El País Digital
Domingo
4 mayo
1997 - Nº 366

«Queremos justicia, somos combatientes»

La mayoría de los secuestradores de Lima eran jóvenes sin formación política alzados contra la miseria

JUAN JESÚS AZNÁREZ ENVIADO ESPECIAL , Lima

Dos soldados junto al cadáver de uno
de los secuestradores (Reuter).
Sepultados en la más completa soledad, sin apenas elementos para poder reconstruir su vida y sus razones, yacen en cementerios de arrabal los 14 militantes del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) muertos durante el asalto militar a la residencia del embajador japonés en Lima. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados», escribió alguien junto al Sagrado Corazón de la tumba de Néstor Cerpa Cartolini, abierta por la policía en un repecho de Villa María del Triunfo. La fosa de quien llamaban número 22 linda con el sepulcro del comandante Evaristo, cuyo primer lugarteniente, Rolly Rojas, reposa en otro suburbio limeño. Los otros 11 del comando aniquilado, con edades comprendidas entre los 16 y los 28 años, fueron enterrados en lugares desconocidos con las siglas de sin nombre en el mástil de las cruces. Únicamente las familias de Cerpa, Rojas y Luz Dina Villoslada, de 20 años, reclaman sus restos porque sólo ellas tienen la certeza de que formaron parte del comando que el pasado 17 de diciembre tomó la sede diplomática del barrio de San Isidro.

Rolly Rojas, 34 años, se sublevó hace casi catorce años reivindicando su condición de ser humano y oportunidades para todos en un país donde, como en otros latinoamericanos, la mitad de sus habitantes sufre pobreza o marginación desde el desembarco de Colón. Primero cobrador de microbús en la ruta limeña San Germán-La Molina, se entregó después al activismo político contra un sistema democrático que consideró incapaz o cómplice. Las aulas de Ciencias Sociales de la Universidad de San Martín de Porres y la efervescencia contestaria de aquellos años le persuadieron de la legitimidad de asaltar comandancias y atracar bancos en nombre de la justicia distributiva.

Lo hizo en el guevarista MRTA. Experto en armas, era ya El Árabe cuando participó en el ataque a un local de la Embajada de Honduras y a una sucursal del Citibank. Condenado a ocho años de cárcel tras su captura en 1986, huyó de la prisión de Miguel Castro Castro cuatro años después por un túnel con otros cuarenta. Concluía entonces el nefasto Gobierno del socialdemócrata Alan García. El coronel Marco Miyashiro, ex rehén, recuerda a Rojas como equivocado y dispuesto al debate. «Tenía una formación política y militar. Buscaba el diálogo entre los rehenes para ampliar su abanico de opinión», dice el jefe del Grupo Especial de Inteligencia de la Policía (GEIN).

También le trató el padre Juan Wicht, que rechazó la liberación ofrecida en diciembre por Cerpa porque pensó que su presencia y los Santos Sacramentos les serían útiles a los cautivos. «Como universitario, quizá era el más educado, entre comillas. Respetaba a la Iglesia, y me decía que todos teníamos que luchar por la justicia. Yo estoy de acuerdo, pero por el diálogo». Irreductibles el pacifismo del jesuita y el militarismo de Rojas, definitivamente cimarrón con la apertura económica y las privatizaciones, fue imposible la avenencia. «'Pensamos diferente', me decía».

Los trazos generales de las biografía de Néstor Fortunato Cerpa Cartolini y de Rolly Rojas Fernández son conocidos, pero apenas hay antecedentes sobre los demás, nacidos casi todos en villorrios de la selva central; sus cuerpos quedaron destrozados por la explosión que reventó la planta baja de la residencia donde jugaban a futbito con una pelota de calcetines, camisetas y esparadrapo, o cayeron acribillados en el primer piso por los pelotones castrenses a cargo de la audaz operación del 22 de abril. «Si no los reclaman sus familiares nunca sabremos quiénes eran», señala Miguel Jugo, de la Asociación Pro Derechos Humanos. Uno de ellos, Salvador, reveló a un rehén quién era y por qué se alistó a los 18 años en el MRTA: el Ejército mató a su padre y el terrorismo de Sendero Luminoso a su madre. Otra madre, Eligia Rodríguez, asegura haber reconocido a su hija Luz por televisión cuando un mediodía se asomó por una ventana de la residencia, sin el pañuelo en la cara, sonriendo. «Se la llevó el MRTA hace cuatro años. Ahora sólo quiero ver su cuerpo y rezar por ella, pero no se me permite identificarla». La negativa de las autoridades a entregar los cadáveres o a permitir su exhumación ha sido criticada por organizaciones humanitarias y hasta ha dado lugar a especulaciones, poco verosímiles, por parte de exiliados del MRTA, de que quizá no murieran todos los secuestradores.

El coronel Miyashiro subraya la poca preparación de los 10 más jóvenes, su enroque en la exigencia de justicia social cuando los rehenes les pedía mayor elaboración política. «Su falta de preparación hacía que nuestra conversación con ellos se iniciara con temas triviales como 'Oye, este sábado podías estar en una discoteca', o '¿Qué ritmos estarán de moda?'». Después se abordaba el flanco político: «Cuando les preguntábamos '¿Cómo se puede conducir el país?' o '¿Adónde nos quieren llevar?', no había una respuesta acertada. 'Ah, nosotros queremos justicia, nosotros somos combatientes', repetían». Cerpa Cartolini respondía por ellos. Cuando la prensa local denunció los abusos y asesinatos cometidos entre su propia gente por miembros del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), el comandante Evaristo espetó a uno de los diputados gubernamentales secuestrados: «Ése es el Gobierno de Fujimori. Ésa es la legalidad que ustedes defienden».

Tito, herido en la pierna izquierda por un disparo durante la ocupación de la residencia, fue identificado como Eduardo Cruz Sánchez. «Le gustaba presumir sobre mujeres y dinero», acusó uno de los rehenes no afectados por el síndrome de Estocolmo. Cuando un joven empresario nipón lamentaba su detención porque se estaba perdiendo la visita de la modelo alemana Claudia Schiffer a Lima, un emerretista veinteañero inquirió: «¿Quién es Claudia Schiffer?». Entre ellos se llamaban Coné, Gato Seco, Edwin o Dante, pero hasta ahora, al negar su ayuda las autoridades peruanas, no ha podido determinarse con seguridad la identidad de cada uno de los 14 miembros del comando que durante 126 días mantuvo en jaque al Gobierno. Según el parlamentario oficialista Gilberto Siura, promotor de las leyes que perdonaron a los militares sentenciados por el asesinato de nueve alumnos y un profesor de la Universidad de La Cantuta, «sólo cuatro terroristas dirigían el comando. Los otros 10, estoy seguro de que no supieron por qué morían. Uno de los chicos me dijo que sólo quería que el presidente Fujimori le diera un microbús para hacer de taxi y que nosotros le ayudáramos a sacar el brevete (la documentación)».

Como la mayoría de los peruanos, el periodista Carlos Paredes, del programa Contrapunto, carga contra el MRTA, al que acusa de haber recurrido al engaño o a la fuerza para sobrevivir. Al término de la crisis de los rehenes, viajó a Junín y Pasco porque en las selvas de aquella región peruana el grupo procastrista escondió sus desorganizadas columnas a partir de principios de esta década. Para entonces había sido encarcelada la mayoría de sus líderes y el MRTA daba tumbos sin destino ni perspectivas políticas. Según Paredes, «familias modestas, dedicadas a labores agrícolas, perdieron a sus hijos menores, arrancados a la fuerza por los emerretistas, quienes, preocupados por el escaso número de sus denominados combatientes recurrieron al secuestro para incrementar sus filas».

Gilbert Doroteo Ticona, Arturo, el joven que en las imágenes de la residencia aparece portando el lanzagranadas, habría sido alistado por el MRTA a los doce años en un pueblecito llamado Sanchirio Palomar. Durante los primeros días del secuestro, Arturo y el cónsul argentino disputaron por los mejores chistes. Gilbert Doroteo Ticona fue adoptado por Gabina Dalar a la muerte de su madre. «Se fue así, trabajando, andando, así se desapareció. Yo sufría día y noche. Decía (sic): ¿donde estará? ¿Comerá, no comerá?», dijo la anciana a Contrapunto. «Si viviera le diría '¿Ayyy, por qué te metiste?', le diría, pues».

Jorge Gumucio, embajador de Bolivia, recuerda diálogos con Cerpa, Rojas y Tito, pero «con los otros muchachos hablamos muy poco: que si cómo era Bolivia, que si la selva boliviana se parecía a la peruana, que cuál era la comida de la selva boliviana». ¿Por qué? «Cerpa no quería que los muchachos, que tenían una percepción muy infantil de lo que era la vida, tomaran ningún tipo de contacto con nosotros. Cerpa tenía temor a un trabajo psicológico nuestro para desarmarlos». En los últimos dos meses los contactos quedaron cortados, «fundamentalmente con las chicas, a quienes los rehenes les hablaban de que tenían esposas, compañeros, hijos. Y entonces las chicas lloraban. Las bajaron a la planta baja y nunca más las vimos».

«Admiré a Cerpa desde que siendo 'cholito' se enfrentó a los patrones»

J. J. A. , Lima
El retén policial encargado de la custodia del cadáver de Néstor Cerpa Cartolini vigila 50 metros ladera abajo y no puede escuchar al hombre que se santigua después de tocar la cruz de madera de la tumba del comandante Evaristo. «Políticamente pienso muy diferente a él, pero le admiré desde que, siendo un cholito, se enfrentó a los patrones», se sincera al periodista extranjero. En 1979, siendo secretario general del sindicato de Cromotex, Cerpa se enfrentó con el empresario chileno que trató de retirar la maquinaria de esa fábrica textil para proceder a su cierre, y después con las fuerzas policiales que la asaltaron para desalojar a los trabajadores encerrados en sus instalaciones. Murieron seis en el asalto.

«Aquella masacre marcó definitivamente mi vida. Entendí en la práctica, y no en los libros ni en el extranjero, que este sistema capitalista sólo busca los privilegios para unos pocos y cuando el pueblo protesta no tiene reparos en reprimirlo», declaró Néstor Cerpa Cartolini a El PAÍS y La Vanguardia, en una entrevista por onda corta, dos meses antes de su muerte a los 48 años. La matanza de Cromotex le llevó a posiciones de extrema izquierda, después al uniforme verde olivo de la guerrilla y al secuestro de empresarios o extorsiones terroristas cuando el MRTA fue arrinconado en la jungla amazónica.

El 18 de abril, cuatro días antes de la operación militar contra la vivienda de embajador japonés en Lima, llamó al padre Wicht: «Bajé a la planta baja, y allí estaba Cerpa con 11 de sus muchachos. 'Padre', me dijo, 'aquí estamos todos menos tres que están de servicio'». Él usaba términos militares: 'Queremos expresarle nuestra felicitación por su santo porque aunque tenemos divergencias con usted reconocemos su autoridad moral'. El jesuita le reprochó sin éxito: «Comandante, le agradezco este gesto, pero le diré que yo me quedé aquí dentro por mis compañeros rehenes y también por ustedes, porque todos somos peruanos, e hijos de Dios. Y aunque usted está profundamente equivocado, no deja de ser mi hermano».

Ya era muy tarde para cambiar. Encarcelada de por vida su mujer, presa también la dirección del MRTA, fue a por todas: tomó la Embajada japonesa y exigió la liberación de los 440 presos del movimiento a cambio de los 72 rehenes. Perdió la apuesta y la vida. Quedan las cartas a sus hijos, de 10 y 3 años, al cuidado de la abuela, en París. «No los defraudaré jamás, y si algún día salgo de esta residencia japonesa será porque conseguí lo que ustedes esperan y sueñan con que se haga realidad: tener a su mamita fuera de prisión», escribió al mayor.

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