Delaware Review of Latin American Studies
Issues
Vol. 10 No. 2  December 30, 2009


El intelectual y París. Crítica al europeísmo en dos novelas regeneracionistas caribeñas: Ídolos rotos y A fuego lento

Joan Torres-Pou
Department of Modern Languages
Florida International University
pouj@fiu.edu

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El papel que Francia ha jugado en el desarrollo de la literatura hispanoamericana es un tema que ha sido ampliamente estudiado, pues es prácticamente imposible comprender el proceso creativo hispanoamericano sin tener en cuenta las influencias ejercidas por las corrientes y movimientos artísticos franceses. Asimismo, si una ciudad está presente, ya sea en la vida y en la obra de la mayoría de los autores hispanoamericanos, esa ciudad es París. Por lo que son varios los estudiosos que se han ocupado de analizar la importancia que París tiene en la obra de los escritores hispanoamericanos.[1] De estos trabajos se puede concluir que, por lo que respecta al siglo XIX, el viaje a París para la intelectualidad de América Latina fue una experiencia que determinó su actitud ante la problemática de sus respectivos países y que, si bien empezó siendo un viaje de aprendizaje y crecimiento, para algunos de ellos, terminó convirtiéndose en un proceso enajenante que los situaría en un no man’s land social.

Efectivamente, París encarnó la cultura francesa y por extensión el concepto de civilización moderna a la que aspiraban las nuevas naciones liberadas del colonialismo español. Por lo que la élite criolla vio en el viaje a París una experiencia educativa que iba a mostrarle modelos de republicanismo, democracia, cultura y, esencialmente, de comportamiento social. En pocas palabras, la capital del Sena vino a convertirse en símbolo de europeismo, es decir, fue vista como la civilización que encerraba las claves con las que erradicar la “barbarie” de sus naciones.[2] Los viajeros de la primera mitad del siglo XIX efectuaron el viaje a París con ese objetivo y, si bien no puede decirse que lograron lo que se proponían, es indiscutible que reafirmaron el prestigio de la sociedad y la cultura francesa en sus respectivos países. Francia se convirtió de este modo en el incuestionable modelo a seguir, por lo que la mejor educación que podían recibir las nuevas generaciones era aquella que familiarizara al estudiante con la civilización francesa. A lo largo del siglo XIX, las religiosas francesas impusieron sus escuelas en todo el continente, del mismo modo que los institutos, liceos y ateneos introdujeron la modernidad del modelo educativo francés laico en las capitales y ciudades más cosmopolitas, mientras que preceptores, institutrices y gobernantas galos educaban a los hijos de las clases altas en las remotas haciendas o estancias. Los hombres (los más diligentes y acomodados) solían completar esa educación en Francia, mientras que, salvo contadas excepciones, las mujeres del mismo entorno social aspiraban a la boda que las llevaría a París y pasaban el resto de sus vidas intentando estar al día de las modas imperantes en la capital de Francia.[3] Puede pues afirmarse que, en la segunda mitad del siglo XIX, la sociedad, historia y literatura francesas en Hispanoamérica constituían un conocimiento que, aceptado o rechazado, era profundamente familiar a un amplio sector de la sociedad.[4] A partir de los años setenta, los nuevos medios de comunicación, la relativa estabilidad social y la aparición de unas clases con niveles adquisitivos considerables hicieron posible que no fueran los ricos herederos en busca de una mejor formación cultural los únicos en viajar a París. Como señala David Viñas, en ese periodo, el viaje a París se convirtió, para unos (los artistas) en un viaje de consagración, para otros (los ricos) en un viaje de consumo de unos productos que tan sólo París podía ofrecerles y, para todos, en un viaje iniciático. Tres eran los templos a los que esos viajeros hispanoamericanos irían a rendir homenaje: el museo, el boulevard y el burdel. Así, el artista buscaba el reconocimiento en un medio conocido por su capacidad de validar la importancia de la obra de arte internacionalmente (el Salón, la Academia, el Museo), el burgués iba tras los placeres del consumo parisino que le ofrecía el boulevard, y ambos, tanto el artista como el burgués, se sentían atraídos por la posibilidad de la iniciación en un tipo de relaciones erótico-sentimentales que las conservadoras sociedades hispanoamericanas censuraban y teñían de sordidez.[5] Ahora bien, como ese viaje se realizaba desde una cultura francesa periférica (la que esos viajeros habían absorbido en América) hacia la que se desarrollaba en el núcleo desde el cual esa cultura había sido irradiada, podemos decir que el viaje a París era ante todo un viaje a los orígenes culturales.[6] Asimismo, como en muchos casos, el viaje suponía estadías de varios años y como, para los más afortunados, esta solía ser una experiencia que se repetía varias veces a lo largo de sus vidas, el viaje dejaba de ser un descubrimiento para convertirse en una manera de vivir que terminaba por hacer del viajero un ser entre dos culturas, a caballo entre la realidad hispanoamericana, que en algunos casos podía serle ajena inclusive cuando estaba en América, y la francesa, que estaba presente en su vida incluso en aquellos periodos de la misma que no transcurrían en Francia. El resultado fue la aparición de un individuo constantemente ajeno a su entorno que, cuando se encontraba en América, resentía no vivir en Francia y en Francia era visto como un extranjero. Consecuentemente, deseaba que su nación fuera otra y anhelaba cambiarla, pero no sabía cómo hacerlo por la sencilla razón que prácticamente había perdido todo contacto con su realidad nativa. Rechazaba un entorno que le era ajeno, extrañaba una sociedad a la que no pertenecía y en la que no encontraba su lugar, quería que se operaran unos cambios en su país sin saber cómo esos cambios podían llevarse a cabo ni estar dispuesto a comprometerse políticamente. Es decir, vivía en una constante disconformidad que le producía un profundo sentimiento de frustración convirtiéndolo en un cínico y en un derrotista que terminaba por apoyarse en las teorías degeneracionistas para explicar su fracaso. Algo que resultaba especialmente grave cuando, por educación, clase social y estatus, a estos individuos era a quienes correspondía guiar y dirigir la patria hacia los valores sociales y la modernización a  que aspiraban.[7]

El problema (si bien no la solución) no escapaba al escritor hispanoamericano de fin de siglo, quien en sus textos acude a lo que podríamos considerar el leitmotif del retorno del viaje a París para articular la denuncia del fracaso “civilizador” de esa élite cultural extraviada en los meandros de una educación demasiado europeizante.[8] Un buen ejemplo de la utilización de esa técnica en la narrativa finisecular nos lo ofrece Ídolos rotos (1901) de Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927). El protagonista de esta novela, Alberto Soria, es un miembro de la clase alta que regresa a Venezuela después de haber conocido el éxito en París por la creación de un conjunto escultórico. Por supuesto, no encuentra en la sociedad venezolana el reconocimiento que esperaba y, como la experiencia parisina, si bien lo ha convertido en un artista, no lo ha hecho un intelectual comprometido, sino que ha exacerbado en él todos los defectos de su clase, cuando se produce una revuelta y la soldadesca destruye sus obras, Soria da por terminada su filiación patria y regresa a París. Este personaje, a pesar de ser el protagonista, está lejos de ser el modelo a seguir propuesto implícitamente por el autor ya que encarna los males que el cosmopolitismo causa en esa juventud dorada que realiza el viaje a París.[9] Otro personaje, el médico Emazábel, es quien en realidad debe ser visto como la voz a través de la cual el autor expresa su mensaje de alarma ante las fatales consecuencias que París tiene para la juventud hispanoamericana. Ya en el inicio de la novela, Emazábel identifica a Soria como una de las innumerables víctimas que París causa entre aquellos hispanoamericanos que acuden a esa ciudad con “el ansia de recoger, cual más, cual menos, ideas, luz y energías, que más tarde irían a sembrar como simientes en el suelo de su patria” (21). El significado de las palabras de Emazábel nos es aclarado más adelante, cuando la voz narrativa distingue a ese personaje como la única persona del ghetto de jóvenes venezolanos que tiene una voluntad sana y nos explica que, para él, París tenía “grande influencia nociva en el desarrollo y costumbres” (120) de las naciones hispanoamericanas, pues los que a ella iban regresaban convertidos en “lechuguinos y damiselas inconformes” (120) que execraban de sus ciudades y languidecían por París.[10] Asimismo, a las “almas simples, casi bastas e inocentes, París las devolvía monstruosas, como si la gran ciudad, merced a un maleficio, despertase bajo la corteza del hombre, medio civilizado al hombre bestia de las cavernas palustres” (121) pero “el mayor de los daños de Cosmópolis o París, como Emazábel decía, era el hecho a los intelectuales, hombres de ciencia y artistas. En ellos, casi fatalmente, con el nivel intelectual crecía el despego al terruño” (121).

Como señala Aníbal González en su estudio La novela modernista hispanoamericana, en su momento, el texto despertó gran interés a ambos lados del Atlántico (116), pero el hecho de que el relato no se acogiera al formato tradicional de novela decimonónica, sino que insistiera en las posibilidades poliglóticas del género, esperando que el lector sacara sus propias conclusiones y el que el tema de la novela fuera el del desengaño del artista por su patria, fueron aspectos que contribuyeron a que algunos críticos mal interpretaran el mensaje de Díaz Rodríguez viéndolo como antipatriótico, cuando, en realidad, lo que hacía el autor era retomar el tema de civilización y barbarie, y enfocarlo desde una perspectiva en la que el supuestamente civilizador europeísmo absorbido en París es visto tan responsable o más que la barbarie del atraso de las naciones latinoamericanas.[11] Recuérdese que la novela critica a aquellos que viajan a París y que la denuncia de la mutación que se opera en ellos es un tema recurrente en la novela haciéndose especial hincapié en el fracaso de los jóvenes que realizan el viaje a París con el ansia de traer a su tierra la preparación que allí reciban, la cual, paradójicamente, los transforma en individuos ajenos a su patria y que los incapacita para sus propósitos civilizadores.[12]

Con todo, la visión de Díaz Rodríguez no debió escapar a lectores menos susceptibles a las críticas a la nación.[13] Dos años más tarde, otro autor caribeño residente en España, donde la novela del venezolano fue muy bien recibida por los noventayochistas, Emilio Bobadilla (1862-1921), escribió una novela, A fuego lento (1903), que elabora la misma problemática reformulándola mediante una hábil técnica esperpéntica ofreciéndonos así una novela moderna, predecesora tanto del esperpento valleinclanesco como del carnavalismo tan propio del Realismo Mágico.[14]

En A fuego lento, Bobadilla toma la figura del intelectual comprometido y, a través de las desdichas de su protagonista, muestra cómo también él fracasaría en su intento de llevar a cabo los cambios necesarios en su país, pues no sería capaz de transmitir la civilización a su gente ni aun llevándola a París, ya que ni ese tipo de intelectual tiene la fuerza de voluntad, la solidez moral y la preparación para educar al pueblo, ni la ciudad consigue pulir a esas personas que Díaz Rodríguez denominara en Ídolos rotos “almas simples, casi bastas e inocentes” (121), antes bien, París enfatiza en ellos sus actitudes más bestiales. Así pues, la historia se formula en base a la oposición París vs. Caribe hispano, equivalente a civilización vs. barbarie.

El protagonista de A fuego lento, Eustaquio Baranda, es un tipo de intelectual comprometido como los personajes propuestos por Díaz Rodríguez, un hombre que se considera combatiente por las ideas y los principios para mejorar la especie humana (19). Médico distinguido en Europa, Baranda acude al llamado de su patria para participar en un alzamiento que provocará la destitución del sanguinario dictador que la gobierna.[15] Lamentablemente, en vísperas de la revuelta, sus camaradas se emborrachan y, muertos de la risa, van a contarle sus planes al dictador, quien  los manda fusilar. Baranda  puede escapar y llega a Ganga, una ciudad portuaria del Caribe continental.[16] Toda la primera parte de la novela se desarrolla en ese ficticio país caribeño, república ilusoria, como la denomina la voz narrativa, cuya sociedad es una imagen grotesca de un mundo en franca degeneración.[17] Así, de los habitantes de Ganga se nos dice que tienen nombres rimbombantes (Epaminondas, Virgilio, Olimpio, Newton, Garibaldi…) hermanados con los apellidos más comunes, todos se dan el título de doctor y general, aunque rara vez son ni lo uno ni lo otro, son tramposos, les encanta pedir prestado, nunca pagan lo que deben y, mientras los hombres ostentan su hombría en la medida en que pueden emborracharse, las mujeres, descuidadas y holgazanas, dan muestras de una religiosidad fetichista, lindante con la idolatría. Los personajes que componen la intelectualidad del lugar--imagen esperpéntica de esos ghettos culturales que encontramos en la novela de Díaz Rodríguez--y que reciben al protagonista a su llegada a Ganga, son poetas deleznables, individuos engreídos, sucios, ridículos, ordinarios, chismosos, groseros, borrachos y libidinosos, productos, según la voz narrativa, de un clima que derrite el cerebro y de un mosaico étnico en el que “cada raza dejó su escoria: el indio su indolencia; el negro su lascivia y su inclinación a lo grosero, el conquistador su fanatismo religioso, el desorden administrativo y la falta de respeto a la persona humana” (74). En los siguientes términos nos representa el narrador la mesa en que se han reunido todos ellos para dar la bienvenida a Baranda:

La mesa remedaba un museo antropológico; había cráneos de todas las hechuras: chatos, puntiagudos, lisos y protuberantes; caras anémicas y huesudas y falsamente sanguíneas y carnosas; cuellos espirales de flamenco y rechonchos de rana. Las fisonomías respiraban fatiga fisiológica de libertinos, modorra intelectual de alcohólicos y estupidez de caimanes dormidos. Lo que no impedía que cada cual aspirase, más o menos en secreto, a la presidencia de la república. (14)

Ahora bien, es preciso notar que, si bien es cierto que la voz narrativa nos presenta este cuadro esperpéntico, los personajes son los que explican la decadencia de esa sociedad mediante unas ideas deterministas de clara inspiración naturalista. El narrador nunca emite juicios al respecto y los hechos relatados parecen cuestionar tales presupuestos e inclusive es posible ver cierto tono irónico al abordar el tema. De ahí que la consabida metáfora regeneracionista de la nación como un organismo enfermo se tome al pie de la letra ofreciendo una visión grotesca que, por su exageración, más parece una caricatura que una fidedigna descripción de la realidad: Ganga está llena de niños raquíticos de cabeza hidrocefálica y barrigas caídas como papadas, la selva está plagada de locos y Guambaro, el segundo puerto en importancia de la región, es:

¡Todo un pueblo de leprosos paseándose en pleno día por las calles! Algunos padecían de hidrocele, pero tan hiperbólica que hubiera creído que andaban montados sobre globos. Las mujeres del pueblo, porque las familias pudientes no salían nunca de la casa, ostentaban con orgullo el coto, repugnante bolsa gutural análoga a la del marabú de saco. (55)

La enfermedad está tan extendida que es vista no sólo como natural por la gente del lugar sino inclusive como estética, considerándose ridículas a las personas que no tienen bocio ni una papada prominente. El esperpento, en la pluma de Bobadilla, mueve a la risa, pero su grotesca representación de una sociedad enferma donde la enfermedad se considera la condición normal del ser humano, alegoriza de hecho la concepción republicana de esas naciones donde se encontraba natural que un sistema democrático fuera caótico, arbitrario, partidista y autoritario, es decir, todo lo contrario que debería de ser una democracia.

Puede pues decirse que, de acuerdo con los presupuestos que más tarde popularizaría Valle Inclán al definir el propósito del esperpento, Bobadilla acude a ese tipo de representación grotesca para recrear una realidad social cuya única descripción posible es mediante la parodia esperpéntica. Consecuentemente, la segunda y tercera parte de la novela, si bien mantienen un tono satírico y sarcástico, al tener lugar en Francia, ya no precisan de esa técnica literaria, se mantiene el tono sarcástico, pero el carácter dramático del texto es cada vez más evidente hasta culminar con la muerte del protagonista.

Una vez presentado el atraso de América, la novela gira ahora entorno a las posibilidades civilizadoras y centra su acción en París, la ciudad que, para la sociedad latinoamericana, encarnaba el cosmopolitismo, la cultura y el progreso. Así, la absurda vida de los transplantados permite al autor ahondar más en la falacia de ese discurso criollo que, desde Sarmiento, opone los conceptos de civilización y barbarie para explicar la problemática hispanoamericana y que plantea el afrancesamiento como una posible solución a la falta de civilización. Pero es en particular la difícil relación que une al europeizado Baranda con su indómita esposa indígena, relación que causara la muerte “a fuego lento” de este, lo que a modo de metáfora ejemplifica los problemas de semejante teoría. 

En Ganga, Baranda conoce a una india, Alicia, a la que seduce y lleva consigo a Francia, casándose con ella. Tras la pareja viajan los demás personajes conocidos en Ganga los cuales, como he sugerido anteriormente, con sus respectivos comportamientos ante la vida parisién, actúan a modo de telón de fondo de las desavenencias matrimoniales de Baranda y Alicia.

Como antes hiciera al hablar de las causas del atraso y la degeneración de la sociedad hispanoamericana, la voz narrativa no toma partido en el enfrentamiento de los protagonistas, antes bien, deja que sean sus propias voces las que nos informen de lo sucedido. El narrador simplemente nos describe la personalidad de ambos. Así, de Alicia sabemos que no sabía leer ni escribir, pero que era inteligente, observadora y ladina, que asimilaba cuanto oía con facilidad, que se afligía o enfadaba sin razón aparente para los demás y que las contrariedades la encerraban en una reserva sombría o le producían ataques histéricos. También sabemos que no era feliz sino cuando iba al campo y podía disfrutar de la naturaleza porque había crecido suelta, independiente y rústica (8). De Baranda, la voz narrativa nos dice que era un hombre sin voluntad que sentía piedad por sí mismo, más emotivo que intelectual, sin dejar de ser analítico y que había en él mucho de indio que “la tristeza que se asomaba, como un dolor íntimo, a su fisonomía elegíaca, era la de las razas vencidas que se extinguen poco a poco” (43). Asimismo, advertimos que Baranda es un pedante que le agrada oírse a sí mismo, que gusta de emitir juicios, recomendar lecturas que presenta como respuesta incuestionable a sus ideas o de dar lecciones sobre los temas más inusitados y que, a pesar de toda su instrucción y talento, no tiene el más mínimo conocimiento del comportamiento humano (105).[18]

Cuando Baranda conoce a Alicia sólo piensa en poseerla y, como buen seguidor de las teorías fisiológicas de la época, mediante la observación de su rostro, concluye que esta tiene un temperamento nervioso y un carácter tenaz, centrípeto y autoritario (16). Del mismo modo, en sus primeros encuentros sexuales, Baranda siente que la voluntad de ella es más enérgica que la suya y tiene vagos presentimientos de que algo funesto le amenaza, pero, como dice la voz narrativa, “[n]o era de esos seres intrépidos que se imponen al medio ambiente, sino de esos espíritus pusilánimes que se dejan arroyar por él” (43). Cuando, una vez en París, las cosas empiezan a ir mal entre ambos, Baranda la considera una enferma que niega su estado, una neurótica que sufre ataques de histeria y se explica su comportamiento en base a leyes deterministas, en el hecho de que naciera en una sociedad mestiza, donde cada pueblo ha aportado lo peor de sí, en un clima nefasto, que fuera hija de padres desconocidos, quizás borrachos e histéricos, y en el que, transplantada súbitamente, sin preparación mental alguna, a la compleja y decadente civilización europea, no se le pegó de esta sino lo nocivo (74). Sin embargo, a la vista de los acontecimientos, resulta evidente para el lector que esa explicación determinista no es la causa del comportamiento de Alicia, antes bien, su manera de ser responde a la traición y el abandono de su esposo. Una traición que no tiene que ver únicamente con el hecho de que Baranda mantenga relaciones con su amante francesa desde el momento mismo en que regresó a París, sino en el voluntario fracaso “civilizador” y abandono de su esposa una vez cansado de ella. La voz narrativa nos dice que, cuando Alicia supo de las relaciones de su marido con otra mujer, tuvo un ataque de nervios y que Baranda reaccionó duramente con ella, echándole en cara su ignorancia, diciéndole que a su lado se aburría y que necesitaba una mujer que le comprendiera. Ante el reproche, Alicia le recuerda que ella le suplicaba que le enseñase a leer y escribir, y que él le respondía que la quería así, que le cargaban las mujeres leídas, y que quería que ella siguiera siendo su “salvajita” (72). Si consideramos que Baranda se tiene por un hombre culto que se queja del atraso y la ignorancia de las naciones latinoamericanas, el que desee mantener en la ignorancia a su esposa es algo inconcebible y resulta totalmente lógico el que Alicia se sienta engañada por ese hombre culto que la sedujo y la llevó a vivir con él a París, condenándola con ese exilio a una ignorancia aún mayor de la que tenía en su tierra. Por otro lado, los temores de Alicia de que Baranda usa el dinero de la familia para arreglar la situación económica de su querida resultan totalmente ciertos hacia el final de la novela, cuando la voz narrativa nos dice que le había llegado a dar más de 80.000 francos con los que pudiera vivir cómodamente el resto de su vida (a su esposa le deja 100.000).

La actitud de Alicia ante la traición de Baranda es la de atormentarle con constantes ataques de celos, abochornándolo en público, gastando frívolamente y negándose furiosamente a darle un hijo. El apasionamiento con que se venga de su esposo es algo que incluso le sorprende a ella misma haciéndole preguntarse cómo siendo india no es apática y sumisa como ellas, a lo que su mejor amiga, el único personaje de la novela que se nos presenta como un ser ecuánime, le replica: “Los ingleses son flemáticos y yo he conocido algunos muy irritables. No se debe generalizar” (169). Así pues, Alicia mata a fuego lento a Baranda, quien termina enterrado junto a los escritores románticos más célebres en el parisino cementerio del Père Lachaise, mientras que ella comprende que todo el romanticismo en la vida de Baranda no fue sino la mitificación de un ser egoísta e hipócrita.

Ante lo expuesto, resulta evidente que la novela cuestiona tanto las teorías deterministas con que los personajes explican el atraso de las naciones hispanoamericanas como las que se emplean para determinar los motivos del comportamiento humano. Ahora bien, no es éste el único punto que cuestiona la novela, pues por un lado, con un personaje como Baranda, se pone en tela de juicio la capacidad regeneradora de esos intelectuales hispanoamericanos que en su pedante europeismo deseaban cambiar unos países que ni amaban ni conocían, a los que abandonaban cuando se cansaban de ellos, incumpliendo sus compromisos para enriquecer a otros.[19] El desastroso matrimonio de Baranda y Alicia así nos lo muestra, pues, como dije anteriormente, actúa a modo de metáfora del conflicto civilización y barbarie, en el que el civilizado tiene la falta de voluntad que atribuye a la barbarie y el bárbaro tiene la energía atribuida al civilizador. Por otro lado, en esa dinámica, contrariamente al discurso en que se basa, el civilizador niega al bárbaro la educación, ya que, en realidad, su único objetivo es poseerlo y controlarlo mediante su superioridad cultural. La novela desmantela pues el mito del europeismo civilizador y con ello se revelan las falacias y los prejuicios en que ese mito se asienta. De manera que el reproche final de Alicia al agonizar Baranda: “Yo necesito algo más, lo que necesitamos todas las mujeres: ¡cariño, respeto, estimación! Mi ignorancia no disculpa su proceder...El morirá sin haberme conocido, aunque con la pretensión de haberme juzgado” (169), puede verse como el que podría lanzar la Barbarie triunfante a la Civilización. No es copiando comportamientos ajenos que se lleva el progreso a un pueblo sino aproximándose a él con respeto y estimación. Asimismo, el atraso no es excusa para el maltrato y la dominación, y no se debe juzgar lo que no se ha podido comprender. Y es que, como ya señalara Martí, nunca hubo batalla entre la civilización y la barbarie como afirmaba Sarmiento sino entre la falsa erudición y la naturaleza (Nuestra…39).

Llegados a este punto, cabe concluir que tanto Díaz Rodríguez como Bobadilla  advierten el fracaso de la empresa civilizadora que enarbolara el discurso progresista hispanoamericano, al mismo tiempo que reconocen el error de haber buscado en modelos foráneos las claves para el desarrollo patria con lo que sus relatos constituyen un antecedente de las novelas que, en la primera mitad del siglo XX, planteaban la necesidad de acudir a la esencia americana para conseguir una verdadera regeneración de sus naciones.  


NOTAS

[1]  Para más información ver: De Sarmiento a Cortázar de David Viñas. Buenos Aires:  Siglo XXI, 1971, The Lights of Home. A Century of Latin American Writers in Paris de Jason Weiss. New York: Routledge, 2003, Modernistas en París: el mito de París en la prosa modernista hispanoamericana de Cristóbal  Pera. Bern: Peter Lang, 1997. Writing Paris. Urban Topographies of Desire in Contemporary Latin American Fiction de Marcy E. Schwartz. Albany: Suny P, 1999.   [Volver]

[2]  Naturalmente tomo el término barbarie en el sentido que le da Domingo F. Sarmiento (1811-1888) en su libro Facundo. Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga (1845).  [Volver]

[3]  Eduarda Mansilla (1834-1892), sobrina del dictador Juan Manuel de Rosas (1793-1877), fue una de las pocas mujeres cuya educación francesa trascendió el ámbito de lo doméstico. Mansilla es la autora de varios textos, alguno de ellos en francés como Pablo ou la vie dans les pampas (1869).  [Volver]

[4]  Véase en palabras de Rubén Darío la fascinación que ejercía París en el ánimo aun de aquellos que, como él, no formaban parte de la élite en el poder: “Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño” (Autobiografía  69).   [Volver]

[5] Las diferentes fases y expectativas a través de la historia del viaje a París entre los argentinos es uno de los temas analizados en el apartado “El viaje a Europa” en el libro de David Viñas, De Sarmiento a Cortázar.   [Volver]

[6]  Cristóbal Pera hace esta misma observación en Modernistas en París (17).   [Volver]

[7]  Como es sabido este es un tema recurrente en la novela de entre siglos: Sin rumbo (1885) de Eugenio Cambaceres (1843-1888), De sobremesa (póstumo, 1925) de José Asunción Silva (1865-1896), Stella (1905) de Emma de la Barra (1861-1947),por mencionar algunos títulos.  [Volver]

[8]  Stella de César Duayen, pseudónimo de Emma de la Barra, es probablemente una de las pocas novelas que nos da una solución al problema, al hacer que el cínico, movido por el ideal, encuentre el modo de convertirse en un individuo útil para la sociedad.   [Volver]

[9]  El personaje que denuncia los efectos perniciosos de París identifica a la clase que más perjudica ese viaje como descendiente de europeos con una educación europeizante, los cuales, al llegar a París, se sienten en casa y olvidan la experiencia americana de sus antecesores, hacen suyos las virtudes y los vicios franceses y, al volver a América, se encuentran en un medio que es hostil a sus gustos e ideales y en el que están fuera de lugar (122). Conviene recordar aquí lo ya señalado por Cristóbal Pera sobre la importancia que, en su artículo “Una novela venezolana,” Miguel de Unamuno concedió a la reflexión que Díaz Rodríguez lleva a cabo en su novela sobre los efectos perniciosos de París en los hispanoamericanos, considerándola un profundo estudio psicológico (168).   [Volver]

[10]  El término “ghetto” lo tomo de la novela de Díaz Rodríguez, en la que Emazábel señala que los jóvenes con una formación y con valores auténticos forman un grupo aparte, una reclusión de apestados (aludiendo al mito de Filoctetes) que unos aceptan con honra, pero donde viven una experiencia vegetativa observando como espectadores indiferentes el triunfo de los mediocres y los perversos (122).     [Volver]

[11]  Véase el artículo de Julia Amezúa Amezúa “El regeneracionismo de Ídolos rotos de Manuel Díaz Rodríguez” para más información sobre la recepción crítica de la novela y la respuesta del autor.   [Volver]

[12]  Aunque, varios críticos han hablado de cómo, en la novela de Díaz Rodríguez, se denuncian los males de París, vinculándolo a un cambio en la concepción de París operado en la mente de los regeneracionistas y, si bien algunos lo relacionan con lo que denominan el mito literario de París de la literatura hispanoamericana, no consideran específicamente “el retorno de París” como un leitmotif  literario en el que, invariablemente, se mencionan los pésimos efectos que la estancia en la ciudad del Sena ha tenido para el viajero. Es este un tema recurrente en la literatura decimonónica hispanoamericana del que la novela de Alberto Blest Gana (1830-1920), Martín Rivas (1862), nos ofrece uno de los ejemplos más conocidos.   [Volver]

[13]  En su estudio La novela decadente en Venezuela, Jorge Olivares comenta la recepción que la novela tuvo en el ámbito venezolano y resalta que, a pesar de las críticas de Gonzalo Picón Febres, la acogida fue mayoritariamente favorable (55-6).   [Volver]  

[14]  No me consta que Bobadilla leyera Ídolos rotos, pero todo hace pensar que así fue, ya que el autor cubano se encontraba en Madrid cuando se publicó la novela de Díaz Rodríguez y, como señala Aníbal González, ésta fue comentada por Miguel de Unamuno y  Ramón del Valle Inclán (116). Precisamente, este último, si bien tiene el mérito de haberle dado al término esperpento un significado retórico, es innegable, a la vista de la novela de Bobadilla, que no fue el primero en cultivar ese estilo. Alonso Zamora Vicente, en su introducción a Luces de Bohemia, ya señala que Valle-Inclán partía de una tradición paródica especialmente fructífera en los años cruciales de los siglos XIX y XX (xxxii).   [Volver

[15]  El que la voz narrativa se refiera a la patria de Baranda con el nombre de Santos y que ésta se encuentre gobernada por un sanguinario dictador negro, hace pensar que el autor alude a la República Dominicana donde, en la época en que transcurre la novela, ocupaba la presidencia de la nación Ulises Heureaux (1844 - 1899), apodado el negro Lilís.   [Volver]

[16]  Los críticos creen que el país que se esconde tras los nombres ficticios de la novela es Colombia, en particular Barranquilla y Cartagena, ciudades en las que pasó algún tiempo Bobadilla, donde se peleó con todo el mundillo literario y de donde tuvo que irse cuando fue expulsado del país por el presidente José Manuel Marroquín (1827-1908), también escritor. Sin embargo, el énfasis que se hace en la novela a los efectos que el trópico tiene sobre los hombres y a los rasgos degeneracionistas del mestizaje de la sociedad caribeña, junto a la voluntad de no querer identificar explícitamente los lugares donde transcurren los hechos, nos hace pensar que el autor quería hacer extensiva su crítica a todas las repúblicas del Caribe.   [Volver]

[17]  Tanto Bobadilla como Díaz Rodríguez son conscientes de la falsa democracia de las naciones latinoamericanas. Si Bobadilla las denomina repúblicas ilusorias, Díaz-Rodríguez, más comedido, se refiere a la peculiar evolución democrática del país ( las bastardillas son mías 41). [Volver]

[18]  Bobadilla no nos habla directamente de la pedantería de Baranda, deja que el lector saque su propia conclusión oyendo al personaje perorar sobre todo tipo de temas, algo que culmina al reproducir a lo largo de un capítulo entero la explicación de Baranda de cómo era el antiguo imperio persa, asunto totalmente ajeno al argumento de la novela.   [Volver]

[19]  En Baranda podría verse una caricatura del intelectual comprometido que esboza Díaz Rodríguez en el personaje de Emazábel. Cabe, sin embargo, mencionar que esa  visión tan cínica de la realidad no fue la que pervivió, ya que en Emazábel podemos ver también un antecedente del Santos Luzardo de Doña Bárbara (1929), novela en la que, como es sabido, Rómulo Gallegos (1884 -1969) reelabora el tema de la civilización y la barbarie, siguiendo las pautas martianas mencionadas al final de este trabajo.   [Volver]

 

Obras Citadas

Amezúa Amezúa, Julia. “El regeneracionismo de Ídolos rotos de Manuel Díaz
            Rodríguez.” Siglo diecinueve: Literatura hispánica. 1 (1995); 51-75.

Bobadilla, Emilio. A fuego lento. Buenos Aires: Stockcero, 2005.

Darío, Rubén. Autobiografía. Madrid: Mondadori, 1990.

Díaz Rodríguez, Manuel. Ídolos rotos. Caracas: Editorial Panapo, 1985.

Gónzalez, Aníbal. La novela modernista hispanoamericana. Madrid: Gredos, 19897.

Martí, José. Política de nuestra América. México: Siglo Veintiuno, 1977.

Olivares, Jorge. La novelad decadente en Venezuela. Caracas: Armitano, 1984.

Pera, Cristóbal. Modernistas en París. El mito de París en la prosa modernista
 hispanoamericana. Berna: Peter Lang, 1997.

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Last updated December 27, 2009