EL PAIS DIGITAL



La Cuba posible
MARIFELI PÉREZ-STABLE

Pese a sus reiteradas e insistentes afirmaciones respecto al apoyo que la inmensa mayoría supuestamente le confiere, el Gobierno cubano padece de una profundísima -si bien latente- crisis política. El haber desafiado los presagios que le auguraban la misma suerte que sufrieron sus antiguos aliados en la Unión Soviética y Europa del Este, le ha permitido al régimen aparentar una cierta normalidad. Bajo la superficie, sin embargo, sus fundamentos políticos han sido debilitados por 38 años de consignas revolucionarias cada vez más vacías y erosionados por el escepticismo creciente de la población. Aunque la crisis latente no tiene otra salida que la transición a la democracia, la cúpula dirigente en Cuba se resiste a ella con vehemencia. En sus inicios, la Revolución Cubana suscitó un apoyo popular extraordinario. Su triunfo conmovió a la población de tal forma que el hecho de que el nuevo orden no les dejara a sus opositores otra alternativa que la cárcel, la muerte, el exilio o el silencio fue opacado por lo que entonces parecía más apremiante: su llamamiento en defensa de la soberanía nacional y la justicia social. Al rechazar la democracia representativa, el Gobierno revolucionario se fundamentó en el modelo de partido único, combinado con la autoridad imponente de Fidel Castro y el entonces masivo apoyo de la población. El reto estribaba en la reconducción de la efervescencia revolucionaria hacia un entramado de instituciones capaces de afrontar las múltiples exigencias de la vida cotidiana.

Hoy resulta totalmente imposible cumplir con ese reto, pues la revolución ya no está viva. El exitoso desafío a los presagios del derrumbe a principios de los noventa se ha logrado mediante la reafirmación del modelo surgido al calor revolucionario, lo cual a su vez, paradójicamente, subraya la crisis política por tres razones. La primera es la intrínseca dependencia del sistema político en la figura de Fidel Castro. Al igual que sus homólogos en la URSS de Stalin y la China de Mao, el Partido Comunista de Cuba no ha tenido la fuerza institucional de «rutinizar» el liderazgo unipersonal. Sin embargo, a diferencia de la URSS y China, Cuba se va a enfrentar a la ausencia del máximo líder en condiciones excepcionalmente adversas para la continuación del status quo. La segunda razón se refiere al apoyo ciudadano al Gobierno. Los portavoces oficiales afirman contar con una popularidad permanente, mientras que los opositores, así como, crecientemente, la mayoría de la comunidad internacional, ponen en duda esa afirmación. No obstante, el Gobierno no se atreve a someterse a la única prueba que saldaría la diferencia de opinión: unas elecciones libres y honestas. Por último, la crisis también se debe al desfase entre el sistema político y la sociedad cubana actual, especialmente con respecto a aquellos sectores que despuntan como una clase media en gestación. Los sectores medios bien podrían ser los portadores de la difícil y delicada transformación que el país necesita urgentemente. Esta amplia intelligentsia -profesionales, administradores, maestros, intelectuales, artistas, periodistas, dirigentes sindicales, religiosos, empresarios en cierne, políticos- está integrada por todos los que, en su quehacer cotidiano, podrían pensar y articular una Cuba capaz de afrontar los mandatos del nuevo siglo. Su perfil sociológico es realmente notable: un 40% de la fuerza laboral posee niveles técnicos y profesionales y más del 65% de esta fuerza calificada reside fuera de La Habana. Es decir, en contraste con la ingeniosa clase media cubana de los años cincuenta que, mayoritariamente, se concentraba en la capital, la que se ha ido gestando desde entonces podría desempeñar labores de dirección e influencia a lo largo y ancho de la isla.

Pero, claro está, en las condiciones vigentes, el país no puede verdaderamente beneficiarse de este caudal humano. Tal parece ser que las tímidas reformas económicas decretadas a partir de 1993 han sido dirigidas, precisamente, a impedir que estos sectores alcancen su justo relieve. Por ejemplo, la ley que autoriza el autoempleo se lo veta a los graduados universitarios, lo cual ha traído como resultado que sea frecuente encontrarse a médicos, ingenieros y maestros trabajando como taxistas, mozos de hotel o en cualquier otra actividad que les signifique ingresos en divisas. Asimismo, la negativa del Gobierno a permitir la creación de la pequeña empresa privada nacional es aún más reveladora de la voluntad de la dirigencia de mantener el poder a expensas del mejoramiento económico del país. Sin una legislación que autorice la creación de este sector empresarial, la economía no va a salir del atolladero: sólo garantizándole a la población plenos derechos empresariales podrá el Estado desplazar al no menos del millón de trabajadores actualmente subempleado en el sector público. Se calcula que alrededor de un 60% de estas empresas no son rentables. La retórica oficial se arropa con el manto de la equidad, sin duda un ideal justo y necesario en cualquier sociedad. Los gobernantes cubanos, sin embargo, se escudan detrás de esta retórica para evitar las verdaderas reformas. Aunque son grandes admiradores de China y Vietnam por su habilidad para efectuar cambios económicos sin perder el control político, no se arriesgan a una reestructuración similar pues saben que, en Cuba, tendría que acompañarla una apertura política que, eventualmente, quebrantaría el modelo político de liderazgo unipersonal y partido único. No es lo mismo implementar reformas económicas en sociedades fundamentalmente campesinas que en una, como la cubana, básicamente urbana y con una masa crítica de población altamente calificada.

La Cuba posible, por tanto, está claramente al alcance del actual Gobierno. Sin duda, su nacimiento podría facilitarlo el que Estados Unidos adoptaran una política más a tono con la de la Unión Europea, o si las voces de reconciliación predominaran en el exilio. Pero, ostentar la tesis de que sólo con el levantamiento del embargo o la moderación del exilio es hacedero un cambio más sustantivo en Cuba resulta vergonzoso para un Gobierno que tanto se jacta de su nacionalismo. La tesis contraria -es decir, que es inaplazable implementar una verdadera reforma de la economía y establecer un Estado de derecho- responde no a exigencias extranjeras sino, me atrevería a afirmar, a las aspiraciones de la abrumadora mayoría de los cubanos en la isla. En días recientes, voceros gubernamentales se han manifestado preocupados por la recesión económica que el nuevo año seguramente les depara. La irrentabilidad de las empresas estatales ha traído como consecuencia una acumulación tal de la deuda interna que, conjuntamente con el déficit de la balanza comercial y la deuda externa, amenaza la modestísima recuperación de los últimos tres años. La alta dirigencia, por tanto, parece haber perdido la apuesta que a partir de 1993 la llevó a implementar reformas a medias: éstas, evidentemente, no han bastado para sanear la economía. Es probable, no obstante, que la reacción sea decretar otra rueda de tímidas medidas. Si es así, la cúpula cubana acentuaría la latente crisis política al recurrir a los manidos métodos que si bien, hasta ahora, le han servido para reafirmarse en el poder, no dejan de poner en evidencia la fragilidad, de fondo y a largo plazo, del sistema. Tarde o temprano, una transición a una economía de mercado y a la democracia tendrá lugar en Cuba. ¿Se iniciará ésta mediante un pacto con los que hoy gobiernan o en radical oposición a ellos? Ésa es la pregunta clave. Un pacto que desatascara los talentos y liberara las voces de los sectores medios le traería, sin duda, enormes beneficios al país. Y, claro está, también respaldaría a aquellos en el sector oficial que fueran capaces de imaginarse lo inevitable -una Cuba sin Fidel Castro- y que, desde ahora, lograran actuar con esta perspectiva.


Marifeli Pérez-Stable es socióloga cubana residente en Nueva York y presidenta del Instituto de Estudios Cubanos.