El País Digital
Lunes
29 diciembre
1997 - Nº 605

Tragedia en Chiapas

La Iglesia y las autoridades mexicanas se acusan de alentar la guerra civil en la zona donde actúan los zapatistas

MAITE RICO


Funeral por las 45 víctimas de
la masacre de Acteal (AP).
Los 45 féretros estaban alineados en la pequeña explanada de Acteal, un poblado indígena del Estado mexicano de Chiapas. En primera fila, los quince más pequeños, de color blanco. Era jueves, 25 de diciembre. El sol había logrado abrirse camino entre la neblina que suele cubrir estos parajes del municipio de Chenalhó. Pero esta vez no parecía alegre. Caía a plomo sobre los ataúdes y el desconsuelo de los presentes. Habían pasado tres días desde que aquellos hombres, como fieras dementes, atacaran la aldea a balazos y golpes de machete.

Allí mismo quedaron los cuerpos de sus víctimas, la mayoría mujeres y niños. «Es la más triste Navidad de nuestra vida«. El obispo Samuel Ruiz leía pausadamente la homilía. «Les pido, hermanos, que no vayan a tropezar con la piedra del odio y la venganza«.

En realidad, el odio y la venganza se han enquistado ya en las comunidades de Los Altos y del Norte de Chiapas, habitadas, respectivamente, por indios de las etnias tzotzil y chol, dos ramas del tronco maya. La matanza de Acteal ha sacudido a México por su dimensión y su brutalidad. Pero antes de Acteal se habían celebrado a lo largo y ancho de la región decenas de sepelios. En silencio. Sin obispo ni periodistas.

En estos territorios, dependientes de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, se libra desde hace tres años una guerra civil no declarada, espoleada por el alzamiento, en enero de 1994, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Acantonada en la vecina Selva Lacandona, la guerrilla que dirige el «subcomandante» Marcos cuenta con bases de apoyo en las regiones chol y tzotzil.

A la maraña de viejos conflictos étnicos, agrarios, religiosos y hasta familiares que han corroído tradicionalmente estos municipios se ha superpuesto, ahora, la lucha por el control político de las comunidades entre los grupos filozapatistas y sus adversarios, aglutinados en torno al gubernamental Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Al menos 200 personas han sido asesinadas desde principios de 1995. Familias enteras han caído bajo las balas o los machetazos, en horribles carnicerías destinadas a sembrar el terror en el bando enemigo. Lo ocurrido en Acteal, en Los Altos, ha sido el paroxismo. Las víctimas eran, supuestamente, simpatizantes zapatistas. En la región Norte, son los priístas los que han causado más muertos.

A todos los cadáveres se les coloca una etiqueta política. Da igual que se trate de mujeres y niños. Detrás de cada crimen siempre hay un motivo inmediato: la disputa por un banco de grava, o por la propiedad de una parcela, o por el control de un ayuntamiento. Al final sólo importa la venganza.

El obispo Samuel Ruiz, abanderado de la teología de la liberación y embarcado desde hace casi cuatro décadas en la construcción de una iglesia autóctona, recorre su territorio con escolta y en vehículo blindado. El prelado no es bien recibido en algunas comunidades, que acusan a la Iglesia de alentar los enfrentamientos.

«Estamos inconformes con el cura Heriberto, porque sólo daba los sacramentos a los que piensan como él y dividía al pueblo. Le pedimos al obispo que lo cambie, pero él se aferra. Por eso la gente decidió cerrar el templo«, dice Diego Vázquez, maestro chol de El Limar y miembro del PRI. Desde hace dos meses, un candado mantiene cerrada la iglesia de este poblado de poco más de mil habitantes, situado en el municipio de Tila, en la zona Norte.

A través de las rendijas del portón de madera se alcanza a ver los listones de colores que cuelgan del techo de lámina. Las imágenes están colocadas en el altar, pero no hay bancos ni flores. Al lado del templo, pintado de azul turquesa, un grupo de policías juega un partido de fútbol sin hacer caso del fuerte calor húmedo. Sus uniformes están colgados en el pórtico de la casa parroquial, que sirve de acuartelamiento.


"La Iglesia busca su poder político y divide a las comunidades. Por eso otros poblados también han decidido cerrar los templos", dicen varios vecinos reunidos en El Limar, pueblo norte de Chiapas

Varios vecinos se han congregado en la casa del maestro. Explican que, a raíz del levantamiento zapatista, los catequistas, alentados por el sacerdote han estado presionando a los campesinos para que «simpaticen« con el movimiento armado y para que voten al centroizquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD). «Lo llaman Partido del Reino de Dios. Dicen que es por el bien de los indios. Los indígenas siempre hemos estado dominados, pero la Iglesia busca su poder político. Por eso otros poblados también han cerrado los templos«.

En la parroquia de Tila, la cabecera municipal, donde el milagroso Cristo Negro concita el fervor popular, el padre Heriberto, fuera de sí, se niega a dar su versión. Está encolerizado con quienes han osado recabar el testimonio del enemigo.

Felipe Toussaint, vicario de la diócesis de San Cristóbal, asegura que los candados en las iglesias son parte de una campaña de las huestes PRI para recuperar el control político de las comunidades, que están perdiendo poco a poco.

Las parcelas de maíz y los cafetales brotan en la densa vegetación tropical que cubre los cerros y los valles de la zona Norte, fronteriza con el Estado de Tabasco. La tierra es aquí tan fértil como escasos son los medios de que se dispone para comercializar la producción. Por ese motivo, los campesinos están a merced de los «coyotes», los inclementes intermediarios.

El episodio del cierre de los templos es sólo el pálido reflejo del clima de crispación que se vive en las comunidades choles, las más castigadas por la violencia. Según cifras oficiales, consideradas conservadoras, 110 personas han sido asesinadas desde 1995. Detrás de los crímenes suele haber dos rúbricas: Abu-Xu (hormiga nocturna), una organización semiclandestina que se presenta como «perredista« o «zapatista« y que las autoridades vinculan con algunos catequistas indígenas de la zona, y Paz y Justicia, agrupación de filiación priísta, a quien la diócesis de San Cristóbal califica de «paramilitar«.

«En 1994 llegaron a mi comunidad. Eran simpatizantes zapatistas. Decían a la gente que tenía que organizarse para acabar con el mal Gobierno y prometían casa y ganado. La consigna era unirse a la organización Abu-Xu«, explica Marcos Albino Torres, chol de Masojá Grande. «Como estamos todos jodidos, muchos le entraron. Empezaron a llevarlos a tomar alcaldías, bloquear caminos y destruir puentes. Si no vas, te ponen una multa. A aquellas gentes que no querían entrarle ni marcharse de su comunidad, les empiezan a dar cuello«.

Marcos, que llegó al grado de cabo en el Ejército, y Diego, el maestro de El Limar, dicen que la situación se agravó en marzo de 1995. «El día 24 mataron al Nicolás Pérez Ramírez. Era un líder campesino de Panhuitz Tianijá que estaba gestionando la pavimentación de los caminos. Lo habían peloneado (rapado). Le cortaron la lengua y los testículos. Dieciocho puñaladas le dieron. Esa fue la señal. Si se habían atrevido a tocar a Nicolás, que era un dirigente muy querido por el pueblo, a nosotros nos iba a llevar la chingada«.

Dos semanas más tarde nacía Paz y Justicia. «Los representantes de cinco comunidades nos reunimos en El Castaño, un ranchito escondido. Miedo había, pues«, cuenta Marcos. «Poco a poco, se fueron uniendo más gentes. Decidimos organizarnos«.

La contraparte tiene su propia cronología de los hechos. Según Manuel Pérez, coordinador de los catequistas de la región durante 18 años, ex alcalde del PRI de Jolnitxié y ahora diputado del PRD, el arranque de la violencia data de junio de 1995, cuando los priístas expulsaron a la población perredista de tres comunidades. Pérez, dirigente de Abu Xu, asegura que las agresiones son producto de la ofensiva lanzada por las autoridades contra los zapatistas y los perredistas.

El caso es que a partir de 1995 reina la ley del talión. La lucha de poder se ha desatado y ninguno de los grupos admite disidencias en las comunidades que controla. La minoría debe marcharse. Varios poblados se han dividido en dos ayuntamientos: el «rebelde« y el «constitucional«. El mismo esquema se reproduce en la zona de Los Altos. Los principales actores de la región hacen llamamientos a la «paz entre hermanos«, pero sus divergencias en el análisis del conflicto dificultan la búsqueda de una solución.

Para la diócesis de San Cristóbal, se trata de un «problema militar«: el Gobierno ha lanzado una «guerra de baja intensidad« para acabar con las bases zapatistas mediante «grupos paramilitares«. Paz y Justicia en la zona Norte, o La Máscara Roja en Los Altos, actúan alentados por el Ejército. «Hemos vivido episodios de complicidad evidente«, asegura el vicario Felipe Toussaint.

Respecto al papel desempeñado por los catequistas indígenas, a quienes un médico que trabaja en la zona define como «un auténtico contrapoder político«, la Iglesia se desmarca por completo. «Puede que haya catequistas en Abu-Xu, no puedo asegurarlo porque sólo en la zona Norte hay 500«, dice Toussaint, el vicario. «Pero no podemos controlar las opciones políticas. Nosotros sólo tenemos influencia moral«, añade.

La interpretación del obispado levanta ronchas en otros sectores. «La diócesis de San Cristóbal está exacerbando las contradicciones y manipulando la información para sus fines propagandísticos«, dice Uriel Jarquín, subsecretario de Gobierno del Estado de Chiapas. «Los supuestos paramilitares, y sus adversarios, son en realidad grupos que tienen armas y que reaccionan ante algo que comparten: el terror. Se disputan la dirección política y económica en las comunidades. El problema es muy complejo«.

Un ingeniero agrícola que trabaja en la región desde hace mucho tiempo cree que tanto el Gobierno como la Iglesia han perdido el control de la situación. «Paz y Justicia, Abu Xu y todos los demás grupos tienen una estructura armada, pero también tienen una base social importante. Sabemos que los militares han estado animando a la gente a que se defienda del hostigamiento de los grupos zapatistas. Hasta es muy posible que les hayan pasado armas. Pero los curas de la zona han estado haciendo un proselitismo irresponsable. Estas poblaciones son muy primarias, no tienen ninguna formación política. Es muy fácil promover la violencia revolucionaria. Y ahora a ver quién resuelve los problemas«.

Lo que resulta evidente para todos es el absoluto vacío de autoridad que impera en Chiapas. Si el Gobierno mexicano pensaba que los problemas se solucionarían mediante el equilibrio del terror, la matanza de Acteal ha venido a demostrar lo contrario. Numerosas voces exigen ya el desarme generalizado de todos los grupos, incluyendo el EZLN, y la reanudación del diálogo con la guerrilla, interrumpido el año pasado. Sólo así, dicen, puede evitarse que el polvorín acabe por estallar.

Católicos y evangélicos

M. R.
Mientras la parroquia de El Limar sigue cerrada, los otros tres templos evangélicos (presbiteriano, adventista y pentecostal) construidos en este pequeño poblado funcionan a todo vapor. Los católicos no reciben los sacramentos, pero tampoco han cambiado de rito. Al menos de momento.

A pesar de los afanes evangelizadores de la diócesis de San Cristóbal, desarrollados mediante una red de 500 catequistas indígenas, la zona norte de Chiapas es, de hecho, la región menos católica de México. El porcentaje de la población que se declara protestante ha crecido de manera espectacular en los últimos 30 años: en Tila alcanza el 20%, en Palenque el 25%, en Chilón el 30%, en Sabanilla y Salto de Agua el 37% y en Tumbalá el 50%.

Católicos y evangélicos han estado coexistiendo en la región chol sin mayores contratiempos. El estallido de la violencia, dicen, les ha afectado por igual. «La insurgencia zapatista polarizó a las comunidades«, asegura Abdías Tovilla, asesor jurídico del Comité Estatal de Defensa Evangélica de Chiapas. «Sus partidarios trataron de organizar a la gente con una mecánica de presión, y eso provocó reacciones contrarias«.

Las dos principales organizaciones de la región, Abu Xu y Desarrollo, Paz y Justicia, tienen en sus filas a católicos y evangélicos. «Están a título personal. Este es un conflicto agrario, ideológico, social, de poder... Nadie da su brazo a torcer«.

Sacerdotes y pastores sostienen reuniones para tratar de buscar salidas al enfrentamiento. Pero a pesar de que el credo religioso está aparentemente al margen, lo cierto es que la relación entre las cúpulas eclesiásticas locales se ha deteriorado a raíz de los enfrentamientos. En octubre de 1996, el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, que preside el obispo Samuel Ruiz, emitió un informe titulado Ni paz ni justicia en el que acusaba a la Iglesia Nacional Presbiteriana de colaborar con el Ejército mexicano en su campaña de «ideologización anticatólica y contrainsurgente«. «Adventistas y presbiterianos son la mayoría de los cuadros y tropa del grupo paramilitar Paz y Justicia«, decía el documento.

El texto no aportaba pruebas que sostuvieran estas afirmaciones. Los protestantes no daban crédito. «Resulta que mientras nosotros tomábamos café con el obispo, ellos preparaban este golpe bajo«, comenta Abdías Tovilla. La diócesis se retractó. «Nos dijeron que les habían malinformado unos antropólogos y gente de Abu Xu. Samuel Ruiz se disculpó, porque no habían corroborado estas acusaciones antes de publicarlas. Prometieron hacer una rectificación en el próximo número y retiraron el informe de la circulación. Pero el mal ya está hecho».

No es ésta la primera vez que la diócesis de San Cristóbal lanza dardos errados. La pasada semana el obispo Samuel Ruiz aseguró que «los paramilitares priístas« utilizaban ambulancias de la institución para transportar armas. El jefe de la delegación en México, Phillipe Gaillard, exigió públicamente «explicaciones detalladas« al obispo. Don Samuel aseguró todo había sido «una confusión«.

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