Las razones del probable triunfo de Cárdenas son tres. La primera consiste en su propia perseverancia, en su obstinación de seguir luchando por los objetivos que se planteó al salir del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en 1987. Después de un triunfo del que fue despojado (en 1988), de dos derrotas (en 1991 y 1994) en lides disparejas pero libremente aceptadas por él y por su partido, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), Cárdenas parecía haber agotado su crédito entre los electores mexicanos. No obstante, resolvió presentarse de nuevo ante el sufragio universal, contra muchos vaticinios y consejos. Apostó todo y, sorpresas aparte, ganó, nadie puede regatearle su premio tras un decenio de tenacidad en circunstancias a veces terriblemente adversas.
Una segunda explicación yace en el otro atributo que el electorado mexicano percibe en la personalidad política de Cárdenas: su intransigente e irreversible antisalinismo. Durante todo el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, Cárdenas fue visto por los mexicanos como el verdadero némesis del régimen; como el único dirigente opositor que nunca claudicó ni fue cooptado; como el que se negó de manera terminante a cualquier negociación o acuerdo con el entonces presidente. Esta postura -ni tan aberrante como lo pareció en aquel momento, ni tan acertada como se antoja ahora- recibió su recompensa al transformarse Salinas de Gortari en el personaje más odiado de la política mexicana. El peor enemigo (Cárdenas) del peor enemigo (Salinas) del pueblo de México, se convirtió en el mejor amigo de este último. La debacle económica de 1995 y las revelaciones sobre la corrupción desmedida del Gobierno de Salinas le dieron la razón a Cárdenas ex post. Mejor tarde que nunca.
La tercera vertiente explicativa de la esperada victoria del hijo de Lázaro Cárdenas abarca la sorprendente madurez y sabiduría del electorado capitalino en México. Los votantes del Distrito Federal quieren ante todo que el PRI pierda: entre la impopularidad del presidente Ernesto Zedillo y el descrédito de su partido, los habitantes de la Ciudad de México han optado, en principio, por cerrar a toda costa el camino al «partidazo». Cuando comprobaron que el pésimo desempeño del candidato del Partido de Acción Nacional (PAN) imposibilitaba su triunfo, y que el único aspirante de oposición capaz de derrotar al PRI era Cárdenas, optaron por el contendiente más susceptible de ganar, no necesariamente por el de su preferencia. Esta sagacidad encierra, sin embargo, varias contradicciones; una de ellas merece ser subrayada, ya que en ella reside el gran peligro para Cárdenas, para sus probables y futuras aspiraciones presidenciales, y sobre todo, para la democracia en México.
Su elección se deberá, en su caso, a dos electorados distintos: uno, radical y empobrecido, que constituye el voto duro del PRD, y que representa más o menos la mitad del porcentaje probable de votos que Cárdenas alcance. Este sector de la sociedad abriga enormes expectativas en torno al triunfo de su abanderado; las comparte, por cierto, con los millones de mexicanos en los centenares de pueblos visitados por Cárdenas durante los 10 años recién transcurridos. Todos ellos esperan que su líder actúe en consonancia con la infinita cantidad de declaraciones y compromisos cardenistas esgrimidos a lo largo de la década concluida.
El otro electorado del candidato del PRD es por definición cuasipanista: moderado, cauteloso, clasemediero, y ante todo antipriísta. Constituirá la otra mitad de los votantes de Cárdenas, y su magnitud justifica interpretar el hipotético resultado de los comicios del 6 de julio como una derrota del PRI, no como un triunfo de Cárdenas. Lo último que estos votantes quieren es que Cárdenas confirme la imagen que tienen de él: extremista, violento, contradictorio, autoritario. Desean que gobierne como los funcionarios electos del PAN: con honestidad y sin rupturas, ni innovaciones o grandes cambios. Reconciliar las aspiraciones de estos dos electorados, sin desencanto ni demagogia, aparece entonces desde ahora como el reto principal que Cárdenas y su equipo tendrán que enfrentar.
Lo es en todo caso si se considera que el valor simbólico de un triunfo opositor se verá rápidamente rebasado por la calidad de la gestión opositora. Las elecciones recientes en países tan diversos como Francia, El Salvador y Reino Unido, muestran que las fuerzas situadas hacia la izquierda del espectro político, traen el viento en popa, pero también que sus avances dependen de la impresión de competencia y seriedad que han logrado infundirle a la población. Si Cárdenas gana y gobierna bien, contribuirá enormemente a la transición mexicana y al renacimiento de una izquierda latinoamericana moderna. Pero si gana y gobierna mal, podrá hacer abortar la primera, y coadyuvará a enterrar a la segunda. Por ambas razones hay que desearles suerte.
_________________________________________________________
Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
© Copyright DIARIO EL PAIS, S.A. - Miguel Yuste 40, 28037 Madrid