El País Digital
Domingo
5 octubre
1997 - Nº 520

Imágenes de palacio

1.400 invitados asistieron en Pedralbes al banquete nupcial

A. F., Barcelona

La familia real y la familia Urdangarín posan
con los novios en Pedralbes (Reuter).
La infanta Cristina e Iñaki Urdangarín llegaron al palacio de Pedralbes en perfecto horario: faltaban cinco minutos para las dos de la tarde. En la explanada junto a la verja de entrada les fue ofrecido el aurresku, el baile vasco de honor. Cristina recibió del dantzari la txapela negra, y con ella y su flamante marido del brazo enfiló la avenida que conduce al palacio de Pedralbes.

La sombra ambarina de los tilos proporcionó la primera de las bellas imágenes que iban a sucederse a partir de ese momento: los duques de Palma de Mallorca enfilando la ligera cuesta hasta las escaleras frente al palacio, antes de cruzar la plaza de la fuente. Llegaba la pareja con paso cansino y mientras lo hacía, las familias Borbón y Urdangarín, que atendían a los novios en la plazuela, se arrancaron a cantar la marcha nupcial de Lohengrin a las órdenes de la Reina, que marcaba el compás con los índices extendidos (de toda la música de la ceremonia se ocupó ella).

Cristina e Iñaki pidieron una breve tregua a los periodistas que atendían allí: «¡Dejadnos saludar a la familia!», exclamó una duquesa de Palma sin resuello. La tregua también había sido solicitada a los fotógrafos por los responsables de imagen de la Casa Real hasta que no se diera oficialmente por iniciada la sesión. Posiblemente no quedará por ello constancia gráfica de las cuitas del Rey por hacerse con un par de copas de cava para los novios sedientos (Iñaki la bebió de un solo trago).

Al cabo se inició la sesión fotográfica en las escaleras, con comentarios jocosos -a juzgar por las leves reacciones de hilaridad- pronunciados por los protagonistas a volumen inaudible desde el puesto de observación autorizado. Tras las diversas tomas, un lacónico «bueno, nos vamos» dicho por la Reina dio por concluida la escena.

Quedaba todavía la sesión en la capilla de palacio, donde se habían dado cita todas las testas coronadas y familiares inmediatos para quedar inmortalizados sobre el papel: 82 personas en total, un océano de sangre azul. El fondo fue un bello tapiz del siglo XVIII. Pero lo sugestivo estaba ante él: esa compostura de grupo sólo a la altura de la vera aristocracia, esa armonía etérea de gestos que sólo el cielo otorga; ninguna dramaturgia terrestre, en efecto, podría conseguir una imagen que pálidamente se asemejara a ésta.

Mientras, en los jardines, embellecidos con más de 47.000 matas floridas recién plantadas, concluía el aperitivo, compuesto por delicias de chistorra y de butifarra, jamón serrano, croquetas y muslitos de codorniz con salsa de soja y chocolate (ha habido invasión de pechugas de codorniz en los restaurantes barceloneses, estos días pasados), y ya los 1.400 invitados se disponían a ocupar sus puestos para el banquete. Toda la planta baja quedó ocupada por los comensales, repartidos en 115 mesas, 24 de ellas en el comedor principal. En la presidencia, aparte de los novios y sus padres, estuvieron los reyes de Grecia, Constantino y Ana María; los de Suecia, Carlos Gustavo y Silvia; los de Noruega, Harald IV y Sonia; el rey de Lesotho, Letsie III; la reina de Jordania, Noor; el príncipe de Mónaco, Raniero; el gran maestre de la Soberana Orden Militar de Malta; la gran duquesa de Luxemburgo, Josephine Charlotte; los príncipes de Liechtenstein, Hans Adam II y Marie; la condesa de Barcelona, María de las Mercedes, y el presidente del Gobierno, José María Aznar, acompañado por su esposa, Ana Botella.

En los brindis hablaron muy brevemente el Rey y la novia. El primero para agradecer a los barceloneses su participación: «Gracias por hacerlo tan fácil y tan bien», dijo refiriéndose explícitamente al alcalde, Joan Clos, y al presidente de la Generalitat, Jordi Pujol. La infanta Cristina destacó por su parte la cortesía de muchos de los invitados por haber acudido a la boda desde lugares muy alejados de Barcelona. «Espero que os lo estéis pasando tan bien como nosotros», concluyó. Tanto el Rey como la Infanta se tradujeron ellos mismos al inglés. El comedor de gala estuvo decorado con alfombras madrileñas del siglo XVIII. La mesa presidencial tuvo por fondo un tapiz bruselense del siglo XVI.

Delicias del paladar


El menú de la boda, servido por la charcutería Semon, estuvo compuesto por sorpresa de quiona real -cereal boliviano- con verduritas, lomo de lubina y soufflé de langostinos. De postre se sirvió preludio de chocolate amargo y tarta nupcial, elaborada por la confitería Foix de Sarrià, el barrio en el que residirán los novios. Todo ello acompañado por vino blanco de Rueda, tinto de La Rioja y, por supuesto, cava del Penedès, un extra brut con categoría de gran reserva seleccionado en una cata ciega por el Consejo Regulador del Cava. Unos platos de alta calidad que dejaron satisfechos a los comensales.

El banquete empezó a prepararse a las cuatro de la madrugada en las cuatro cocinas que se instalaron en el palacio de Pedralbes. Un equipo de panaderos se encargó de elaborar 4.600 piezas de pan de cuatro especialidades diferentes.

La cubertería utilizada fue la de gala de AlfonsoXII, realizada por el platero madrileño Francisco Marzo. Se emplearon dos vajillas modernas y cristalería de Bohemia.

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