10 de Marzo de 1997

 

Ricos y pobres

Augusto Hernández. Humorista

De acuerdo a una hermosa tradición, los ricos son seres privilegiados que nacen con una cuchara de plata en la boca. Las personas acaudaladas que nacen sin su cuchara (la de plata, naturalmente), se las ingenian para quitársela al que se descuide, posiblemente a un incauto que deposite la vajilla familiar en la caja de seguridad de un banco a cargo del financista que ansía dicho cubierto.

Anteriormente se creía que cada pobre venía al mundo con un bollo de pan bajo el brazo, pero eso era cuando había pan de a locha y quedaban lochas con qué comprarlos.

Existen ricos que se comportan como pobres a quienes les sobre dinero, sin percatarse del desconcierto que crean en la sociedad.

Afortunadamente los filántropos, los mecenas y otros irresponsables por el estilo son especies en vías de desaparecer.

Mucho más grave es el caso de los pobres que tienen el descaro de comportarse como si estuvieran nadando en la abundancia, gozando de la vida sin mostrar recato o moderación. Esos inconscientes no tienen idea de lo divertido que resulta depositar las ganancias a la mejor tasa de interés.

La mala costumbre de dar limosnas es cosa propia de insolventes. Los magnates prefieren canalizar las dádivas a través de fundaciones sin fines de lucro. Eso les permite sacudirse algunos impuestos y colocar a sus parientes en las juntas directivas de las instituciones benéficas. Cuando se trata de gastar dinero los pobres tienen la manía de mostrarse desprendidos, generosos y hasta espléndidos. Las propinas más escandalosas y los regalos extravagantes los dan los menos pudientes. Ello se debe a que los pobres derrochan, en tanto que los ricos suelen invertir.

Eso de que los ricos gastan más que los pobres es otra falacia, se trata de personas ahorrativas que son más veteranas a la hora de comprar. Cuando un pobre entra a una tienda de lujo lo atienden de mala gana, le ofrecen la mercancía más costosa y no le descuentan ni medio real. El rico pone a correr a los empleados, exige que lo traten a cuerpo de rey, huele las gangas al instante y logra una rebaja adicional. Las muestras de perfumes y las ñapas de postín son para los clientes adinerados. Los llaveros plásticos y los calendarios baratos son para los compradores del montón.

Algunos ignorantes sostienen que las mejores cosas de la vida son gratis. Para muestra, citan el caso de la salud. Centenares de seres paupérrimos deambulan por calles y autopistas, duermen bajo los puentes y comen lo que consiguen en los basureros, sin llegar a enfermarse jamás. Sin embargo, basta y sobra que un potentado se moje jugando golf para que el resfriado se le transforme en neumonía y termine en terapia intensiva de una clínica, donde la cuenta permitirá que los accionistas del establecimiento se financien las vacaciones en Saint Moritz.

Ciertamente no es justo. Los pobres deberían enfermarse como lo hacen los de mayores recursos económicos para acabar con esa odiosa disparidad. Hay quienes afirman que con el amor ocurre otro tanto, que los pobres se enamoran hasta los tuétanos y disfrutan a más no poder en medio de sus penurias. Claro está que amor con hambre no dura, pero algunos ni cuenta se dan pues se la pasan metiéndose un jamón.