De acuerdo a una hermosa tradición, los ricos son
seres privilegiados que nacen con una cuchara de plata en la boca. Las
personas acaudaladas que nacen sin su cuchara (la de plata, naturalmente),
se las ingenian para quitársela al que se descuide, posiblemente
a un incauto que deposite la vajilla familiar en la caja de seguridad de
un banco a cargo del financista que ansía dicho cubierto.
Anteriormente se creía que cada pobre venía
al mundo con un bollo de pan bajo el brazo, pero eso era cuando había
pan de a locha y quedaban lochas con qué comprarlos.
Existen ricos que se comportan como pobres a quienes les
sobre dinero, sin percatarse del desconcierto que crean en la sociedad.
Afortunadamente los filántropos, los mecenas y
otros irresponsables por el estilo son especies en vías de desaparecer.
Mucho más grave es el caso de los pobres que tienen
el descaro de comportarse como si estuvieran nadando en la abundancia,
gozando de la vida sin mostrar recato o moderación. Esos inconscientes
no tienen idea de lo divertido que resulta depositar las ganancias a la
mejor tasa de interés.
La mala costumbre de dar limosnas es cosa propia de insolventes.
Los magnates prefieren canalizar las dádivas a través de
fundaciones sin fines de lucro. Eso les permite sacudirse algunos impuestos
y colocar a sus parientes en las juntas directivas de las instituciones
benéficas. Cuando se trata de gastar dinero los pobres tienen la
manía de mostrarse desprendidos, generosos y hasta espléndidos.
Las propinas más escandalosas y los regalos extravagantes los dan
los menos pudientes. Ello se debe a que los pobres derrochan, en tanto
que los ricos suelen invertir.
Eso de que los ricos gastan más que los pobres
es otra falacia, se trata de personas ahorrativas que son más veteranas
a la hora de comprar. Cuando un pobre entra a una tienda de lujo lo atienden
de mala gana, le ofrecen la mercancía más costosa y no le
descuentan ni medio real. El rico pone a correr a los empleados, exige
que lo traten a cuerpo de rey, huele las gangas al instante y logra una
rebaja adicional. Las muestras de perfumes y las ñapas de postín
son para los clientes adinerados. Los llaveros plásticos y los calendarios
baratos son para los compradores del montón.
Algunos ignorantes sostienen que las mejores cosas de
la vida son gratis. Para muestra, citan el caso de la salud. Centenares
de seres paupérrimos deambulan por calles y autopistas, duermen
bajo los puentes y comen lo que consiguen en los basureros, sin llegar
a enfermarse jamás. Sin embargo, basta y sobra que un potentado
se moje jugando golf para que el resfriado se le transforme en neumonía
y termine en terapia intensiva de una clínica, donde la cuenta permitirá
que los accionistas del establecimiento se financien las vacaciones en
Saint Moritz.
Ciertamente no es justo. Los pobres deberían enfermarse
como lo hacen los de mayores recursos económicos para acabar con
esa odiosa disparidad. Hay quienes afirman que con el amor ocurre otro
tanto, que los pobres se enamoran hasta los tuétanos y disfrutan
a más no poder en medio de sus penurias. Claro está que amor
con hambre no dura, pero algunos ni cuenta se dan pues se la pasan metiéndose
un jamón.