El País Digital
Domingo
5 octubre
1997 - Nº 520

Tarta televisiva

MANUEL VICENT

Iñaki besa a la infanta a
la salida de la catedral
Según la teoría marxista, el matrimonio es un sacramento que consagra esa unidad de producción que es la familia. Esta empresa, que incluso puede ser amorosa, por abajo fabrica proletarios, o sea, carne de cañón y mano de obra barata, y por arriba sirve para que los poderosos puedan unir escrituras, cortijos, negocios o reinos mediante las alianzas de oro que los novios se insertan en el dedo al pie del altar. Cuando los países eran fincas privadas de los soberanos, el matrimonio de sus vástagos era utilizado para formalizar pactos de Estado, reafirmar la paz después de una guerra e incorporar otras naciones a una política común. Esta teoría marxista está superada.

Hoy la familia se ha convertido en una empresa que por abajo produce telespectadores en masa que han sustituido a los antiguos proletarios y por arriba lanza al mercado algunos héroes de la pantalla para que puedan ser degustados, digeridos y finalmente arrojados a la basura. Se ha dicho que la realidad no existe: sólo existen las noticias. Creo que se ha dado ya un paso más: ni la realidad ni las noticias existen, sólo existe el espectáculo, puesto que el ser humano se ha transformado en un ente sentado que mira.

En la catedral de Barcelona se casaron ayer Cristina de Borbón, empleada de La Caixa, e Iñaki Urdangarín, jugador de balonmano. La novia es una chica bella y simpática que suele ir a comprar el pan seguida por dos guardaespaldas. El novio es un gigante moderno que lleva con igual elegancia el chaqué o el esmoquin que la mochila, las zapatillas Nike y la gorra del revés, y que ha aprendido enseguida a poner aristocráticamente las manos en el trasero después de meter un gol con la zurda. Dejando a un lado el amor y el balonmano, resulta que la chica es hija del Rey de España, el novio es hijo de un nacionalista vasco y la boda se ha celebrado en Cataluña. En este sentido, estas nupcias han tenido un carácter de legajo antiguo. Como en los viejos tiempos, esta unión podría servir para ligar esa salsa mayonesa llena de grumos que se llama España. En la catedral de Barcelona ha sonado el himno nacional, se han pronunciado palabras en catalán, en castellano y en euskera; también ha habido cánticos en estos idiomas a cargo de los respectivos orfeones y se han simultaneado las banderas. Después de todo, la bandera española sólo es un fragmento de la senyera cuatribarrada y la palabra peseta también es catalana, puesto que esa moneda se acuñó por primera vez en el Principado. Pero lo que cuenta es el espectáculo. Lo demás es política o tal vez amor.

La realidad consiste en un monstruo de 1.000 millones de ojos al que hay que echarle de comer todos los días. El matrimonio de la infanta Cristina con el deportista Iñaki Urdangarín ha constituido un plato de primera calidad. Hace un mes el monstruo se zampó dos entierros planetarios de un solo bocado, ayer deglutió esta boda real, mañana podrá devorar con el mismo apetito el asesinato de un magnate, el juicio de unos pederastas o el suicidio de un héroe de la canción. Lo único que piden los proletarios telespectadores es que el espectáculo les haga soñar, puesto que para vivir ya les basta con la bayeta, el autobús y la bolsa de la compra diaria.

En una boda real tiene que haber un equilibrio perfecto de policías y pasteles, pero la gracia estriba en que la pastelería cubra por entero el férreo trabazón de las metralletas. Atravesando ese mundo de hierro y dulzura, más allá del amor y la confitería, todo el mundo ha intentado sacar ventajas de este espectáculo televisivo. La monarquía sabe por instinto que su fuerza está en el boato o la apariencia. No basta con que un rey nórdico vaya al supermercado en bicicleta o que se dedique en sus horas de asueto a anillar aves o a vacunar cerdos. No basta con que una princesa o infanta trabaje de enfermera en la Cruz Roja o sea empleada de banco. El poder no es más que el reflejo de una liturgia, la prolongación de las vestiduras, una ficción que sustentan los mármoles. Llegado el momento, la monarquía, como la Iglesia, tiene que sacar del ropero las vestiduras brocadas en oro junto con los fajines, joyas, inciensos, polifonías, órganos, policías y palafreneros para apabullar a sus fieles o súbditos transportándoles a una realidad trascendental donde se dice que ellos están aposentados.

En esta boda de la infanta Cristina e Iñaki Urdangarín todo el mundo ha sacado su tajada. Las casas reales que forman el Gotha o criadero dorado de príncipes, duques, marqueses y aristócratas menores, esa granja selecta donde se surten los futuros reyes para reproducirse de forma endogámica, han hecho su presentación ante las cámaras reafirmando así su existencia virtual. La ciudad de Barcelona ha exhibido la belleza de sus calles con el deseo de que la vean los futuros turistas de Malaisia y también para que se animen a visitarla los esquimales con sus cámaras de vídeo. Los comerciantes han puesto la imagen de los novios en el escaparate, junto con los jamones, y los pasteleros han reproducido en chocolate mediante rayos láser la figura de los contrayentes en un millón de pasteles, los floristas han colocado flores donde antes había excrementos de perro y las fachadas del trayecto nupcial han sido lavadas de las inscripciones soeces de aerosol anarquista. Todo el latido sucio y caliente de una ciudad moderna ha sido suprimido, pero sólo en el tiempo que ha durado la retransmisión.

Para ser perfectamente digestiva para el monstruo de 1.000 millones de ojos, una boda real tiene que ser irreal. Ya no existen revoluciones. El esclavo Espartaco hoy sería un sumiso telespectador atiborrado de imágenes. Tampoco existen ya los republicanos. Estos seres entrañables forman una secta política parecida a los filatélicos que coleccionan cabezas cercenadas de reyes sólo en los sellos. La rebelión actual se produce sólo en la fascinación. Bajo una catarata de merengue, diademas, sonrisas, reflejos de Rolls Royce, cánticos y fuegos artificiales, el encuadre de las cámaras ha llevado a los ciudadanos parte del pastel de boda. Sin duda, los más golosos habrán pasado la lengua por la pantalla. En eso ha consistido su participación en la dicha universal. Antes, a los proletarios se les exigía que usaran sus manos para trabajar. Ahora se les pide que las usen para aplaudir. A todo esto, en Barcelona se ha casado una chica bella y simpática llamada Cristina, empleada de La Caixa, con el joven Iñaki Urdangarín, jugador de balonmano. Al margen del espectáculo hay que desearles toda la felicidad morganática.

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