Lunes
5 mayo
1997
![]() tras la cumbre celebrada en Italia en 1996 (A.P). |
Es cierto que la fase ascendente del ciclo sopla en las velas del Gobierno popular, lo que le permite apuntarse como mérito específico propio los resultados genéricos de la bonanza mundial; sin embargo, la tripulación capitaneada por el vicepresidente Rodrigo Rato ha sabido orientar el aparejo del navío para aprovechar los vientos favorables sin cometer demasiados errores ni perpetrar disparates. Y aunque también sea verdad que los principales méritos del pacto para la reforma del mercado laboral corresponden a los sindicatos y la patronal, los gobernantes del PP -con especial mención del ministro Javier Arenas- tienen derecho a figurar en los títulos de crédito de la película. Dicho sea de paso, nadie debería extrañarse de que un Gobierno conservador haya conseguido apadrinar lo que un Gobierno socialista trató inútilmente de promover durante la pasada legislatura (su fracaso desembocaría en la huelga general de enero de 1994). Porque los partidos electorales que han sustituido tras la Segunda Guerra Mundial a los partidos de integración social o confesionales disfrutan al echar la caña en cotos ajenos: el PP en aguas sindicales y el PSOE en aguas empresariales.
La serenidad y el civilizado talante de Jaime Mayor Oreja han establecido igualmente una buena sintonía con la opinión pública. Aunque ETA siga asesinando y las juventudes de HB escenifiquen en las calles vascas la barbarie fascista, el mal recuerdo de la gestión del orden público realizada por los ministros socialistas favorece comparativamente al actual titular del departamento del Interior. Fuera de esos ámbitos de aciertos, el incumplimiento de buena parte de las promesas electorales y la irritación provocada por los abusos de poder y la forma arrogante de ejercerlo explican que los sondeos de opinión no arrojen, un año después de la investidura de Aznar, resultados concluyentes a su favor.
Dos argumentos -ambos consistentes- permiten al Gobierno del PP rechazar o relativizar las críticas referidas al abandono en el camino de algunas vistosas maletas de su equipaje programático: el pacto con los nacionalistas y el insuficiente tiempo transcurrido. La situación minoritaria del PP en el Congreso (le faltan 20 escaños para la mayoría absoluta) sólo le permite trasponer al ordenamiento legal aquella parte de su programa electoral que cuente con el apoyo de otros grupos parlamentarios; aunque los 16 diputados de CiU desempeñan habitualmente esa función complementaria, IU ha cumplido también ese papel ancilar para la ley de televisión digital. Como la piadosa devoción de los dolores y los gozos del patriarca san José, los resultados del 3-M infligieron a José María Aznar el grave castigo de tener que negociar su investidura con Jordi Pujol (y después con los nacionalistas vascos y canarios), pero también le dispensaron el consuelo de una coartada justificadora para los incumplimientos de su programa. Algunos de esos compromisos hoy abandonados figuraban de forma expresa en la plataforma electoral del PP; por ejemplo, el cumplimiento íntegro de las condenas de los terroristas, la nueva forma de elección del Consejo General del Poder Judicial y el establecimiento de un sistema de habilitación nacional para el acceso a los cuerpos de catedráticos. Otras promesas se hallaban implícitas en pronunciamientos más generales; por ejemplo, la beligerante definición de España como única nación del Estado parecía anunciar cambios sustanciales en las relaciones del Gobierno central con las autonomías controladas por los nacionalistas catalanes y vascos, especialmente en política lingüística: el injurioso pareado gritado bajo los balcones de la sede madrileña del PP la noche de las elecciones (Pujol, enano, habla castellano) expresaba groseramente tales expectativas.
El pacto con CiU no sólo ha recortado el programa del PP, sino que le ha forzado a asumir compromisos como la abolición a medio plazo del servicio militar obligatorio. Mayor importancia reviste la adopción del nuevo sistema de financiación autonómica impuesto por Pujol, así como otras concesiones hechas al nacionalismo catalán, vasco y canario; quedan abandonadas, pues, las promesas electorales del PP de forzar un nuevo pacto autonómico para establecer la lista de competencias del Estado intransferibles e indelegables y «diseñar un programa, con un horizonte básico de dos legislaturas, para lograr la equiparación competencial entre todas las comunidades autónomas».
La segunda justificación del PP para disculpar sus incumplimientos es que sólo ha transcurrido un año de legislatura y restan teóricamente otros tres para concluirla. Algunos de esos compromisos se tomaban ocho años de plazo: por ejemplo, la equiparación competencial de las autonomías antes aludida y la edificación de 1.200.000 viviendas. Pero la inmensa mayoría de las promesas pendientes tiene como límite los cuatro años de la presente legislatura: desde la cacareada reducción del tipo marginal máximo del IRPF al 40% hasta la reforestación de un millón de hectáreas.
Sin embargo, así como los profesionales de la política suelen acomodarse rápidamente a la realidad y buscar coartadas para justificar sus renuncios, los ideólogos liberales del PP, tras una corta etapa de euforia (alguno llegó a establecer una patética comparación entre el paquete de decretos-ley de junio de 1996 y la desamortización de Mendizábal), han tenido mayores problemas para explicar tan pronunciado viraje. Porque la lista de abandonos del credo superespañolista y ultraliberal defendido por los publicistas del PP durante la anterior legislatura es amplia: la aceptación de la doctrina de Pujol sobre el carácter plurinacional del Estado y la defenestración de Vidal-Quadras en Cataluña; la inicial negativa del Gobierno a desclasificar los papeles del Cesid, rectificada después por su oscura invitación para que la Sala Tercera del Supremo lo hiciera; el aumento de la presión fiscal; el intervencionismo de la Administración; el mantenimiento de un amplio sector público, la falta de control parlamentario de la privatización de empresas y el aplazamiento sine die del prometido saneamiento de Televisión Española para acabar con su «exorbitante nivel de endeudamiento» y con «una gestión caracterizada por el despilfarro y la beligerante orientación partidista»; el estilo socialdemócrata del diálogo con los sindicatos y la patronal para las pensiones y la reforma del mercado laboral, etcétera.
Algunos portavoces oficiosos del PP sostienen que la aceptación por Aznar del plato de lentejas de la investidura presidencial a cambio de la pérdida de su primogenitura españolista fue un astuto movimiento táctico para preparar desde el poder unas elecciones anticipadas que le permitan arrasar en las urnas y aplicar -entonces- su programa; se trataba, en definitiva, de alcanzar el Gobierno a cualquier precio con el propósito de instrumentar una estrategia de pan y circo, esto es, de pensiones para los jubilados y de propaganda televisiva para la sociedad pasiva.
Si la entrada de España en el pelotón de cabeza de la Unión Europea constituiría para Aznar un formidable activo electoral, el agradecimiento de los jubilados, los parados y los jornaleros del PER por haber cobrado sus pensiones y subsidios permitiría al PP comprar lo que hace un año sus publicistas llamaban despectivamente el voto cautivo; de añadidura, el sectario desembarco del agit-prop popular en Televisión Española y la agencia Efe y el eventual doblegamiento de los medios de comunicación independientes contribuirían de forma decisiva a fabricar esa futura mayoría absoluta popular. Si el hugonote Enrique IV de Navarra comprendió a tiempo que París bien valía una misa, el españolista Aznar vio enseguida que el palacio de la Moncloa bien valía un viraje catalanista.
No le faltaba cierta razón. La ocupación de las instituciones de un Estado moderno, que controla directa o indirectamente casi el 50% del PIB, termina concediendo a los recién llegados a los altos cargos la misma aura simbólica de autoridad disfrutada por sus predecesores. No sólo los corchos que se elevan a lomos de las olas se creen los príncipes de las mareas: si la política exterior y los ceremoniales públicos brindan a los gobernantes la oportunidad de figurar ante los ciudadanos como hombres de Estado, la marcha ordinaria de la Administración les permite aparecer como representantes de la nación y como defensores del interés general frente a los intereses particulares. Así, la identificación del PP con el Gobierno y de éste con el Estado y con la nación sirve para descalificar informaciones periodísticas molestas para el Ejecutivo (los problemas del euro o el derecho de asilo dentro de la Unión Europea) como si fuesen delitos de lesa patria.
Era inevitable, por esa misma razón, que los hechos criticados al Gobierno socialista, como su desprecio al Parlamento, sus invasiones del poder judicial, su patrimonialización de la Administración pública y su política de hinchazón burocrática, pasaran a convertirse en modelos a imitar. Las promesas de devolver al Parlamento su posición central en la vida pública han dejado paso al abuso del decreto-ley: mientras el Congreso aguarda todavía la celebración del debate sobre el estado de la nación, el Senado sigue hibernando. Los demagógicos compromisos de adelgazar la Administración pública y de reducir drásticamente los altos cargos han sido incumplidos no sólo por motivos funcionales, sino también por el deseo de satisfacer a la propia clientela. Frente a sus promesas programáticas de profesionalizar la carrera administrativa («que pueda alcanzar hasta el desempeño de los puestos de subsecretario y director general»), el Gobierno del PP ha emprendido una caza de brujas contra funcionarios sospechosos de no amar suficientemente a los populares y ha comenzado a aplicar prácticas del spoil system impropias de una burocracia racional. La purga -especialmente visible en la carrera diplomática- alcanza también a la empresa pública: gestores de reconocida competencia e imparcialidad política como Óscar Fanjul en Repsol, Francisco Luzón en Argentaria, Jaime Terceiro en Cajamadrid, Cándido Velázquez en Telefónica y Pedro Pérez en Telefónica fueron destituidos para dejar un hueco libre a los amigos personales de Aznar .
Los populares, víctimas de la realidad virtual construida por ellos mismos durante su etapa de oposición, llegaron a creerse que el Estado había sido objeto de una expoliación generalizada y sistemática por el PSOE durante los pasados 13 años. Es cierto que algunos sonados escándalos (como los protagonizados por Mariano Rubio, ex gobernador del Banco de España; Luis Roldán, ex director de la Guardia Civil, y Gabriel Urralburu, ex presidente de Navarra) avalaban esa sospecha. Sin embargo, también es posible que algunos dirigentes del PP proyectaran -en el sentido freudiano del término- su propia codicia sobre el adversario. Las promesas electorales de «un nuevo estilo de gobernar, basado en la austeridad y en la ejemplaridad», han quedado incumplidas: los altos cargos siguen coleccionando consejos de administración en las empresas públicas para redondear sus ingresos. La investigación en curso del caso Soller , el caso Zamora y el caso Tecnomedia permitirá comprobar si las acusaciones de corrupción personal o institucional ya confirmadas por sentencia firme en el caso Hormaechea , el caso Peña y el caso Pérez Villar (el caso Naseiro fue sobreseído por obtención ilegal de pruebas) continúan salpicando al PP.
Cualquier comparación entre la Restauración de 1876 y la Restauración de 1975 muestra diferencias mucho más relevantes que las semejanzas: abstracción hecha de las enormes distancias existentes entre la España de Alfonso XII y la España de Juan Carlos I, ambas restauraciones tuvieron en común el propósito de acabar con ese exclusivismo de partido que lleva a la aniquilación de los vencidos en las contiendas políticas. Pero el año transcurrido desde el 3-M ofrece indicios de que el Gobierno del PP se propone romper esa regla de oro de la alternancia democrática y regresar a los tiempos autoritarios en que los adversarios políticos eran tratados como enemigos a suprimir. Abstracción hecha de la investigación en sede judicial de la guerra sucia contra ETA (el caso GAL ), la financiación ilegal del PSOE (el caso Filesa ) o la corrupción personal (el caso Roldán , el caso Urralburu y el caso fondos reservados), la acusación del PP según la cual el Gobierno de Felipe González perdonó 200.000 millones de deuda tributaria a sus amiguetes trata de sustituir las eventuales responsabilidades técnicas de los inspectores de Hacienda por unas fantasmagóricas responsabilidades penales de los altos cargos socialistas inculpados de prevaricación y cohecho. Esa criminalización por el PP del PSOE -ayer Gobierno, hoy principal grupo de la oposición y quizá mañana de nuevo Gobierno- marcha en paralelo con la estrategia parlamentaria popular de sofocar cualquier crítica formulada por la oposición socialista mediante el procedimiento de airear los trapos sucios de su pasado: esa actitud podría ser también interpretada como una envilecedora propuesta dirigida por el PP al PSOE para intercambiar silencios mafiosos sobre los pecados y suciedades respectivos.
La tentación del Gobierno de desenterrar las prácticas exclusivistas superadas por la transición también se dirige contra grupos sociales intermedios; en su libro La segunda transición (página 23), Aznar atribuía ominosamente la expropiación en 1983 de Rumasa por el Gobierno socialista a la «doble intención» de «amedrentar a la sociedad y demostrar quién y cómo manda aquí: todo lo demás es literatura». La intimidatoria política contra la libertad de empresa y la libertad de expresión impulsada por el vicepresidente político y por el secretario de Estado de Comunicación (el tándem Álvarez y Rodríguez recuerda a la memorable pareja de Tintin formada por Hernández y Fernández) trata de justificar con el rótulo del interés general la activa promoción de los intereses particulares del partido que lo sostiene y de los medios periodísticos que le apoyan. La Televisión Española de López Amor compite en servilismo gubernamental con los tiempos de Rafael Ansón y de Calviño, mientras la agencia Efe retrocede a la época de Luis María Anson. El carácter subterráneo de las alianzas político-mediáticas dificulta su interpretación: no se sabe bien si el Gobierno de Aznar controla los diarios Abc y El Mundo , el semanario Época y la radio de los obispos o si, por el contrario, esos medios llevan de la brida al presidente Aznar. Esa sectaria política de comunicación se prolonga en la ofensiva lanzada para debilitar económicamente a grupos de comunicación cuya autonomía ideológica e independencia financiera les permiten informar y opinar libremente sin temor a las represalias del poder y sin necesidad de sus ayudas; sirvan de ejemplo las ilegítimas medidas intervencionistas de caso único dictadas por el Gobierno de Aznar para impedir al grupo PRISA seguir operando con su televisión digital ya en marcha mediante la arbitraria prohibición de su descodificador (homologado en Europa), los privilegios dados a su competidor (la plataforma gubernamental de Telefónica, Televisión Española y Televisa) y un proyecto de ley del fútbol expropiatoria de derechos adquiridos. También se desconoce el programa máximo de los actores de esas estrategias convergentes contra PRISA y demás grupos de comunicación independientes: tal vez el Gobierno del PP aplique básicamente una estrategia de debilitamiento para imponer sus condiciones mientras que sus aliados mediáticos -los diarios El Mundo y Abc , el semanario Época y la radio de los obispos- se propongan una estrategia de destrucción para dar la vuelta a la tortilla .
Esa peligrosa deriva del Gobierno de Aznar hacia las prácticas exclusivistas también incumple una promesa central del programa electoral del PP: lograr «una España en la que el Estado de derecho sea una realidad palpable, respetada por todos», donde el principio de la mayoría no pueda ser «interpretado y aplicado incorrectamente» a fin de atribuir fraudulentamente «legitimidad a todo lo que el poder dispusiera » y en la que los derechos de las minorías estuviesen suficientemente protegidos de la arbitrariedad del Gobierno. ¿O todo será -como escribió hace tres años Aznar- simplemente literatura?
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