* Ser del Sexo Femenino en Esta Zona "es más Doloroso que un Parto"
* La Pobreza Sólo Agranda la Pesadilla en Esta Tierra de Rebeldes
* Sufrimiento, la Constante en una Cadena de Vejaciones y Explotación
ANDRES BECERRIL, enviado
"El mañana, si lo hay, será con ellas y, sobre todo, por ellas..."
SAN CRISTOBAL DE LAS CASAS, Chis., 7 de marzo.- Prisioneras eternas del pasado y presente de la marginación indígena que lacera -y que contra ellas se ensaña-, aquí los capullos de mujer crecen y aprenden a ser mujeres, mucho antes de que hayan dejado de ser niñas...
En una existencia exenta de oportunidades y henchida de responsabilidades, sobre esta tierra de indígenas rebeldes -que sin embargo las reivindica- ser mujer no sólo significa "persona del sexo femenino", como no es necesario, tampoco, "haber llegado a la edad de la pubertad" para ser mujer...
Por pobres, por mujeres y por indígenas, ser mujer aquí representa una tiple pesadilla.
Porque dicen, aquí ser mujer "es más doloroso que un parto".
Las estadísticas son frías: en Chiapas -entidad con el mayor grado de marginación- hay más de 720 mil habitantes indígenas mayores de cinco años; del total de la población indígena, las mujeres ocupan 49.7%; de este índice, 63.3% también hablan español y 42% de las habitantes indígenas mayores de seis años son analfabetas.
La tasa de fecundidad en el estado es de 2.7 hijos nacidos vivos por mil mujeres mayores de 12 años, y la tasa de crecimiento media anual es de 5.8.
La población indígena mayor de cinco años católica es de 440 mil 81 habitantes, de los cuales 220 mil 202 son mujeres.
La población ocupada hablante de lengua indígena es de 232 mil 296 habitantes, de los cuales 90.5% son hombres y sólo 9.4% son mujeres.
Sin embargo, nada nunca va a ser tan cruda como la misma realidad, que en Chiapas, y principalmente sobre la mujer indígena, como si hubiese sido "clonada", lesiva se repite, se repite y se repite...
Ejemplos sobran. Basta dejar atrás Tuxtla Gutiérrez -por la recta de Chiapa de Corzo- y comenzar a subir por la serpenteante carretera, que sobre las montañas a uno lo internan en una verdad, donde la violencia es el contexto de la vida cotidiana de las mujeres indígenas.
Ahí la cadena de humillaciones y vejaciones contra la mujer y su dignidad nítidamente se delinean sobre una constante: el sufrimiento, producto de la desigualdad y una rampante explotación que comienza en el seno familiar.
Cualquiera de las mujeres de pies desnudos que trabajosamente caminan con un mecapal sujeto a la frente y que a cuestas kilos y kilos de leña cargan, son las "víctimas vivas" de la profunda indignación y el dolor, a la que la inmemorial historia de discriminación, injusticia y violencia las ha condenado.
En Chiapas, donde la voz femenina se alzó a la par del levantamiento armado de 1994 y que junto con el ¡ya basta! zapatista, ahora luchan por sus derechos como mujeres, que alejados de cualquier matiz político se convierten sólo en una llana demanda a la que cualquier ser humano aspiraría: "ser tomadas en cuenta".
Y sin embargo no es así. Ellas, que carecen de todo derecho a la tierra, a la salud, a la educación, a la alimentación y por supuesto a cualquier cargo de representación popular, son las "víctimas entre las víctimas", que desde la más tierna infancia se ven obligadas a nunca dejar de trabajar.
EN CADA NIÑA, HAY UNA VICTIMA
La historia de marginación de las mujeres empieza el mismo día en que fueron alumbradas. Desde entonces, su género las "marca" para siempre. Y los padres de las indígenas son los primeros en ejercer la discriminación y la violencia en contra de ellas.
Como son mujeres, y no los brazos aptos para el trabajo del campo, como sí lo son los hijos varones, reciben menos alimento. De hecho, el mayor índice de desnutrición, según datos oficiales, se encuentra entre las mujeres.
Su condición femenina la excluye también de que sus padres siquiera les compren zapatos de hule -a la mayoría de ellas se les ve descalzas-; mientras que a los niños hasta de sombrero los dotan.
Y mientras en los hogares indígenas se hacen planes para que eventualmente los niños asistan a la escuela -cuando menos para que aprendan a leer y escribir-, el destino de las niñas ni siquiera es susceptible de discusión: en una indigna operación de compra-venta, su futuro, el matrimonio, ya está "apalabrado".
En tanto el día del arreglado enlace llega, en intrincadas veredas, con pesadas tareas domésticas, por las calles de algunas ciudades -vendiendo artesanías-, los capullos de mujer empiezan a crecer y a aprender a ser mujeres, mucho antes de que hayan dejado de ser niñas.
UNA HISTORIA ENTRE MILES
Con dificultad para caminar, por un evidente mal en la cadera -¿congénito o producto de la violencia?-, una solitaria pequeña que no rebasa los 90 centímetros de estatura, incansable, con diminutos pasitos desnudos, "cazando" turistas, recorre el parque central del antiguo Valle de Jovel.
Con un fino hilo de voz, aquella pequeña mujer, que vedado tiene el derecho a jugar, no deja de repetir una demanda a los rubios paseantes: "¡comprá! ¡comprá!"
Atónitos por no encontrar de dónde proviene aquella voz, inevitablemente el forastero agacha la cabeza para distinguir, en medio de una maraña de coloridos estambres tejidos -cinturones y pulseras-, bolsas, rebozos y muñecos de trapo, un par de enormes ojos negros cubiertos por tupidas pestañas, alegres asoman y brillan.
Con la atención puesta en aquel frágil cuerpo tzotzil cubierto por una blusa que limpia es azul y un retazo de lana negra atado por un cinto de trapo, que es un faldón que descubre sus tobillos hinchados por costras de mugre, la "marchanta" vuelve al ataque:
"¡Comprá!", dice, mientras muestra y ofrece, con su bracito estirado, un diminuto monedero de tela multicolor. "Comprá, está bonito...", repite, tratando de persuadir.
La de este capullo de mujer de seis años, de nombre Teresa, que desconoce el nombre de su madre muerta, y también el de su padre, "que siempre toma trago, y ta' borracho...", no es la única, ni exclusiva historia de barbarie en contra de las indígenas, pero es, sin duda, el espejo de lo que no ha dejado de repetirse aquí.
Teresa tampoco es la única niña-mujer que sobre la losa del parque coleto -el mismo desde el cual, otra mujer-indígena, la mayor Ana María, el 1º de enero de 1994 anunció: "Recuperamos la bandera; 10-23 en espera"- está aprendiendo a ser mujer. No, ahí están, también, las penurias que viven Evangelina, Dominga, Ester, Guadalupe, Juana y quién sabe cuántas otras más, que aquí no tienen tiempo para vivir la infancia.
De entre todos aquellos capullos de piel marchita por el sol, el frío, la mugre y el desamor, la mirada profunda que más que la de una niña es la de una mujer que ha sufrido, la de Teresa conquista.
En el ínterin de seleccionar y pagar algunos de los variados productos que duchas artesanas confeccionan, Teresa abre una rendija de lo que bien podría ser un espeluznante pasaje del realismo mágico de los textos de García Márquez.
"Te gusta e'te" -imperativa, sugiere la niña a su comprador para que tome un bolígrafo forrado con hilos de colores, exigiéndole-: "dos peso".
Sin saber leer y trabajosamente balbuceando el español, Teresa en cambio revela que conoce el dinero. Recibe y entrega monedas sin ningún problema.
"Mi tía Dominga -una joven indígena que se hace cargo de Teresa y de sus cuatro pequeños hijos- me dijo, yo te enseño el dinero, no vayas a la escuela, mejor trabaja conmigo...", cuenta la niña, que más que como niña, su comportamiento es el de toda una mujer de negocios: no bromea, de vez en vez esboza una diligente sonrisa y habla poco y muy despacio.
Sin tiempo para soñar, y menos para jugar, Teresa, habitante de una comunidad llamada El Duraznal, cercana a Tuxtla Gutiérrez, de mañana llega al parque. Sobre una de las bancas de fierro forjado verde, su tía, a ella y otras chiquillas, les distribuye la mercancía que habrán de ofrecer y vender, para obtener entre 25 y 30 pesos diarios.
Y mientras Teresa va en busca de sus potenciales clientes, Dominga marcha al mercado. Después de mediodía la tía regresa con algún tamal de frijol tierno y una Coca-Cola, que entre varias de las niñas se reparte y devoran.
Después de una larga jornada, cansada, sobre la misma banca verde, la pequeña Teresa, con las piernitas flexionadas y la cabeza con trenzas opacas, acomodada sobre su bolsa repleta de las artesanías que no logró vender, y con la mirada en el infinito -soñando, quizá que es una niña-, propina sabrosos mordiscos a aquella maza mal cocida, que una vez terminada, marca el reinicio de la brega de mujer que lleva.
Sin tregua en su condición femenina, antes de volver a "tomar" la misma plaza por la cual la comandante Ramona con su escopeta recortada calibre 12 terciada a la espalda paseó en la fría madrugada del "despertar indígena", Teresa se rasca el empeine del pie izquierdo con la planta del derecho. Toma su bolsa de nylon, sacude la tripa de hilo de la que penden decenas de pulseras y da un saltito de la banca al piso.
LAS MUÑECAS SON PARA VENDER NO PARA JUGAR
Al cabo de horas y horas del constante ir y venir de Teresa y de los otros capullos de mujer, todas éstas se han apostado en derredor de algún "crinco" -con "c"-, que divertido por el espectáculo de las incisivas vendedoras, accede a comprar algunas de las piezas.
A una le compra una pulsera. Un cinturón a otra. Un bolígrafo a una más. Y unas figurillas de barro a otra de ellas.
Una vez que el enjambre de muchachitas ha sido disuelto, gracias a las monedas que el rubio enhuarachado depositó en sus manitas de uñas largas y sucias, el hombre llama a la que le ha parecido más simpática, la de los ojos negros cubiertos por tupidas pestañas, que alegres asoman y brillan.
Le pregunta su nombre. Y ella responde. Le pregunta su edad. Y ella responde. Le pregunta dónde vive. Y ella responde.
Al percatarse el turista que Teresa actúa más como una mujer de negocios -preocupada por llevar algunos pesos a su hogar- que como niña, él le pregunta:
-¿Tienes muñecas?
La más pura inocencia de la niña que ni por asomo piensa en la posibilidad de jugar con muñecas, la hace reaccionar instintivamente.
Presurosa, pensando que tiene otra venta en puerta, sumerge su manita en el traperío que lleva en su bolsa. Alegre, Teresa extrae y muestra al turista una figurita de lana negra, que es la efigie de un zapatista, con su pasamontañas y un palo cruzado en el pecho que semeja un rifle. Y lo ofrece: "zapatista. Comprá..."
Perplejo, el hombre, primero mira el monigote y luego con el ceño fruncido clava su vista en los ojos vivaces y la sonrisa seria de Teresa que le repite, "ta' bonito, comprá".
-No, de esas no. Te pregunté si tienes muñecas para que juegues tú -le dice enérgico el "crinco".
Confundida, desilusionada porque "se cayó la venta", Teresa baja la vista. Vuelve a meter a su zapatista entre el traperío de la bolsa, y antes de emprender su diminuto paso desnudo y perder su solitaria figura no mayor de los 90 centímetros, este capullo de mujer que crecen y aprenden aquí a ser mujer, mucho antes de que haya dejado de ser niña, afirma:
"Las muñecas son para vender, no para jugar..."