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El futuro a tiros

La clase media venezolana recurre a la autodefensa ante la retirada del Estado en materia de seguridad pública

LUDMILA VINOGRADOFF , Caracas
El episodio se dio un día de esta semana en la urbanización La Florida, en Caracas, pero la historia se repite continuamente en cualquier otro barrio de la capital venezolana. Dos hombres de clase media se enfrentan a golpes con un ladrón que entra a su piso escalando los muros del edificio. A esa hora de la madrugada, los alaridos del golpeado despiertan a los vecinos de la manzana. La policía acude. Incomprensiblemente, pretende llevarse a los dueños del piso por agredir al delincuente.

Ambos evitan acabar en prisión acusando a los agentes de ser cómplices del ladrón, y lamentan no haber dispuesto de un arma de fuego para zanjar a balazos la cuestión desde el principio.

El incidente deja en claro la creciente incapacidad de las autoridades venezolanas para frenar la espiral de violencia que envuelve Caracas. Asustadas ante el vacío que deja el Estado en su desordenada retirada, las clases medias han comenzado a armarse y defenderse por su cuenta, inaugurando un peligroso sendero que ya tiene su reflejo en las estadísticas.

Caracas registra el primer lugar de América Latina, nada halagüeño, en cuanto a posesión de armas de fuego. Según un reciente estudio sobre siete ciudades consideradas especialmente violentas en la región, titulado Criminalidad urbana en América Latina y coordinado por la Organización Panamericana de la Salud, el 9,4% de los caraqueños asegura tener armas de fuego en su casa. Peor aún, el 32% afirmó estar dispuesto a tenerlas en el futuro.

El panorama se extiende, con sus matices regionales, en buena parte de América Latina. En el estudio comparativo, Santiago de Chile aparece en segundo lugar con el 8,9% de personas armadas en su casa; San Salvador, el cuarto, con el 6,8%; Medellín, quinto, con el 5,1%, y Río de Janeiro, sexto, con el 4,5%.

En los delitos violentos de asaltos a mano armada, San Salvador ocupa el primer puesto con el 20,1%; Caracas, el segundo, con el 18,6%, y Cali, el tercero, con el 15,9%. Sin embargo, el 9,4% de los habitantes de Medellín tiene algún pariente cercano asesinado; en segundo lugar, el 8,6% de los caraqueños, y en tercero, el 8,4% de los de Cali. El estudio no incluye datos de México, un país al que su reciente crisis financiera ha empujado por esta senda. Tan sólo Argentina parece escapar al fenómeno.

En la capital venezolana, de cuatro millones de habitantes, la mitad de los cuales vive en los ranchitos o chabolas de los cerros que rodean la ciudad, se extiende la macabra moda de hacer justicia con sus propias manos, como los linchamientos de los llamados «azotes de barrio» que día a día se comenten en las zonas marginales. Con piedras, palos, hierros o lo que tengan a la mano, la multitud de vecinos da muerte a los delincuentes del barrio. Igual de incapaz que con la delincuencia más tradicional, las autoridades ignoran esta nueva forma de asesinato.

Los ajusticiamientos salvajes y la posesión (o la mera disposición a tener armas de fuego) de la población tienen su origen en la desconfianza hacia la policía. «Los caraqueños piensan que los cuerpos policiales no funcionan, no sirven, sienten que tienen que defenderse por su propia cuenta, y eso es un retroceso del Estado de derecho», dice el sociólogo Roberto Briceño León, autor del estudio por parte venezolana.

En los últimos cinco años han muerto 20.562 personas asesinadas en Venezuela, un promedio de 4.112 por año. Más del 70% de las muertes se produjeron en Caracas, según la Oficina Central de Estadísticas e Informática (OCEI) y las cifras policiales. En Venezuela no hay guerrillas, ni terrorismo, ni carteles de narcotraficantes como en Colombia, pero los homicidios del hampa común compiten con los récords de violencia y número de muertos de su vecino.

Envalentonados por la extendida impunidad, los atracadores venezolanos hacen gala de una violencia gratuita, muchas veces desproporcionada o directamente innecesaria para concluir con éxito el robo. La mayoría de atracos, da lo mismo que se trate de coches o simplemente de zapatillas deportivas, terminan en sangre, aunque las víctimas no opongan resistencia. El último caso fue el del joven Israel Pincheski, de 19 años, un estudiante de derecho que murió de un disparo cuando le entregaba su Toyota al asaltante.

La inseguridad ha creado una especie de toque de queda voluntario. Hay terror a salir a la calle después de las ocho de la noche y la ciudad parece una cárcel. Todas las residencias están enrejadas.

Las autoridades, con todo, insisten en negar que el origen de la violencia sea la extendida miseria de amplias capas de la población. Para el fiscal general, Iván Darío Badell, la educación y la cultura (y no tanto una mayor igualdad social y económica) son las mejores armas para enfrentar el problema delictivo, «en un proceso donde parte importantísima consiste en la reivindicación de los valores familiares».

El deterioro de la seguridad ha tenido un impacto claramente apreciable sobre las clases más acomodadas, que pueden permitirse el lujo de pagar con dólares un boleto de avión al extranjero para sus familiares más cercanos. Sólo a Estados Unidos han emigrado cerca de 100.000 personas en los últimos tres años. «Viajar es como una fuga. Es poder salir por algún tiempo de esa cárcel que es nuestra vivienda, de esa cárcel que es nuestra ciudad y es nuestro país», dice el columnista Gustavo Coronel.

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