El País Digital
Domingo
5 octubre
1997 - Nº 520

«Creo que Soraya no ha venido»

E. G., Barcelona

Doscientas mil personas se apostaron en las calles
de Barcelona para contemplar a los novios (Efe).
A las diez de la mañana, el paseo de Gràcia se desperezaba plácidamente al sol. Los voluntarios de la Cruz Roja abrían las bolsas de bocadillos, los camareros preparaban las terrazas y los barrenderos lavaban la cara a las aceras. Los más adelantados ocupaban las mejores plazas para el acontecimiento: las inmediaciones de las cámaras. «¡Por aquí, por aquí, Raúl, Jessica, que saldremos en la televisión!», conminaba una señora a sus dos infantes. La señora, que había llegado de Cornellà, en el cinturón de Barcelona, para no perderse un detalle y para que, a poder ser, los televidentes no se la perdieran a ella, conquistó una sólida posición junto a la larga y desierta barandilla azul y se dispuso a afrontar casi cuatro horas de solana junto a Raúl y Jessica.

Una hora después, todo seguía en calma. Ni un coche, ni una sirena, ni un obrero reventando una acera: el paseo de Gràcia carecía de su característica banda sonora y permanecía encerrado en una burbuja de silencio que, por esta vez, no precedió a la tormenta. La gente debía de estar viendo la ceremonia por televisión: los monitores instalados en el bien refrigerado megastore Virgin tenían bastante éxito. Una pareja de japoneses, con la banderita y el clavel blanco que alguien les había puesto en las manos, escrutaba un plano en busca del Barri Gòtic. Alguien les aconsejó que desistieran.

A partir de mediodía, la arteria urbana oficialmente recomendada para vitorear a la pareja empezó a animarse. «Que pasen pronto o me voy», amenazaba Jaume, que alargaba con visible esfuerzo su noche de farra. El paso de los autocares con invitados sirvió para abrir boca.

- ¡La Soraya!, ¡la Soraya!- exclamó una entusiasta señalando un vehículo.

- Yo creo que Soraya no ha venido- le indicó alguien.

-¡Cómo no va a venir Soraya, hombre!- respondió la mujer casi con piedad ante la estulticia de su interlocutor.

Con todo el público ya presente, el paseo de Gràcia mantenía una relativa tranquilidad: se podía tomar un café en una terraza o pasear en bicicleta, a la espera de acercarse a la valla en el momento crucial del paso de los novios. Y el momento llegó precedido por un rugido sordo y el trote de los caballos.

«¡Bieeeeeen!», gritó mayoritariamente la concurrencia, como si el Barça saltara al césped. Llovieron claveles blancos sobre el coche descapotable, hubo grandes aplausos, desapareció la pareja en la lejanía y a casi todo el mundo se le quedó fijada la sonrisa en los labios.

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