El País Digital
Domingo
5 octubre
1997 - Nº 520

Y después a casa, a por el 'rostit'

MARUJA TORRES


Es cosa del ánimo de festa major que los barceloneses arrastran todavía desde la Mercè -homenajeada ayer por los recién casados, y no al revés como algún iletrado televisivo apuntó-, esta forma de juntarse y dispersarse sin problemas, de mucha gente atravesando la invisible línea que separaba a quienes acudían a cualquier punto del itinerario nupcial para presenciar el asunto en directo, de aquellos que, por obligaciones o por gusto, seguían con sus quehaceres cotidianos. De tal ánimo festivo, juguetón e impregnado de sentido práctico, queda como síntesis la frase con que una barcelonesa se dirigió a su marido -armado con moderna cámara de fotos- justo cuando la multitud empezó a abrir filas después de que la comitiva enfilara hacia Pedralbes: «Au, Julià, que tenim el rostit a punt». Lo cual quería decir que tenían el redondo de ternera en su jugo en casa, preparado quizá el día anterior y a la espera de un golpe de fogón para ser devorado y tal vez regado por un cava frío similar al que se consumió en el banquete.

Creyentes y ateos, monárquicos y republicanos, ágrafos e ilustrados coparon los mejores sitios marcados por las vallas enfundadas en azul y, flor blanca en ristre y banderita al viento, aguardaron. Un único reparo: se quejaban de que los autocares, cargados con invitados ilustres, no fueran más despacio. «Me parece que he visto al Raniero, tú», decía una mujer, intentando otear, a través de las ventanillas, a sus ídolos del corazón. «Mira, mira, ése se nota que es moro». Procedente de una de las dinastías del Golfo, el caballero se distinguía bastante bien, gracias a la nívea kufiya. En cambio, los invitados africanos se quedaban sin relieves, tras los vidrios oscuros.

De otros moros se hablaba en un bar de Avinyó esquina Escudillers adonde no llegaba el rumor de la fiesta. Refiriéndose a los policías que vigilaban las callejas, un cliente -desayuno de coñá, cuando la Infanta y su real padre ni siquiera habían llegado a la catedral- recordaba con nostalgia las manifestaciones del 76, cuando él y sus colegas gritaban «¡Caña al madero!». Hoy dice: «Pero hay que reconocer que para algo sirven: los moros del barrio se han metido bajo las piedras». «Ojalá se queden ahí», apostilló la dueña.

En la calle de Josep Anselm Clavé -prolongación hacia La Rambla del carrer Ample -, cerca de donde los castellers esperaban para intervenir, dos socios de la librería café Antinous (temática gay / lesbiana), los hermanos Josep y Anna Maria Vitas Martín, invitaban a café y escuchaban la banda sonora de Tous les matins du monde. En su encantador negocio albergan exposiciones, mucha literatura homosexual y un porcentaje razonable de libros estándar de calidad. No muy lejos, en la calle de Carabassa, la niña Jennifer pintaba con colores mientras un amigo, el señor Vicente, andaluz que lleva 39 años en Barcelona, contaba cómo la policía se presentó en su casa para examinar su azotea: «No fueran a saltar los delincuentes de un terrado a otro». En el televisor, la ceremonia, y a Jennifer le entraron ganas de ir a misa. «Hoy no toca, que no es domingo».

Esta gacetillera, que empezó la procesión a primera hora de la mañana tomando un café en el legendario restaurante La Puñalada, paseo de Gràcia esquina Provença, finalizó el recorrido allí mismo: varias horas, cientos de miles de personas y ningún tipo de histeria después. Sólo que, al final de la mañana, con la pareja ya casada doblando en Rolls la confluencia con Diagonal, la avenida se mostraba plena de gente y rutilante, y atrás quedaban las recientes y efímeras relaciones entabladas, al socaire de la boda, con dependientas y propietarias de negocios de una desierta Galeria Maldà que me dejaron contemplar su tele portátil; las risas frente al escaparate de mimbres de Banys Nous, que mostraba una serie de canastillas para bebés muñeco a los pies del retrato de los novios; el chafardeo con Charo y Eli, de una óptica, resignadas sin amargura a no tener clientela durante largas horas; la parrafada de Alda Dalvano, porteña -«¿viste?, vine a España expresamente por el evento»-; el encuentro con un matrimonio madrileño que no viajó ex profeso, pero que, una vez aquí, «nos encanta el cotilleo, ya te puedes imaginar», dijeron; unas risas con los donostiarras Moisés y Maite, más aficionados a los monumentos que a la boda, y la confusión de tomar por japoneses a un grupo de asiáticos que se fotografiaban frenéticamente los unos a los otros frente a la catedral, y que resultaron ser la prueba viviente de que la nueva política económica del Gobierno chino funciona: eran turistas procedentes del middle east de China que, según dijo Mr. Cao, se hallaban encantados de coincidir con semejante jolgorio.

Por delante, quedaba el rostit.

© Copyright DIARIO EL PAIS, S.A. - Miguel Yuste 40, 28037 Madrid