JUAN JOSÉ DALTON
, San Salvador
«Estamos todavía en cambios, pero la gente nos pide mucho. En tres años hemos hecho lo que nadie; el experimento bien pudo no haber resultado», asegura a EL PAÍS el director general de la PNC, Rodrigo Ávila, de 33 años e ingeniero industrial. Para llegar a tal cargo le valieron los estudios universitarios concluidos, algo que muy pocos oficiales tienen.
En el pasado, los salvadoreños se referían a los policías con el término despectivo de cuilios, término derivado del náhuatl cuilía, que significa robar. Hoy es difícil escuchar ese mote cuando alguien se refiere a un agente policial.
El proceso de tránsito a la democracia ha sido tortuoso. Pese a que no han existido resurgimientos armados, unas 300.000 armas quedaron como remanentes de la guerra en manos de la delincuencia. El fenómeno se ha avivado por el creciente desempleo y la marginación.
Ávila explica que en El Salvador el crimen organizado opera con todos los recursos técnicos, militares y de comunicaciones. Practica el narcotráfico, el secuestro, la extorsión, el tráfico de armas, personas y vehículos robados, así como los asaltos de gran envergadura. De estas bandas operan unas cien en todo el territorio nacional. «Mueven influencias y tienen gran capacidad económica para comprar voluntades», señala.
Gracias a investigaciones policiales se han podido desmantelar 14 peligrosas bandas de delincuentes en 1996, y 7 en lo que va de año. Se sabe que muchas de éstas comenzaron robando en las esquinas o en los transportes públicos, pero luego se dedicaron a los secuestros y extorsiones. En la actualidad manejan muchos recursos y cuentan con contactos en instituciones del Estado, incluso en la misma PNC.
Por otra parte, la lucha contra la delincuencia común y organizada ha tenido aquí un dique inmenso: el obsoleto y corrupto sistema de administración de justicia. La policía se irrita al recordar el esfuerzo que a menudo se invierte en la detención de peligrosos delincuentes, «para que luego entren y salgan por las puertas de los juzgados», se queja el jefe policial. Se critica que la policía no tenga capacidad para llegar a los cerebros de las mafias, pero Ávila lo refuta. Este año se detectó, por ejemplo, una red de funcionarios gubernamentales en el tráfico ilegal de vehículos, así como un oficial militar involucrado en el narcotráfico. Incluso decenas de policías están capturados por faltas graves. A ello se suman los fenómenos de limpieza social, como el caso del escuadrón de la muerte Sombra Negra, que en 1995 asesinó a una docena de supuestos criminales que operaban al oriente del país. En mayo, los juzgados reconocieron siete cadáveres de jóvenes, pertenecientes a bandas juveniles, quienes podrían haber sido ejecutados también en operaciones ilegales.
En El Salvador, cada 65 minutos se produce un homicidio y cada 20 un atentado contra la vida. Se trata del país más peligroso de América Latina.
El crimen organizado involucra a toda la región centroamericana y cuenta con complicidad de mafias en EE UU, México y Colombia. «Tenemos asesores españoles y estadounidenses. Avanzamos en un plan para incrementar nuestra capacitación. Pero poco hacemos si las leyes y el sistema judicial son débiles», concluye.
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En apenas tres años, bajo la presidencia de Armando Calderón, el concepto y la estructura de la seguridad pública ha cambiado radicalmente en El Salvador. Los antiguos cuerpos policiales estaban militarizados, respondían a la doctrina de defensa de la seguridad nacional, en esencia contrainsurgente, y actuaban políticamente en favor de los intereses oligárquicos. La actual y única Policía Nacional Civil (PNC) tiene un nuevo rostro, independiente de la Fuerza Armada. Trata de ser profesional. Pero aún comete sus pecados.