El País Digital
Lunes
9 marzo
1998 - Nº 675

Puerto Rico invade Estados Unidos

La autodeterminación de la isla alarma por igual a conservadores de EE UU y nacionalistas hispanos

JAVIER VALENZUELA

Manifestación en Puerto Rico en defensa del español,
en enero de 1993 (J. I. Fernández).
Ha sido preciso un siglo para que el país que se autoproclama «la mayor democracia del mundo» piense en concederle a Puerto Rico el derecho a la autodeterminación. Pero el miércoles la Cámara de Representantes de Estados Unidos dio un primer paso en esa dirección. Por la mayoría más escasa que pueda existir -209 votos contra 208- concedió permiso a los 3,8 millones de habitantes de la isla para que se pronuncien libremente sobre su futuro antes de fin de año.

Lo curioso fue que la resistencia a permitir la consulta no procedió del temor a que Puerto Rico pueda optar por la independencia, sino al contrario, a que escoja integrarse plenamente en EE UU y convertirse en la 51 estrella de la bandera norteamericana. Puerto Rico, insistieron muchos congresistas republicanos en un debate que The Washington Post calificó de «uno de los más agrios de nuestros tiempos», sería el primer Estado plenamente hispano de la Unión, un caballo de Troya de la lengua y cultura de raíces españolas en un imperio dominado hasta ahora por lo anglosajón.

No es la única paradoja del caso. Con la fuerza que le da el 51% de los votos emitidos en las elecciones puertorriqueñas de noviembre de 1996, el Partido Nuevo Progresista (PNP) afirma que la mitad o más de los boricuas votarán a favor de la integración en EE UU si no les exige renunciar al español.

Pero todo tiene explicación. «Para los puertorriqueños partidarios de la integración se trata de conseguir la plenitud de derechos políticos y las ventajas económicas adicionales que supone», dice el gobernador Pedro Rosselló, el cirujano pediatra de 53 años que lideró la gran victoria del PNP en 1996.

Cien años de espera

El próximo julio, la isla conmemorará el 100 aniversario de su invasión por EE UU. Cinco meses después de la explosión del Maine en el puerto de La Habana, cuando las tropas españolas ya se batían en Cuba y Filipinas, el general Nelson Miles, un veterano de las campañas de exterminio de los indios del Oeste, desembarcó al frente de sus soldados en Puerto Rico, que para entonces ya tenía autogobierno. En diciembre de ese año, en el Tratado de París, España cedió Puerto Rico a Estados Unidos, en el mismo paquete que Cuba y Filipinas.

A finales del XIX, Puerto Rico tenía para Washington el interés estratégico de ser un portaaviones vigilando el futuro canal de Panamá. Como dijo en los años treinta Pedro Albizu Campos, fundador del movimiento independentista, EE UU «estaba interesado en la jaula y no en los pájaros». Desde entonces, nunca ha sabido qué hacer con los puertorriqueños.

Cuba y Filipinas son hoy países independientes; Puerto Rico, no. La isla es un territorio de segunda clase de EE UU.

Desde 1898 todas las decisiones sobre Puerto Rico han sido adoptadas unilateralmente en Washington e impuestas a los boricuas. En 1919 se les concedió la nacionalidad estadounidense y en 1952 la isla fue convertida en Commonwealth o Estado Libre Asociado (ELA). Eso quiere decir que los 3,8 millones de habitantes disponen de pasaporte estadounidense, pueden instalarse en cualquier zona de EE UU y sirven en sus Fuerzas Armadas. Pero no pueden participar en las elecciones presidenciales, no tienen ningún representante en el Senado y el único que envían a la Cámara de Representantes -ahora Carlos Romero-Barceló- no tiene derecho a voto. También es verdad que no pagan impuestos federales.

Puerto Rico tiene «lo mejor de los dos mundos», según el opositor Partido Popular Democrático -PPD-, partidario del mantenimiento del ELA. Así lo resume uno de sus portavoces: «Cobramos en dólares y recibimos subsidios de Washington, pero hablamos en español, no pagamos impuestos federales y tenemos nuestro propio equipo olímpico; qué más podemos pedir».

El temor a que la incorporación a EE UU suponga el fin de la lengua y cultura españolas de Puerto Rico es la fuerza motriz del PPD y también de los independentistas. «Puerto Rico pagaría su conversión en el 51 Estado de la Unión con el precio más alto: la asimilación cultural», augura Rubén Berríos Martínez, presidente del Partido Independentistas Puertorriqueño (PID).

«Ese temor es infundado», replica Romero-Barceló. Como el gobernador Rosselló y todos los apóstoles de la plena integración, Romero-Barceló insiste en que «el español no es negociable». El mismísimo Bill Clinton respaldó la pasada semana esta tesis. En una reunión demócrata en Washington, dirigiéndose al gobernador Rosselló, pidió al Congreso que concediera el derecho de autodeterminación a la isla, dejó claro que le gustaría que los puertorriqueños optaran por la integración en EE UU y precisó que el mantenimiento de su lengua y cultura no debería suponer el menor obstáculo.

En ese clima, la Cámara de Representantes debatió el miércoles el proyecto de ley sobre Puerto Rico. Lo que estaba en juego era algo nuevo: que el Congreso de EE UU aprobara un plebiscito y adelantara su compromiso de respetar el resultado, sea el que sea. Y así lo decidió la Cámara de Representantes por un voto de diferencia y tras 12 horas de debate en las que un grupo de republicanos intentó sin éxito poner una condición previa: la proclamación del inglés como lengua oficial de EE UU. Al final, la Cámara dio luz verde a la posible incorporación de un Puerto Rico bilingüe, aunque, eso sí, recomendando que sus niños aprendan inglés antes de los 10 años.

Pendiente todavía de la aprobación del Senado, el plebiscito puertorriqueño ya levanta pasiones en la isla. Los defensores del ELA amenazan con boicotearlo y el independentista Berríos Martínez denuncia que es una maniobra de los «anexionistas». «Puerto Rico», dice, «es tan distinguible de EE UU como la nación palestina de Israel».

Por el contrario, los partidarios de la integración insisten en sus ventajas potenciales. Gracias a su relación con EE UU, Puerto Rico está mucho mejor que otros países caribeños, pero muy lejos de su poderoso protector. Tiene una renta per cápita de 7.662 dólares (1.175.000 pesetas), un tercio de la del conjunto de EE UU. Y sus niveles de delincuencia -24 homicidios al año por cada 100.000 habitantes comparados con 9 en EE UU- y de drogadicción son de los más altos del mundo.

Si la isla se convierte en el 51 Estado, profetiza el PNP del gobernador Rosselló, todo eso mejorará. «Puerto Rico», según Ángel Cintrón, «recibe ahora 10.000 millones de dólares anuales de EE UU, pero podría recibir 4.000 millones más. Nuestro crecimiento pasaría del 2,2% al 3,5%. Entonces sí que tendríamos de veras lo mejor de los dos mundos».

Bastión cervantino

J. V.
Sólo un cuarto de los 3,8 millones de habitantes de Puerto Rico son plenamente bilingües, o sea: dominan bien el inglés. Pero todos hablan el castellano. No es sólo que los cuatro siglos de presencia española pesen más que el siglo estadounidense, sino que la lengua de Cervantes se ha convertido para los boricuas en una bandera de identidad y resistencia. Durante el medio siglo que siguió a la conquista norteamericana de 1898, el inglés fue la única lengua enseñada en las escuelas de la isla, y ni por ésas. EE UU reconoció el fracaso de esa política, y la abandonó en 1949.

Aunque los independentistas sean hoy una minoría, Puerto Rico ha resistido tenazmente al colonialismo norteamericano. Incluso con métodos violentos. El 1 de noviembre de 1950, Óscar Collazo fue abatido en las escaleras de la Blair House, en Washington, donde había intentado asesinar al presidente Truman. Unos años antes, en 1937, la policía, por instrucciones del general Blanton Winship, había acribillado una concentración independentista en la ciudad de Ponce, matando a 22 personas e hiriendo a 97.

Es admirable, casi milagroso, que Puerto Rico conserve una identidad latinoamericana tan fuerte. ¿Perdería su carácter en caso de integrarse a Estados Unidos, o, por el contrario, contribuiría a la hispanización del imperio? Ése es el fondo de la cuestión.

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