JOAN B. CULLA I CLARÀ
![]() a colocarse el velo (Reuter). |
Los nuevos tiempos han ido quitando a las bodas de la realeza y a la nacionalidad de sus cónyuges significación diplomática -el enlace de Balduino y Fabiola, hito de Eurovisión y de la incipiente prensa rosa, no estableció ningún vínculo especial entre Bélgica y España-, pero no las ha despojado de cierta carga política: aunque autorizada por El Pardo, la boda ateniense de Juan Carlos y Sofía en 1962 fue sin duda un gesto de independencia de la Casa Real española respecto al dictador y una reafirmación de su rango, coyunturalmente eclipsado en el modesto exilio de Estoril. Hoy, cuando la política es ante todo comunicación e imagen, sería muy ingenuo no observar en las ceremonias de ayer intenciones y mensajes que van más allá de la felicidad de los contrayentes.
Constatar este hecho no supone adherirse a las teorías más o menos conspirativas que han hablado de una boda de diseño. Por el contrario, todos los indicios disponibles confirman que las grandes elecciones de la infanta Cristina en estos últimos años -la de Barcelona como lugar de residencia, la de un género de vida normalizado y bien poco palaciego, la de Iñaki Urdangarín como esposo- han sido opciones personales, espontáneas, ajenas a cualquier gabinete de estrategia de La Zarzuela o de La Moncloa. Sin embargo, cuando los sentimientos ya habían hecho su obra, apareció la insoslayable lógica de Estado para proveer al evento de simbolismos extranupciales y de guiños subliminales.
En este sentido, resulta inevitable establecer comparaciones con el enlace de la infanta Elena. La de Sevilla fue una boda políticamente unitaria, en línea con la más añeja tradición española: rodeada de un fervor rojigualda (el mismo que arropa a la selección nacional de fútbol siempre que juega a orillas del Guadalquivir), contraída con un aristócrata, un Marichalar y Sáenz de Tejada, castellano viejo, y teniendo lo andaluz como mera pincelada folclórica. Incluso el ducado de Lugo, con que el Rey agració a la pareja, prolongaba la recia austeridad de los demás títulos creados por la familia real durante las tres últimas generaciones: los ducados de Soria, de Badajoz, de Segovia, el condado de Covadonga...
Bien distinto y resueltamente innovador ha sido el perfil del enlace barcelonés, con aires de cocapitalidad, política e identitariamente más complejo -«Felicitats. Felicidades. Zorionak»-, más polisémico: la personalidad del novio, un vasco de filiación inequívoca, sin gota de sangre azul aunque emparentado con un santo misionero y, además, catalanohablante por elección; la liturgia plurilingüe; un leve contrapunto de contestación republicana; el calor más distante del público; la presencia invisible del Barça y de La Caixa, esos dos buques insignia de la vera catalanidad y de sus contradicciones... Hasta el ducado de Palma de Mallorca evoca boyantes rentas per cápita, vacación y regatas mucho más que alcázares y reconquistas.
Hace poco más de 20 años, el ordenamiento legal adjetivaba la Monarquía española como «del 18 de julio». ¿Vamos a quejarnos ahora de que, aunque sea a través del sutil lenguaje de las nupcias, vaya convirtiéndose en una monarquía de las autonomías?
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