Por Enrique Valle Andrade
"El poder no es para la mujer", en el Ecuador solo estaría
disponible para los hombres, quienes no son proclives a ceder
espacios que puedan ser ocupados por personajes destacados del
sexo femenino. Esta parece ser la conclusión que se extrae de
las amargas reflexiones de la señora Rosalía Arteaga y de
algunas de sus decepcionadas expresiones emitidas como
corolario de su frustrado intento de quedarse en el poder
luego de las intensas jornadas callejeras del pasado febrero.
No se le habría permitido asumir la Presidencia por ser mujer,
ni se le perdonó sus culpas por esta misma razón. A sus
afirmaciones no les ha faltado el respaldo de valiosas
exponentes de cierto sector del feminismo ecuatoriano, que
siempre ha creído encontrar la huella masculina en todo acto
dirigido a abortar los logros y triunfos de las mujeres
inteligentes de este país. ¿Es cierto todo esto?
A estas alturas de la vida la experiencia no nos permitiría
negar que el ascenso de la mujer en una cultura tan machista
como la nuestra es siempre producto de un tenaz y esforzado
proceso en el que ella tiene que luchar codo a codo con los
hombres, muchas veces superando escollos y celadas para poder
escalar posiciones en la vida. Para conseguirlo ha invadido
los centros de educación de todos
los niveles y ha desarrollado facultades intelectuales que
anteriores generaciones de su sexo no pudieron aprovechar
porque una deficiente estructura social no se lo permitió.
Hoy en día es diferente: la que se queda atrás, confinada al
reducto de lo doméstico, se queda porque su falta de entereza
no le permite superar las adversidades que otras sí logran
vencer.
En el caso particular de la doctora Arteaga no parece que en
su corto y exitoso trayecto por la escena política le hubieran
surgido al paso los tenebrosos fantasmas del machismo
resentido para oponerle barreras y construirle peligrosas
trampas; muy por el contrario, se nos ocurre que fueron
políticos varones, quienes por aprovechar utilitariamente su
talento y su encanto personal pusieron a su disposición las
mejores oportunidades para que ella logre sacar ventaja sobre
otros contendores en la carrera hacia el poder.
Lamentablemente, su obsesión por alcanzarlo alguna vez la
condujo a juntarse con el menos indicado de estos varones.
Tan mala compañía, que la opinión pública del Ecuador no ha
logrado digerir la justificación de la doctora Arteaga por
este desafortunado enlace contenida en la frase: "Creí que
había cambiado y fui engañada". Explicación digerible
viniendo de un ingenuo pero jamás aceptable en alguien que ha
demostrado ser tan astuto y sagaz como la vicepresidenta.
No resulta aceptable entonces la repetición de la vieja y
disonante cantaleta del machismo egoísta para explicar el
pesaroso desenlace de la carrera política de la segunda
mandataria. Más justo y sensato sería atribuirlo a sus propios
errores y a sus evidentes fallas de cálculo, producto de la
obnubilación que a ratos genera la cercanía del poder.
En política, los espacios se conquistan a base de
inteligencia, tenacidad, audacia y ambición, y de todo ello ha
hecho derroche doña Rosalía; pero se mantienen solo a base de
credibilidad. Cuando ésta se esfuma, esos espacios se hacen
más pequeños o desaparecen, cualquiera sea el sexo del
político que pierde la confianza del pueblo.