Domingo 08 de diciembre de 1996

La necrofilia argentina

Desde los origenes mismos de la Argentina, la necrofilia fue casi un signo de identidad, una pasión en voz baja que aparecía en todos los intersticios de la historia.
Durante la última década, esa pasión se ha vuelto abrumadora. Se multiplican las tumbas sin sosiego. La última es la del hijo del presidente de la República, un aficionado a los deportes peligrosos que pereció en un accidente de helicóptero hace poco más de un año.
Su cadáver fue exhumado el viernes 12 de julio, a las cuatro de la madrugada, por insistencia de la madre, quien ``intuía, sentía, adivinaba'' que el cuerpo sepultado no podía ser el verdadero.
``Ahora sé, por fin, que se trata de mi hijo'', admitió al salir de la morgue, antes del mediodía. ``Ahora voy a rezar tranquila ante su tumba''.
La tumba, sin embargo, ya no es la misma. Zulema Yoma, separada del presidente Carlos Menem hace más de cinco años y expulsada de la residencia oficial de Olivos por la fuerza pública, desconfía en estos meses hasta de su sombra.
Desplazó el cadáver del hijo del panteón donde yacen sus propios antepasados, en el cementerio islámico de San Justo, y lo depositó en una fosa aparte, a resguardo de secuestros y mudanzas ``ordenadas'' -como ella dice -``desde arriba''.
Aunque la mayoría de la sociedad argentina supone que los nervios de Zulema -siempre inestables, quebrados por las tempestades de un matrimonio en el que abundan la violencia y los escándalos- se le descontrolaron por completo después de la muerte del hijo; esta última invocación a la muerte encaja dentro de una cadena de necrofilia que ya no es solo un síntoma sino una enfermedad política.
La necrofilia, es cierto, estaba en los orígenes mismos de la Argentina, aunque con perfiles menos nítidos que ahora. Un temprano relato sobre la primera fundación de Buenos Aires, publicado en 1567 por el soldado alemán Ulrico Schmidl, refiere que el jefe de la expedición, Pedro de Mendoza, trató de mitigar las fiebres de su sífilis aplicándose cataplasmas con la sangre de tres soldados españoles culpables de antropofagia.
Los manuales nacionales de historia han narrado siempre como un hecho natural la tragedia - o quizá comedia- póstuma de Juan Lavalle, jefe de la oposición militar al tirano Juan Manuel de Rosas, a quien los historiadores siguen viendo como la figura más sangrienta del siglo XIX.
En 1840, Lavalle fue abatido por un balazo casual en la ciudad norteña de Jujuy. Sus hombres quisieron preservar el cadáver de la inquina de los enemigos, que andaban buscándolo para degollarlo. Condujeron el cuerpo a través de socavones y lechos de ríos muertos, con la esperanza de llegar a Potosí, en el Alto Perú.
Era verano. Cuanto más avanzaban, más intolerable se les tornaba la compañía de aquel general marchito, en el que la muerte estaba haciendo estragos. Enterrarlo en secreto, abandonándolo a la saña de sus verdugos, les parecía desleal. Seguir cabalgando con él mientras lo veían deshacerse era una afrenta a su gloria.
Resolvieron entonces detenerse a orillas de un arroyo, y descarnar los despojos. Uno de los cincuenta y siete oficiales del cortejo saludo al esqueleto con esta frase inolvidable: ``!Al fin lo vemos sonreír, mi general, después de tanto llanto!''
El episodio es inequívocamente argentino. Nadie se sorprende ya, quizá por la fuerza de la costumbre, de que los próceres sean evocados en el aniversario de sus muertes, no de sus nacimientos. Los entierros de los argentinos célebres han sido siempre tumultuosos y, a decir verdad, algo impúdicos.
En 1838, cientos de mujeres se desmayaron ante la carroza fúnebre de Encarnación Ezcurra, la esposa de Juan Manuel de Rosas a quien los historiadores suelen definir - no solo por ese rasgo póstumo- como una precursora de Evita Perón.
La voracidad de las multitudes por acercarse a los féretros y por tocarlos deparó algunas víctimas en los entierros del ex presidente Hipólito Yrigoyen (1933), del mítico cantor de tangos Carlos Gardel (1935) y del boxeador Ringo Bonavena (1976).
Pero el extremo de la pesadumbre nacional se alcanzó al morir Evita, en 1952, cuando más de setecientos mil dolientes aguardaron durante días enteros bajo la lluvia helada de Buenos Aires, para besar a la difunta por última vez.
Aunque desde hace largas décadas los muertos son una de las armas de negociación política mas eficaces y frecuentes en la Argentina, es en estos finales de siglo cuando esa costumbre ha llegado a su apogeo. El 1 de julio de 1987, las manos de Juan Perón fueron robadas de su tumba, en el cementerio de la Chacarita.
Nunca se supo cuál fue la razón; nunca, tampoco, fueron recuperadas. Dos años después apareció, en la Plaza de Mayo de Buenos Aires, el cráneo de Miguel Martínez de Hoz -abuelo del ministro de Economía de la ultima dictadura militar- , cuya tumba había sido profanada semanas antes.
La policía conjeturó que se trataba de una ineficaz venganza. A fines de octubre de 1990 hurtaron de la catedral de Catamarca, en el noroeste argentino, el corazón de fray Mamerto Esquiu, célebre orador sagrado del siglo XIX que estaba a punto de ser beatificado por el Vaticano. El corazón reapareció intacto a los pocos días, cuando el obispo de Catamarca se aprestaba a pagar un rescate.
Quien mas aportes hizo a la epidemia de necrofilia fue el presidente Carlos Menem, quizá porque fue también el que sacó más provecho de ella. En octubre de 1989, cuando su plan económico parecía a punto de naufragar, ordenó que se repatriaran las cenizas de Juan Manuel de Rosas, que yacía exiliado desde 1877 en el cementerio de Southampton.
Entre noviembre y diciembre de 1989, el Congreso y algunos municipios peronistas, afanosos por imitar a Menem, fueron inundados de proyectos para trasladar tumbas de personajes diversos de una ciudad a otra. El autor del himno nacional, Vicente López y Planes, fue llevado a la ciudad de Vicente López.
Los restos del maestro William Morris fueron embarcados hacia el pueblo de William Morris y los del filósofo Alejandro Korn a, previsiblemente, la estación ferroviaria de Alejandro Korn. Algunos de esos viajes póstumos se frustraron antes de las exhumaciones, pero los que se concretaron fueron decenas.
Uno de los últimos fue Juan Bautista Alberdi, un tucamano que escribió la Constitución Nacional de 1853 y cuyas reflexiones sobre la justicia son uno de los mas sólidos monumentos intelectuales de América Latina.
El 4 de septiembre de 1991, en vísperas de las reñidas elecciones para gobernador de Tucumán, en las que competían el general Domingo Bussi y el cantante popular Palito Ortega, Menem viajó a Tucumán con los restos de Alberdi en el avión presidencial. Ese simple gesto inclinó la balanza a favor de Ortega, que hasta entonces perdía por un margen de cinco puntos. No es fácil explicar las raíces de tanta pasión hipnótica por la muerte. Tal como sucede con el tango -la melodía nacional- el polen de la necrofilia tiñe de melancolía el aire. ``Necrofilia significa autodestrucción'', sentencian los psicoanalistas de Buenos Aires. ``En esas pulsiones de muerte que van y vienen por la historia argentina como un estribillo, puede leerse la voluntad de no ser: no ser persona, no ser país, no abandonarse a la felicidad. Mucha gente ha sucumbido a la apatía, como si se sintiera fuera del tiempo''.


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