Raúl Jassen
Segunda de cinco partes
Publicado el 1 de abril de 1966
¿Qué había ocurrido con el desaparecido cuerpo de Eva Perón?
Durante mucho tiempo esta pregunta no pudo responderse ni aún en la forma inconcreta de la
actualidad. Solamente más de un año después entre otras cosas debido a la
investigación del autor de este trabajo comenzó a despejarse la nebulosa que rodeaba al
secuestro del cadáver.
Buenos Aires es una ciudad cuadriculada. Su planificación fue realizada dividiéndola en
calles que "nacen" en el Río de la Plata en el sector de la Avenida Costa?¿que
ancha larga, a trechos majestuosa y cubierta de jardines atraviesa virtualmente todo el ájido
urbano y concluye entregándose al río, sobre una playa cualquiera del gran Buenos Aires,
el cinturón de una sólida masa de edificaciones que constituye una verdadera muralla en
torno de la urbe porteña.
El 5678 de la calle Sucre, es el número correspondiente a una casa solariega, en otros tiempos
propiedad de una linjuda familia argentina. Con el correr de los años, y debido al sistema
descentralizado de los distintos organismos que la integran, dicha mansión fue arrendada por la
Secretaría de Informaciones de Estados (SIDE) y destinada a servir como centro especializado de
una minoría de sus agentes, especialmente adiestrados para actuar como "comandos".
Este centro gozaba goza, todavía de una amplia autonomía. De modo que cuanto ocurre
en él puede ser ignorado en la sede central de la calle 25 de Mayo, frente a la Casa de
Gobierno.
Sus miembros tienen amplia libertad para llevar a cabo su cometido; desde los llamados "fondos
reservados" con los cuales pagan valiosas informaciones hasta la utilización de muchos
medios de que carecen otros hombres del mismo servicio.
No es raro, pues, que la operación, que concluyera con el secuestro y desaparición del
cadáver de Eva Perón, haya tenido a la calle Sucre como el instrumento alrededor del cual
se organizara el mismo. Si ha trascendido este hecho, ello se debe a diversos factores. Uno de
éstos fue, como ya se ha visto, el que un ex ministro del gobierno de Lonardi advirtió a la
Resistencia Peronista; otro factor el de haber recorrido a la colaboración de otros organismos de
seguridad, como el Servicio de Informaciones de Ejército y el Servicio de Informaciones de la
Marina, además de Coordinación Federal (de la Policía Federal) y el Servicio de
Seguridad de la Policía de Buenos Aires, a la cual no se le podía ocultar el hecho, debido
a la condición militar de su jefe de entonces y a que una parte de la
"operación" había de desarrollarse en su jurisdicción natural.
Se pierde el rastro
Los integrantes del comando de la "Resistencia" peronista que habían seguido al
camión azul que llevó al cadáver de Eva hasta aquella casa de la calle Sucre,
habían advertido luz en la misma e, incluso, el murmullo de voces. Pero no lograron en aquel
momento, enterarse de cuanto estaba ocurriendo detrás de aquellas paredes. Por otra parte, no
pudieron acercarse demasiado; no estaban preparados para asaltar la casa. Debieron contentarse con
montar guardia hasta la mañana siguiente...
Pero nunca sabrían nada. El cuerpo de Eva Perón fue retirado de allí por la parte
de atrás, pocas horas después de haber llegado. Pero dejamos que sea ahora uno de los
protagonistas de aquella noche quien narre esas circunstancias, el coronel Moore Koening, que le
relató en hechos al periodista en el curso de una agitada madrugada de 1961.
Habíanse sublevado algunas tropas contra el gobierno de Arturo Frondizi. El alzamiento lo
encabezaba el general Carlos Severo Toranzo Montero, hasta entonces comandante en jefe del
Ejército, quien logró apoderarse de los cuarteles del barrio de Palermo. Hacia allí
marchó de periodista con objeto de cubrir la información correspondiente para su
periódico.
Se trataba de un golpe "colorado" y, en la madrugada, después del regreso de algunas
tropas que habían ido a interceptar las rutas de acceso a la capital federal, el levantamiento
murió por falta de apoyo en otros sectores, tanto políticos como militares.
Durante su permanencia en la sede del Comando, donde se facilitaba la información del cronista
conoció a un hombre alto, canoso, corpulento, que caminaba bamboleándose de uno hacia
otro lado. Se trataba del coronel Moore Koening en ese entonces en situación de retiro y ligado al
diario "El Mundo" ; era evidente que el hombre estaba algo ebrio y él no se
empeñaba ni poco ni mucho en ocultarlo. Se trataba de una persona inteligente y decidida que,
además de transmitir un tipo de información muy especial, parecía el encargado
de la "acción sicológica" de los sublevados.
Cuando el motín hubo concluido y los periodistas se reunieron en un café de las
cercanías concurrido por los más noctivagos habitantes de Buenos Aires con objeto de
sacar sus propias conclusiones y confrontar la información, quien esto escribe vio al coronel solo
en una mesa, tomando ginebra. Guiado por una corazonada, se acercó al mismo y, sin esperar
invitaciones, se sentó junto a él.
A la media hora, después de otras tres rondas de bebida, Moore Koening soltó su lengua.
Fue un momento terrible. A la ansiedad puramente periodística al hecho de saberse enterado de
acontecimientos por otros ignorados se unía una honda repulsa por todo cuanto relataba
Koening.
¡Estaba revelando, nada menos, lo que había ocurrido con el cuerpo de Eva Perón
en la calle Sucre!, ¡Un nuevo misterio que iba a resolverse, para el periodista, en aquel mismo
instante!
Para enfermos de odio
"Sí, yo estaba entre los que llevaron el cadáver dijo. Me daba asco todo aquello.
No entendía por qué, si estaba el país esperando otras medidas más
urgentes, el gobierno había de ocuparse de una muerta. Pero yo fui porque me lo ordenaron los
superiores y no podía indisciplinarme...
Entre copa y copa, fumando con avaricia, entreteniéndose con el humo del cigarrillo, el hombre
siguió su relato: "...Lo sacamos de la CGT, y fuimos con él hasta la calle Sucre.
Cuando yo la vi, por primera vez en aquella noche, no parecía muerta. ¡Al contrario!;
estaba como cuando vivía. Parecía, simplemente, que dormitaba con un sueño
profundo que en nada se parecía a la muerte. Era como si estuviera descansando luego de una
jornada de mucha tarea. Algunos propusieron hacer el "trabajo" allí mismo. Primero
era necesario cortarle un dedo. Era un trámite judicial para establecer si verdaderamente se
trataba de su cuerpo. Pero no había, entre nosotros, nadie que supiera hacerlo. Uno de los
presentes propuso hacer un tajo con un cuchillo. Pero aquello no resultaba científico.
Además, yo me opuse a que así fuera. Arandía insistía en que todo
tenía que hacerse rápidamente. Estaba poseído por una fiebre. Manrique se
acercaba al cadáver y lo tocaba, no sé todavía con qué
finalidad..."
La luz del sol reinaba ya en el cielo porteño. En su casa, el coronel continuó su
revelación: "...Al fin, fuimos al servicio. Bajamos el cajón, que no era un
ataúd, sino una especie de envase para una única vez hecho al efecto. Llamamos a un
médico que también pertenecía a Informaciones. "...Aquel asqueroso,
cuando vio a Eva Perón allí, comenzó a prodigarle caricias! Era un enfermo, y yo
le pegué un puñetazo. Le cortó el pulgar derecho, envolviéndolo
cuidadosamente. Entonces me di cuenta no había reflexionado antes que se trataría de
hacer desaparecer el cuerpo. Porque la impresión de las huellas digitales se hubieran podido
tomar allí mismo.
"Después, llenaron una bañera con agua y, entre los otros tres y aquel
médico, metieron el cadáver en ella. Me dijeron que era para probar si verdaderamente
podía resistir la corrupción. Mientras tanto, se destapó una botella de whisky y se
hicieron brindis. ¡Estábamos brindando por la desaparición de un cadáver,
pero tengo la seguridad de que nadie reparaba, de verdad, en ello. En todo esto había mucho de
degradante. Al principio yo me opuse. Pero no pude hacer nada y terminó como los
demás. Desde entonces llevo padeciendo. Intentaron matarme en tres oportunidades; y, cuando
duermo o ando por la calle, una metralleta descansa debajo de la almohada o se esconde en los pliegues
del abrigo cuando voy por las calles..."
Bien le interrogó este cronista con gran ansiedad. ¿Y después, qué
hicieron?, ¿es cierto que se vejó el cadáver, que bailaron delante de él?,
¿es cierto que hasta lo manosearon entre todos, como se llegó a decir?
"¡Ese cadáver me está matando!"
Moore Koening vacilaba; sus ojos estaban vidriosos, no se percibía señal alguna de
vida en ellos. ¡No era para menos! A lo largo de aquel entrecortado relato se había bebido
una botella de caña paraguaya, una bebida muy fuerte, quemante. Sudaba, a pesar de que
estábamos en invierno y en la casa no había calefacción alguna... Yo
comprendía perfectamente qué pasaba por aquel hombre. Era evidente que él
también era víctima de su conciencia, de su culpabilidad. ¿Había intentado,
realmente, oponerse al "festín", realizado por los otros, o estaba yo tan sólo,
ante un farsante?
El, como si se diera cuenta de mis pensamientos regresando del mundo sórdido en el cual
debía debatirse, respondió, al tiempo de oprimir un timbre: "¡Usted pregunta
demasiado! ¿Es mi amigo o es uno de esos asquerosos que tratan de matarme?
"Se había enojado. Pero añadió: "¡perdóneme!, me
ofusca la bebida. Tengo necesidad de conversar con alguien... de contar lo que me pasa; ¡le
aseguro que no hay nada comparable a mi modo de vivir, si es que se le puede llamar así...!
¡Ese cadáver me está matando, me está matando lentamente! Es una
venganza terrible..."
Llegó una criada y él le encargó café y pidióle, asimismo, le
trajera una pastilla "Son para levantarme el ánimo", me dijo casi confidencialmente,
como disculpándose por aquel pedido... Y luego continuó:
"Se exageró mucho; usted ya sabe cómo es el pueblo, lo dado que es a comentar y a
criticar. Pero algo de razón hay en todo ello..."
Está bien, no diga nada más; le contesté yo. Pero, al menos, dígame:
¿dónde está el cadáver?
Habían traído el café y las pastillas. El coronel se había vuelto hacia
mí. Iba a decir algo, más no pudo abrir la boca. De pronto hizo un gesto extraño,
algo así como una contorsión. La taza se le cayó de las manos y se deshizo en
añicos contra el suelo, salpicando todo el contorno con su contenido. empezó el hombre a
roncar fuertemente; su sueño producido por los vahos alcolhólicos era tan pesado que no
sintió, siquiera, el golpe que dio con la cabeza contra el reborde de la mesa...
El cronista se puso de pie y se marchó, no sin antes advertir que, debajo de la chaqueta del
dormido coronel se asomaba el estriado cañón de una metralleta...
*****fin de la segunda parte****