MIGUEL BAYÓN
![]() en El Chal (Famdegua). |
«Donde hubo acuartelamientos, seguro que hay enterramientos», afirma Alfonso Ruescas, un albaceteño que lleva nueve años de párroco en el municipio de El Chal, donde aún se guarda memoria de otro cura español, don Mario, por su clara postura en defensa de la población y por su empeño en buscar los restos de los asesinados.
En julio se reanudarán las excavaciones en busca de cadáveres en localidades del Petén como San Juan y en El Cabro. Famdegua (Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos de Guatemala) presiona, con el Equipo de Antropología Forense, para «identificar a las víctimas, enterrarlas humanamente y exigir el procesamiento de los culpables», señala un responsable. «Guatemala flota en un mar de cementerios clandestinos», dice Ronalth Ochaeta, director del departamento de Derechos Humanos de la Iglesia Católica.
El Gobierno guatemalteco -de tinte conservador liberal, presidido por Álvaro Arzú- ha destinado 50.000 dólares (unos 7,3 millones de pesetas) a la Comisión Oficial de la Verdad, encargada de esclarecer los abusos contra los derechos humanos. Pero un reciente informe publicado por Amnistía Internacional recoge testimonios de jueces que hablan así: «Aquí en Guatemala, condenar a un miembro de las Fuerzas de Seguridad puede ser la muerte para un juez. La guerra ya no está en la montaña, sino en la magistratura». Miedo y corrupción maniatan los tribunales.
En Las Dos Erres, en Las Cruces, municipio de La Libertad, fue hallada una fosa con 160 muertos, aunque se calcula que los asesinados fueron el doble. Era un acuartelamiento especialmente temido. «Cualquiera que pasase», dice un lugareño, «podía ser desaparecido nomasito. Una vez pasó un maestro en moto y no llegó a parte ninguna, y luego se veía por el pueblo a un militar con la moto».
Una expedición de Manos Unidas atravesó la zona a primeros de este mes. Los vehículos fueron detenidos por una patrulla militar al mando de un individuo no uniformado. Al indicársele que, según la Constitución guatemalteca, sólo los uniformados tienen derecho a detener coches, el hombre amenazó con «requisarlo todo», aunque evidentemente se trataba de una bravata para quedar bien ante la tropa, pues, tras un vistazo superficial a la impedimenta, permitió seguir camino. El individuo dijo actuar en nombre de la Conap (Comisión Nacional de Áreas Protegidas), aunque desde luego no comprobó si la expedición cargaba con alguna especie animal de exportación ilegal.
Recuerdos atormentados
La memoria de El Chal -como la de Los Josefinos, la de tantos lugares- es muy amarga. Ya llevan tres exhumaciones y 47 cadáveres. Las mujeres -a pie de fosa, junto a la comandancia abandonada, un casón como cualquiera, paredes enjalbegadas, techo de guano semiderruido- cuentan sus terribles historias, pero no quieren confesar sus nombres. Nadie en las zonas rurales las tiene todas consigo, por lo que pueda sobrevenir al doblar esta esquina de la Historia con mayúscula: son muchos años de pesadilla, a partir de 1978. He aquí sus voces.
«Daba pena y desesperación vivir aquí, encerrados por la balacera. Bajo la mesa dormíamos pues, los niños aterrorizados. Si te asomabas, veías venir la lucecita del avión, que pasaba con la bomba así para dejarla caer».
«Hemos vivido aquí una agonía muy grande. Gente que vino de otros lugares huyendo de la miseria y de la violencia, gente que sabíamos que nada había hecho pero que tenía que haber salido huyendo para no ser desaparecida. Y después tanto niño huérfano, tanta viuda».
«Toda la muerte de mi familia fue por el comentario que entonces hizo el don que vive enfrente, que quiso quitarnos el platanal».
«Me dejaron sola con siete de familia a cargo. Al marido y a los hijos se los llevaron. Si alguien les caía mal a los comisionados, lo desaparecían. Nos quedamos dudando de qué fin habían tenido. Nos decían que eran los del monte, que se los llevaban. Ahora sabemos que nos los mataron y encima los secuestraron después de muertos».
«No tuvieron sólo con llevárselo a él, como que entraron luego dentro a hacer más desorden, y regresaron, y yo no los dejaba entrar y amenazaba con quemar la casa conmigo dentro para no dejarles entrar. Luego nos decían mentiras, que vivían, que no estaban aquí. Hasta hoy, que grandes personas de tierras lejanas vinieron a Guatemala a sacar a la luz lo que estaba escondido».
«Soy una mujer muy golpeada en mi suerte: me mataron mi esposo y mi hijo, y fue voluntad de Dios, pero ahorita yo no lo permitiría ya que me lo hicieran con otro hijo».
«Yo se lo cuento a usted, que viene a llevarse algo del sufrimiento de nosotros. Somos humillados y hemos estado con un freno puesto al cuello».
«Aquí tenemos miedo, porque por una volteada que dieron ahorita estamos bien, pero no sabemos. Es miedo esto. Yo los enterré, pues. Yo sé lo que me digo».
«Fue día sábado, 21, a las tres y media. Sí pues».
Aura Sofía Zamora Santos sí da su nombre. «Las fotos de mis hermanos salieron, mírelas, en la prensa. Tengo 31 años y entonces 18. El 24 de agosto llegaron soldados en un carro blanco sin placa, los sacaron como estaban, uno en pantaloneta, otro con los pantalones a medio meter. Mis papás ya no pueden hablar más de esto, y desde luego no pueden acercarse a los hoyos que se han excavado. Siempre supimos quién los denunció, pero no hay cargos contra él».
El Ejército, no bien tuvo información de que iban a comenzar las exhumaciones, volvió al destacamento abandonado, lo acordonó y, según testigos, hubo hogueras, como si se quemaran cosas. En diversas zonas del país se registraron hechos similares.
Los equipos de exhumación de El Chal, unos 15 jóvenes, algunos de ellos con experiencia en excavaciones arqueológicas, se expresan con objetividad casi médica: «Encontramos algunos cadáveres atados con sogas en el cuello, los cráneos rotos, los huesos quebrados, uno el pecho atravesado con alambre. Acá pudieron morir 300».
«La gente está perdiendo el miedo, y eso es un fenómeno absolutamente nuevo y que se hacía muy necesario para respirar», dice el párroco. «Pero será casi imposible la identificación. Los mataban en un destacamento y los trasladaban a otro distante. Primero hubo muertos a la salida del pueblo, como ejemplo: fue un goteo. Luego empezaron ya, sin descanso, las desapariciones. Las instigaban los comisionados militares, que eran civiles a los que el Ejército encomendaba la labor de delación y a quienes incluso les amenazaba si no cumplían un cupo de denuncias. Por supuesto, las envidias y los rencores influyeron en el destino de muchos desaparecidos».
El sacerdote hace balance de cara al futuro inmediato de Guatemala: «Hoy por hoy, ningún partido, ante la presión internacional, se opone a las exhumaciones. Pero hacer justicia es necesario para seguir viviendo en este país».
El director del Equipo de Antropología Forense, Fernando Moscoso, calcula los cementerios clandestinos «en unos 400». Han aparecido, por ahora, 25 yacimientos macabros.
Tortura en el más allá
Los cementerios guatemaltecos restallan de colores. La tradición maya los convierte en escenario de fiesta el 1 y 2 de noviembre, cuando las familias acuden a comer en compañía de sus muertos.
Los enterramientos clandestinos son justamente el horroroso negativo de esa celebración. La crueldad de los asesinos se revela más inaudita: cadáveres arrojados de cualquier manera -o sea, conculcando el imprescindible rito maya de que el fallecido mire hacia la salida del sol-, o incluso decapitados.
Según la fe maya, los muertos siguen vivos, y por eso hay que enterrarlos con agua, comida y sus enseres. «Hace poco, un abuelo detuvo en el último momento el entierro de su nietecito», relata Vico Castillo, párroco de Santa María Chiquimula, en Totonicapán. «Cayó en la cuenta de que el biberón que le habían puesto en la caja no estaba desenroscado, y ¿cómo iba el niño a tomarlo?».
Un cadáver sepultado de modo irreverente no encuentra reposo y se convierte en un penado sin rumbo, que sufre él y llena de zozobra a sus familiares. Por otra parte, la vida entera de los mayas se sustenta sobre la tierra considerada como morada mística y real de vivos y muertos. Un cadáver separado de su tierra, igual que un vivo obligado a huir del suelo de sus antepasados, sufre la peor maldición.
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