jade (178).

Las “entradas” le aseguran la vejez así como el “mechón claro” remite a las canas de La Regente. Con el agua oxigenada sobre sus cejas, Colibrí no asegurará nada más que su indeterminado origen étnico. Su afro tampoco “encaja con el resto,” a menos que tengamos en Colibrí a un negro albino. Colibrí, con el agua oxigenada, intenta poner orden sobre la paleta étnica que es su rostro, pero sólo para complicar aún más su composición étnica, que sólo puede modificar cosméticamente, como si la raza no fuese más que asunto del maquillaje. En aras de esta negación de una identidad anterior y la adopción de otra, Colibrí también escupe el grano de jade. Este grano en su boca, a través de la novela, lo identificó con un indeterminado imaginario amerindio que habitaba las intimidades de su cuerpo. Simbólicamente, como un ritual, al escupir esta joya Colibrí borra la parte de su cuerpo que podríamos llamar “amerindia.”  Para lograr sustituir a La Regente, la mayor de las ballenas blancas, Colibrí atraviesa un ritual de blanqueo racial, un fallido intento de borrar sus varios componentes étnicos.
    
Luchadores

Colibrí, nuevo Regente al final de la novela, presidirá en su Casona de la selva dictatorialmente, como lo hacía la malévola Regente: supervisará los espectáculos de lucha grecorromana entre los jóvenes asistentes para el entretenimiento y el gasto de los viejetes blancos. Regresemos, entonces, a este espectáculo, así como el espectáculo retorna en la novela de forma indefinida. Colibrí inmediatamente se convierte en el luchador más exitoso y codiciado por los “cetáceos”. ¿Por qué aquí, en la selva, la profundidad del continente latinoamericano y sus tropos por excelencia, la lucha grecorromana? ¿Cuál será el texto que Sarduy quiere torcer o parodiar mediante este espectáculo tan anacrónico como extranjero? 

Valdría reconsiderar un dato biográfico del autor, con el cuidado de no caer en esencialismos: Sarduy se doctoró en historia del arte.  Leamos lo que señala, entonces, una historiadora del arte sobre un artefacto olmeca particular:

The so-called Wrestler, discovered in the nineteenth century near what is now the town of Antonio Plaza, Veracruz, has three-dimensional qualities similar to those of… other early Olmec art. The human figure is completely released from the solid block in contrast to much of Mesoamerican sculpture. The artist must originally have intended it to be viewed from all sides. The beard and mustache, as well as the look of deep concentration, reveal a masterly portrait, one whose individuality would be enhanced by long-lost perishable attire and ornament (Miller 21-22)13.

Miller recalca los trazos de individualidad en este artefacto, el llamado "luchador," pero también su falta de pesadez, su ligereza ante otras formas de arte precolombino. Incluso las cabezas colosales, según la historiadora, retenían su individualidad, se fabricaban con rasgos fisiológicos del sujeto (un gobernante, usualmente) en cuestión. Soustelle (44) concuerda. Dada la proliferación de artículos olmecas (el jade, las cabezas colosales) en la novela, sería menos arriesgado suponer que Sarduy supiera sobre esta escultura.

Lo que importa subrayar aquí es ese otro nexo entre Colibrí y los artefactos olmecas: el intento de representar al individuo. En el relato, la archienemiga de Colibrí tiene su réplica en miniatura en la figura de la Enana. Tanto La Regente como la Enana pertenecen a esta cuadrilla de viejos blancos sin más caracterización que su relación entre ellos mismos y su deseo de poseer al pajarito.  Colibrí y el japonesón serían los únicos personajes en la novela diferenciados uno del otro, con personalidades y pasiones propias que impiden cualquier tipificación sencilla. Estos representarían al sujeto hedonista, individual, cuyo deseo no está atado, como en el caso de las ballenas, a un “otro” específico. Aunque, sí es cierto, la gracia de Colibrí carga el lastre de este luchador de sumo, identificándolos como un par complementario en el sistema simbólico sarduyano. Paradójicamente, sólo gracias a la complementaridad de este par, diría Hegel, puede marcarse la individuación tanto del japonesón como de Colibrí14. Es una individuación forjada sobre una dependencia que no lleva a nada, no pretende nada, niega el deseo reproductivo en las relaciones heterosexuales, encajado también en un engranaje de producción y eficacia capitalistas.

Al contarnos sobre estas relaciones homosexuales, la relación sexual por un placer cuyo objetivo no sería más que el gasto (de semen), la novela cobra su mayor fuerza como una parodia de las canónicas “novelas de la tierra” latinoamericanas. Según Sommer en Foundational Fictions, durante fines del siglo diecinueve y principios del veinte en Latinoamérica, romances como los de María, Doña Bárbara y La vorágine, iban hermanados con las ínfulas de fundar naciones modernas diferenciadas unas de la otras, produciendo narrativas desvergonzadamente alegóricas. Medio siglo más tarde, la figura de Sarduy surge para cuestionar estas ansias fundacionales, con una novelita en que los personajes sólo muestran sus pasiones “negativas” (la furia, la ambición, la libido desmedida) y no el ansia originaria del romance nacional: “all of Sarduy’s characters are cruel, bent on harming themselves and each other as they trim down the universe around them. The universe mimics the characters: it is continually crumbling” (Prieto 137)15.  En Colibrí no hay romance; hay hostigamiento. No hay amor; hay sexo sin cariño y sin la incomodidad de la posición del misionero. No hay pretensiones, entonces, de fundar una nación, una comunidad con nombre, constativa, a la que darle el epíteto “nación” o siquiera “país”: ¿cómo fundar la nación desde una erótica queer, cuando lo queer reconoce la performatividad de las identidades, tanto sexuales como nacionales? ¿Cómo fundar la nación desde una est/ética queer cuando los sujetos que nos suscribimos a lo queer elevamos lo efímero y múltiple sobre las insistencias de lo monolítico? Además, ¿cómo fundar la nación cuando no hay mujeres que nos ayuden a fundarlas? En Colibrí, esa sería una de las violencias fundamentales que erosionan el proyecto paródico de Sarduy. En esta novela no hay mujeres; la violencia fundacional, en cierto sentido, es el borrón del cuerpo y subjetividades femeninas. Las luchas en la Casona huelen a fraternidad, a la comunión de cuerpos estrictamente masculinos cuya coherencia como grupo, su cohesión, depende de negar diferencias genérico-sexuales.

En cuanto al espectáculo grecorromano, en Colibrí existe otro intertexto. Se trata del ensayo “The World of Wrestling” [“El mundo de la lucha”] del teórico francés Roland Barthes, publicado por primera vez en 1957, casi treinta años antes que Colibrí. Cristian Montes Capó ya ha declarado que el psicoanálisis es un punto de coincidencia entre Barthes y Sarduy (Montes Capó 40), pero habría que considerar que Barthes también le proveyó al escritor cubano teorías propias de que agarrarse. Aunque "The World of Wrestling" sea un ensayo de orientación estructuralista, describe y defiende la lucha grecorromana con una terminología nada difícil de apropiar para nuestro escritor “neo-barroco.” El ensayo de Barthes comienza por describir la lucha como el espectáculo del exceso, que representa una grandilocuencia originaria, la del teatro antiguo, pero que sólo puede alcanzar su mayor grado de emoción cuando ocurre al aire libre, porque “a light without shadow generates an emotion without reserve” (15)16. En Colibrí, por otro lado, la lucha ocurre en el interior opresivo de La Casona y, más aún, sumida en la oscuridad característica de la jungla. En Barthes, este espectáculo también incluye su elemento perverso, provisto por su baja categoría: “True wrestling, wrongly called amateur wrestling, is performed in second-rate halls, where the public spontaneously attunes itself to the spectacular nature of the contest, like the audience at a suburban cinema” (15)17. Aunque la lucha se oponga al cine por sus excesos de luz, se le asemeja por su popularidad, al ocurrir en lugares turbios donde todo tipo de transacción ilegal es posible. Sarduy aprovecha esta posibilidad y coloca el espectáculo en este sitio enteramente a-moral, donde la falta de atractivo físico de los viejetes se borra en nombre del dinero, donde menores de edad hacen striptease y se drogan. Lo que Sarduy ha hecho aquí es llevar al extremo la propuesta de Barthes, enseñarle que si bien la lucha es el espectáculo del exceso, esta siempre puede ser aún más excesiva; al exceso sólo puede añadirse, no rebasarlo. Barthes nota precisamente esta perpetuidad del exceso en su propia lectura orgiástica de la novela más violentamente experimental de Sarduy, Cobra: “more, more, still more! One more word, one more celebration” (Barthes, Pleasure 8).  “More, more.” Más y más: (im)puro orgasmo.

En el texto de Barthes sobre la lucha, hay, sutil, un párrafo que distingue entre las artes marciales de oriente y occidente. Sarduy le exprime el potencial narrativo a este binario, lo exagera, literalizándolo. En el texto de Barthes, hay una evocación del escape en la descripción del judo y la lucha, que Sarduy explota: “In judo, a man who is down is hardly down at all, he rolls over, he draws back, he eludes defeat, or, if the latter is obvious, he immediately disappears; in wrestling, a man who is down is exaggeratedly so, and completely fills the eyes of the spectators with the intolerable spectacle of his powerlessness” (Barthes, Mythologies 16)18. En el judo habría más fluidez y versatilidad, mientras la lucha sería mucho más exagerada y total. Pero Sarduy invierte esta polaridad, al hacer que el primer contrincante de Colibrí sea nada menos que el monumental “japonesón, robusto boteresco, tan vasto y de piel tan lisa y estirada, que parecía que lo acababan de inflar” (18). Esta descripción del luchador de sumo japonés, obeso, boteresco, sobre el cuál Colibrí vence fácilmente, forja otros pares binarios precarios, pues parece asociar al Oriente con la fuerza, al Occidente con la saña veloz; al Occidente con la ligera innovación on-the-spot, al Oriente con la carga pesada de la tradición. Estas oposiciones simples se derrumban al ocurrir, en la trama, un giro inesperado: Colibrí y el japonesón se hacen amantes.

El énfasis que Sarduy fija en el cuerpo del japonesón, con sus tetillas colgantes y un estómago como “cuatro terrazas decrecientes, regulares y superpuestas” (19), remite a uno de los personajes de la lucha francesa que Barthes describe detalladamente. Se trata de “Thauvin, a fifty-year-old with an obese and sagging body, whose type of asexual hideousness always inspires feminine nicknames” (17)19. El cuerpo está desde antes inscrito con significados, significados genérico-sexuales en este caso. En Sarduy, por su parte, el tatuaje, la herida sobre la piel, sólo reinscribe lo que ya se encontraba en el cuerpo de Colibrí: “Mira bien: desde la ceja derecha, dibujada a partir de un óvalo como un tachonazo de carbón, un cometa, o la inicial de un calígrafo, hacia el párpado cerrado, de yeso, cae un goterón de sangre... dividiendo en partes asimétricas, para una lección de acupuntura, la efigie lacerada del campeón” (25). La cicatriz asimétrica divide un rostro de por sí asimétrico, escindido por la magnitud del afro y la fineza de los labios. No hay aquí lo que podríamos llamar la imagen clásica del cuerpo artístico, con simétricas reglas de oro y tiranías de la proporción, sino el cuerpo sinuoso y distendido de la estética manierista.

Como en el ensayo de Barthes, Sarduy nos asegura en su novela que cada signo individual no representa nada, no remite a significados más allá de su propia concatenación o funcionamiento dentro de un sistema enteramente reconocible para la audiencia: “The function of the wrestler is not to win; it is to go exactly through the motions which are expected of him... This function of grandiloquence is indeed the same as that of ancient theatre, whose principle, language and props (masks and buskins) concurred in the exaggeratedly visible explanation of a Necessity” (16)20. Así, por su parte, lo narra Sarduy, en una referencia al japonesón vencido: “En las máscaras leñosas, inmutables y blancas, del antiguo teatro imperial, los movimientos elocuentes y las ásperas modulaciones vocales del portador nos convidan a descifrar el sentimiento de armonía cósmica, el pavor o la lujuria, la impaciencia y el odio” (25). Hay una invitación a la interpretación, “a descifrar” cada gesto, pero estos sólo pueden descifrarse en su relación con otros signos, esos “movimientos elocuentes y las ásperas modulaciones vocales.” 

En la lucha, tenemos un lenguaje enteramente histriónico que con su expresión va revelando estados anímicos, pasiones (“el pavor o la lujuria”) que no pueden constatarse, sólo expresarse mediante la proliferación de gestos.  El aparato de gestos físicos va develando un estado metafísico. Son hipóstasis del Espíritu. Pero la efectividad o falla de esta revelación depende de la especificidad de los signos, de que estos sean reconocibles:

Propulsado por espíritus batracios, o por la intensidad que prodiga el odio, cuando ya divisaba los abetos nevados, y ante ellos al danzante Colibrí, inauguró un salto devastador y doble, con voltereta superior encadenada, contra la parte inferior y más refistolera del fresco, bajo las columnas opulentas de sus muslos, al distraído pajarito insular (Colibrí 23).

La intención del gesto aquí, este salvo “devastador” es, claro, devastar al oponente, pero mediante volteretas “encadenadas” que van añadiendo capas de significados al espectáculo del cuerpo, de la voz. Tenemos, entonces, lo que Barthes asemeja a la escritura diacrítica:

Wrestling is like a diacritic writing: above the fundamental meaning of his body, the wrestler arranges comments which are episodic but always opportune, and constantly help the reading of the fight by means of gestures, attitudes and mimicry which make the intention utterly obvious (Mythologies 18)21.

Hay aquí cierto idealismo por parte de Barthes al escribir que cada episodio “siempre” es oportuno, que las intenciones de la mímica y la escritura “siempre” son claras, como si “siempre” hubiese una correspondencia exacta y única entre el gesto, el significante, y el sentimiento que se quiere representar.  Vale notar, sin embargo, que en la lucha grecorromana esta presunta correspondencia entre los signos ocurre dentro de un sistema de por sí conflictivo, la lucha misma. 

Sarduy, me parece, sostiene una visión mucho más matizada, más conflictiva que Barthes en “The World of Wrestling” sobre la escritura y la correspondencia idónea entre significantes y significados. El tercer capítulo de Colibrí se titula “Guerra de escrituras.”  En este Sarduy narra el éxodo de Colibrí a la gran ciudad, escapando de La Regente y sus secuaces. Narra el viaje característico de la modernidad latinoamericana. Colibrí llega a la urbe no identificada para trabajar bajo “viejos entalcados” que le hacen “pintar pulgas amaestradas, porque no había otra cosa que hacer en aquel limbo para águilas” (60)22. Como en el caso de las ballenas blancas, hay una correspondencia entre el mercado y la vejez, el sometimiento de la juventud. Colibrí hereda su arte de estos viejos, se hace aprendiz. Pero la pintura sobre pulgas no será la única escritura que encontremos en esta sección de la novela. Por una parte, la pintura, como el “cartel manuscrito” (59) que la anuncia, tiene que ver con trazos efímeros, livianos y casi invisibles sobre superficies que desaparecen. A estas pulgas el narrador las llama “nimias candidatas del día a los arabescos del body art” (60). Por otra parte, sobre el cuerpo de Colibrí encontramos un body art de mucha mayor permanencia, el tatuaje (58). Hay también en el estudio, “suntuosos letreros en latín y en ese gótico germánico generoso en iniciales retorcidas” (60). Encontramos una pila de periódicos, “el Excelsior” en una esquina (61) y en otra “rígidas hileras de banderitas, inútiles iniciales de neón” (62). Abundan las formas textuales, los métodos de escritura, pero también los textos mismos.

Sarduy propone que la escritura ocurre más allá o acá de la hoja en blanco, incluso sobre los espacios dónde no sería concebible que ocurriese. Esta ubicuidad del signo es barthiana. Implica que no hay escritura privilegiada, que ya podemos encontrar signos donde menos los esperamos. Pero esta ubicuidad de los signos, su omnipresencia, no implica homogeneidad, sino conflicto: en este capítulo una “chola” (58) al derramar su cerveza sobre Colibrí, procede a insultarlo con “tres ajos en algún idioma ritual.” El incidente tiene amplias resonancias con el bautismo, pues el rito marca la entrada del pajarito en la comunidad civil. Aquí esta comunidad civil es marcadamente bilingüe e híbrida: latinoamericana.
 
Como sustento del choque de los signos, de las distintas escrituras, también encontramos en Colibrí un choque generacional. Borges es otro de los modelos que Sarduy parodia, pues lo menciona dos veces en el texto como arquetipo de la escritura americana. Tras su victoria sobre el japonesón, Colibrí, glorioso, gana fama y fortuna entre los asistentes al espectáculo. Toda la demagogia y lisura que produce Colibrí se torna indescriptible para el narrador, que suelta una frase críptica: “Ah, lo que balanceaba a su paso, mi vida... ni yo mismo sólo un Borges lo podría describir” (27). ¿Qué será este “ni yo mismo sólo un Borges”?  Por una parte, puede querer decir: “yo mismo soy sólo un Borges, un escritor, y no puedo describir el evento.” Otra interpretación, sin embargo, sería: “yo no puedo describir el evento; sólo Borges podría.” Borges en este caso sería el narrador de los mundos increíbles que para otros escritores quedan como inefables. Cuando Colibrí vuelve a la selva para destruir la Casona, atraviesa un “jardín ataño ajedresado y vasto” (151). El camino que lo lleva a destruir a La Regente, figura dictatorial y fálica, tiene que atravesar el terreno del padre, de Borges como figura paternal y única en las letras latinoamericanas. No hay más camino hacia el padre que el terreno del padre; no puede haber pugna entre escrituras sino desde la escritura misma. Este será el imperativo de Sarduy para el escritor de los márgenes: para torcer el juego de escrituras, su lucha, hay que insertarse en él.   


NOTAS

1 “La virtud de la lucha libre es ser el espectáculo del exceso.” Todas las traducciones son mías, a menos que la bibliografía indique lo contrario.

2  En la historiografía del arte mesoamericano, los olmecas lograron desplazar a los mayas como cultura matriz con el advenimiento de las pruebas de carbono catorce y las investigaciones arqueológicas en San Lorenzo y La Venta en los años cincuenta y sesenta (Benson 20). Desde la década de los 90, un vivo debate ha surgido sobre la supuesta originalidad de los olmecas mismos, pues un grupo de arqueólogos sostiene que otras etnias indígenas contemporáneas a los olmecas lograron un nivel similar de desarrollo cultural (Diehl 11). El libro de Benson y de la Fuente contiene artículos de los dos bandos de este debate. Todos coinciden al señalar que el origen étnico de los olmecas no se conoce, pero que su nombre podría traducirse como “gente de las tierras del caucho” (Benson 17). La representación escrita del artefacto coincide, claro está, con la "ekphrastic ambition" que Filer (7) identifica en la obra entera de Sarduy.

3  "Es un texto que aspira a desmantelar radicalmente la subjectividad tradicional de la identidad."

4  "Así como Sarduy maleará el género sexual de los seres humanos, también comenzará a malear sus nombres, desestabilizando así la idea del nombre como fijo" (párrafo 4).

5  “[. . .] una civilización enteramente desconocida para nosotros ha emergido, con su atractiva evidencia y sus misterios, sus estilos y sus dioses, forzándonos a reconocerla como una de las más tempranas de todas las que el hombre ha construído en el continente americano y quizás como la civilización madre del Nuevo Mundo.”

6  Diehl (“Olmec” 29-30) señala que una de las reacciones de los primeros arqueólogos que descubrieron las colosales cabezas fue suponer que los olmecas (con sus narices chatas, pómulos salientes y labios anchos) tuvieron ancestros etíopes.

7  “[Spirit] certainly makes war upon itself - consumes its own existence; but in this very destruction it works up that existence into a new form, and each successive phase becomes in its turn a material, working on which it exalts itself to a new grade” (Hegel 55).[(El Espíritu) lucha consigo mismo, consume su propia existencia; pero mediante esta misma destrucción convierte esa existencia en una nueva forma y cada fase sucesiva se convierte por su parte en material, que, trabajado, se eleva a nuevos niveles.”]

8  “[. . .] olmeca-xicalanca, el nombre de exitosos de la costa del Golfo de México durante la era de la conquista, y no de los hablantes de mixe o zoque que la mayoría de los lingüistas piensa empezaron a establecer un orden formal de expresión artística durante los orígenes borrosos de las civilizaciones mesoamericanas. La identidad étnica de la civilización olmeca misma se desconoce.”

9  El ensayo de Malva E. Filer provee también un excelente resumen de la trama.

10  “[. . .] al ser la piedra más dura que puede encontrarse en el mundo mesoamericano, el jade encontró en los olmecas sus más grandes maestros.”

11  En su ensayo, Filer nota las resonancias míticas del colibrí en el arte y las creencias mesoamericanas, pero sólo lo liga in passim al argot cubano de la homosexualidad.

12  “At this stage there is present that Moment of Recognition in which the subordinate consciousness cancels itself as existence-for-self, and therewith itself does what the first consciousness is doing to it”  (Kainz 60). [“A este nivel está presente ese Momento del Reconocimiento en que la consciencia subordinada se cancela a sí misma como existencia-por-sí-misma y de ahí hace lo que la primera conciencia ya le ha estado haciendo”].

13  “El llamado Luchador, descubierto en el siglo diecinueve cercano al pueblo que ahora llamamos Antonio Plaza, en Veracruz, tiene cualidades tridimensionales similares a aquellas de [. . .] otros artefactos olmecas tempranos. La figura humana está completamente libre del bloque sólido, en contraste con buena parte de las esculturas mesoamericanas. El artista originalmente debió haber querido que fuera visible desde cualquier ángulo. La barba y el bigote, así como su pose de concentración profunda, revelan un retrato magistral, cuya individualidad habría sido resaltada por el decorado con ropas y ornamentos, perdidos desde hace tiempo.”

14  “And so the relationship of these two sides, a and b, since they exist indivisibly absolute for-themselves and thus can extend no portion of themselves into some ‘middle ground’ so that they might link up with each other, is a relationship of completely unmediated, pure negation; more precisely, the negation of the individual-as-existent-in-the-universal” (Hegel 138). [Y así la relación entre estos dos lados, a y b, como existen indivisible y absolutamente para sí mismos y por lo tanto no pueden extender ninguna porción de sí mismo a un término medio para poder conectarse el uno con el otro, es una relación sin mediación alguna, es negación pura; más precisamente, la negación del individuo según existencia en lo universal”].

15  “[. . .] todos los personajes de Sarduy son crueles, afanados por hacerse daño a sí mismos y a los otros mientras van destruyendo el universo a su alrededor. El universo emula a los personajes: va decayendo constantemente”.

16  “[. . .] una luz sin sombras genera una emoción sin reservas.”

17  “La verdadera lucha, incorrectamente llamada la lucha de principiantes, toma lugar en lugares de segunda categoría, donde el público espontáneamente se sintoniza con la naturaleza espectacular de la competencia, como la audiencia en un cine suburbano.”

18  “En el judo, un hombre que está en el suelo no está vencido, rueda, se levanta, evade la derrota o, si la derrota ya es obvia, desaparece inmediatamente; en la lucha, un hombre que está vencido lo está de forma exagerada y llena completamente los ojos de los espectadores con el espectáculo intolerable de la falta de poder.”

19  “Thauvin, un cincuentón con un cuerpo obeso y fofo, cuya fealdad asexuada inspira siempre apodos femeninos.”

20  “La función del luchador no es ganar, sino reproducir fielmente aquellos gestos que se esperan de él [. . .] Esta función de la grandilocuencia es, de hecho, la misma del teatro antiguo, cuyos principios, lenguaje y artefactos (máscaras y botines) concurrían en la exageradamente visible explicación de una Necesidad.”

21  “La lucha es como la escritura diacrítica: por sobre el significado fundamental de su cuerpo, el luchador coloca comentarios que son episódicos, pero siempre oportunos, y constantemente ayudan a la lectura de la lucha mediante gestos, actitudes y mímicas que hacen que la intención sea completamente obvia.”

22  “¿Por qué no había otra cosa que hacer?  ¿Cómo?  Pues no señora: porque así lo exige esta rigurosa ficción, programada hasta en sus últimos detalles, donde nada, óigalo bien, pero absolutamente nada, se ha dejado al azar.  (Nota de la autora de una tesis de doctorado sobre Las estructuras narrativas en la obra de Severo Sarduy).”  Este tipo de nota al calce, que prolifera en el capítulo “Guerra de Escrituras,” intenta hacer una “performance” del mismo título.  Sarduy ha tomado interpretaciones críticas divergentes, en conflicto, y las ha absorbido no sólo como parte de la trama, sino también como ejemplos de la misma trama: la guerra de escrituras toma lugar en el paratexto, a la misma vez que esta guerra se va narrando. En la página 65 también hay una exquisita “Nota del editor” que reza: “...y el distraído autor de estas páginas, tan atento a los valores formales y tan indiferente al relato, como si los lectores pagaran, y al precio que están los libros, para oír una musicanga más.”  

 

Bibliografía

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Last updated June 30, 2010