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La semana política 1
Catorce años de vida democrática
Por Natalio Botana (*)
En estos días, el régimen democrático que debutó a fines de 1983 entra en su decimocuarto año de vida. A primera vista, estos catorce años representan un período de corta duración, hasta el punto de que aún no hemos recibido en su calidad de ciudadanos a las chicas y chicos nacidos en 1983 (ellos ejercerán por vez primera sus derechos políticos en el 2001). Pero este tramo, que se recorta entre una época plagada de feroces agravios y la incertidumbre del tiempo venidero, tiene otro significado histórico no menos relevante.
Desde comienzos de siglo "primero en 1902 con Roca y Joaquín V. González y luego en 1912 con Roque Sáenz Peña e Indalecio Gómez" la Argentina inició una travesía para realizar el proyecto de libertad política, y por ende de república democrática, que la Constitución Nacional había hecho suyo en 1853. El trayecto rozó un punto culminante (así al menos lo vieron sus contemporáneos) el 12 de octubre de 1916 cuando Hipólito Yrigoyen ascendió a la presidencia de la mano del sufragio masculino, secreto y obligatorio, y se interrumpió por la fuerza de las armas el 6 de septiembre de 1930.
Esta última parte de aquella historia de tres décadas duró, pues, casi catorce años. La analogía no deja de ser sugestiva: 1930 y 1997. Nada más que eso, el año número catorce de dos experiencias "las únicas plenas que hemos tenido en cuanto al ejercicio simultáneo del voto y de las libertades públicas" situadas en ambos extremos del siglo y separadas por el interregno de una prolongada crisis de legitimidad.
A la distancia, en 1930 estallaron en la Argentina las contradicciones de una época teñida por el furor de la pasión revolucionaria. El mundo europeo entre la primera y la segunda guerra mundial se entregó a la tarea de destruir los cimientos de una civilización, sin duda imperfecta, que había logrado expandir hacia horizontes más lejanos los beneficios del progreso (nosotros fuimos uno de aquellos países que mejor aprovecharon aquel momento). Sin embargo, esa tarea demoledora estuvo en su origen envuelta en una trágica paradoja, porque esas sociedades no se despeñaron por agresión externa sino por incapacidad interna: las arrasaron sus propios gobiernos "liberales y conservadores" que, con una mezcla de arrogancia nacionalista y frivolidad, se lanzaron a la aventura de la guerra de 1914-1918.
Nadie pensó en las consecuencias, del mismo modo que prácticamente nadie supo prever los efectos de la gran crisis económica que se desató en Wall Street en 1929. Lo cierto es que entre esos escombros germinó el mal del totalitarismo leninista, fascista y nacional socialista, cuyo único punto en común (tiene razón Furet) fue su odio visceral a la democracia y a los derechos individuales.
En la Argentina de aquel entonces, esos relámpagos produjeron la peor de las confusiones. Se creía en las leyes de la historia, en la decrepitud de las culturas ancladas en la tolerancia, en grandes tendencias que, a la postre, consumarían su inevitable designio. Sobre todo, esas imágenes del pasado y del porvenir, combinadas con tradiciones vernáculas, generaron un estilo político tan confiado en la verdad de su propuesta como irresponsable en la evaluación de sus efectos.
Durante ese tiempo, la ideología reemplazó a los ideales y las convicciones dogmáticas a los juicios moderados. No hay espacio para extenderse en un análisis pormenorizado de la fractura de 1930 que contenga los debidos matices y destaque la pluralidad de fuerzas que convergieron en esa encrucijada. Importa, en cambio, resaltar esa combinación entre ideas, creencias y estilos que concluyó derribando unas instituciones que se imaginaban estables y duraderas.
El golpe que puso a esas instituciones patas para arriba y los meses que lo precedieron duraron muy poco. Sus efectos, a la inversa, invadieron un largo y penoso ciclo: la época en la cual primó el desconcierto en torno a quién manda y cómo se manda.
En 1930 la atmósfera exterior robusteció el escenario de la conspiración doméstica y el viejo régimen quedó sepultado por esa conjunción de factores. ¿Qué recuerdo permanece hoy atesorado de aquella circunstancia que inspiró en Valéry la melancólica conclusión de que las civilizaciones son tan mortales como los hombres?
En la perspectiva que nos sugiere esta comparación entre dos fechas simbólicas, hoy nos parece estar ubicados en un recodo donde ha disminuido la exaltación de otras épocas. En 1930 el mundo cambiaba con estruendo; en 1997 lo hace silenciosamente. Se afirma (acaso un modo decoroso de soportar el luto por la pérdida de las viejas ideologías) que ya no hay certezas. La sentencia resulta incomprensible si la ubicamos en un contexto más amplio. Ha declinado, sí, aquel mundo histórico poblado por poderes omnipotentes y han sobrevivido aquellos regímenes que se edificaron sobre las certezas de la dignidad humana, de las libertades y el derecho, y de la responsabilidad ética en el ejercicio del gobierno.
En 1997 se decreta también sin más trámite que ya no se avizora ninguna fórmula política capaz de impugnar el imperio pacífico de la democracia. Olvida este enfoque que la democracia moderna no descansa solamente en una petición de principios sino en el arte de traducir esos valores en instituciones sólidas, en parlamentos comprometidos con el gobierno de la ley, en tribunales de justicia idóneos e independientes y en límites constitucionales que controlen las apetencias hegemónicas de los presidentes.
Este retrato aproximado de las tendencias políticas que hoy interpelan a las naciones no está muy alejado de la circunstancia argentina. Ya no se trata de discutir si la democracia es buena o mala. Para bien de todos, y en contra de lo que ocurría en 1930, el principio de la democracia está instalado entre nosotros. De lo que se trata es de poner en juego nuestra inteligencia práctica para montar instituciones eficientes que sean percibidas por la sociedad como cabal expresión de la justicia.
El mundo, pues, nos favorece no tanto porque los poderes mundiales sean generosos (jamás lo serán) sino porque las ideas han cambiado. Lo que no nos favorece es la erosión sostenida del circuito de confianza entre los gobernantes y los gobernados, el arrastre de los sedimentos del pasado y la voluntad hegemónica que concluye alimentando a la corrupción. Felizmente, estos catorce años "los recientes" no terminarán como en 1930, pero señalan un rumbo abierto y una enorme tarea aún pendiente. No vaya a ser que recaigamos una vez más en el error de creer que controlamos los efectos de nuestros actos y el destino de la historia.
(*) Debido a que Mariano Grondona se encuentra de vacaciones, durante este mes escribirán en este espacio de la edición dominicial prestigiosos columnistas políticos, todos ellos colaboradores habituales de La Nación.