El País Digital
Domingo
5 octubre
1997 - Nº 520

La boda, en otra onda

ENRIC VILA-MATAS


Pilar Miró dijo que no quería ser protagonista, la retransmisión fue impecable, pero hablo yo ahora de un amigo -imposible dar su nombre, temo graves represalias- que sí habría querido ser protagonista porque lleva varios años enamorado de la infanta Cristina.

Le he visto plantarse ante ella en medio de la noche barcelonesa y decirle esta frase de su peculiar cosecha propia: «Voy a presentarme, soy el sobrino del pintor de corte Salvador Dalí». Dicha la frase, víctima de la tensión a la que él mismo se había sometido, cayó de bruces al suelo.

Un amigo mexicano, de paso por la ciudad, presenció la escena y creyó que saludar a la Infanta y tirarse al suelo formaba parte del protocolo español.

Y aún hay más, Dios mío. A este enamorado de la Infanta, al amigo innombrable, le he visto a las siete de la mañana, en el claustro de la catedral, enamorado, intentando robar una oca para hacer un buen caldo. Y aún más.

A este innombrable tuvimos que pararle los pies, sujetarlo con fiereza, hace tres verano en Ses Portals, reino de Mallorca, cuando a las cinco de la madrugada vio a la Infanta tomar tequila añejo e intentó repetirle la frase daliniana.

Reciba desde aquí mis condolencias, sé que ayer lo pasó mal; debió de ser peor que lo de la esposa de Calvo Sotelo o ese testigo del novio que se desmayó.

Que sepa que ayer llevé luto por él. Que sepa que para eso han estado siempre los amigos. Que sepa que ayer, tras ver a García Lorca camuflado en la Coral Sant Jordi y en vista de que la comitiva real no pensaba pasar por mi calle, por la Travesía del Mal -es decir, por la Travessera de Dalt, cuya panadera, por cierto, se casó ayer a la misma hora que la Infanta, después de haber llenado toda la Travesía con un póster en el que debajo de su foto podía leerse: «Se casa el 4 y no es la Infanta. ¡Es la panadera de la Travessera!»-, fui andando hasta el lugar más cercano a mi casa por el que pasaba la Diada Nupcial, bajé por el barrio de Gràcia, camino de Cinc d’Oros, donde a la una y media se había anunciado que los novios cambiaban de coche. En la ciudad, que, fuera del recorrido real, parecía desierta, me encontré al rey de los fotógrafos de Barcelona: Català Roca, en silla de ruedas, mirando con su agudeza de siempre el paisaje, esperando que su hijo saliera de comprar en un supermercado. Pasé por la plaza del Diamant, donde había una modesta fiesta republicana, y al lado mismo de la estatua -horrenda- que han dedicado a la escritora catalana Mercè Rodoreda y de la que ni siquiera Flotats se queja, vi a una mujer que decía «guapa, guapa y más que guapa» a una pobre señora y también vi a un joven que leía serenamente Alfons XIV un crim d’Estat, una novela de Ramon Antoni Baulenas. Zona roja.

Y llegué a Cinc d’Oros, abarrotado de banderitas, y anoté lo que mis ojos vieron: personas de rostros abotargados, hocicos de bulldog, mejillas amoratadas, ojos inyectados en sangre de papel rosa, calor. Y siete mujeres guapas. Y mucho calor. Por motivos de seguridad, los novios no cambiaron de coche en Cinc d’Oros. De modo que no pude ver esa gorra formidable, a la antigua usanza, del lento conductor del Rolls, el viajero del día.

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