Marta no puede leer más. Las letras se mueven en sus ojos como la luna en el agua.

«¡Qué mentiras cuentas!» —piensa mientras se levanta—. Cuando vuelve a la cama, lleva un bolígrafo en la mano. Con él escribe por detrás del papel:

Frank se da la vuelta. Quiere pedir ayuda. Detrás de él hay una chica alta y rubia. La mira con boca abierta. Ella le sonríe. Va hacia la ventanilla y le dice al señor del otro lado del cristal:

—Tiene que hablar más despacio y no más alto. Este chico es extranjero, no sordo.

***

Frank está un poco nervioso.

—No entiendo —le dice a la chica.

—Tranquilo. No pasa nada. ¿Adónde vas?

—A París.

—¿Ir y venir?

—Ir. No venir.

—¿Cuándo?

—Hoy. Dieciocho veinte.

—¿Fumas?

—No, gracias.

El señor de los billetes tiene la cabeza casi fuera de la ventanilla.

—Este chico quiere un billete de ida a París, no fumador, para el tren de las seis y veinte de esta tarde... ¿Ha visto qué fácil?

El señor la mira con los ojos abiertos como platos.

—Señorita, ¿le puedo hacer una pregunta?

—Sí, claro.

—¿Por qué a usted la ha entendido y a mí no?

Ella no contesta, sólo sonríe. Frank no sabe qué decir.

—Gracias. Muchas gracias para todo —dice por fin.

—De nada. Y tienes que decir «gracias por todo».

—Gracias por todo.

—Adiós.

—Adiós.

Frank deja a la chica en la ventanilla. Después la ve coger su maleta e irse con un billete en la mano. Él la sigue con la mirada, con una mirada tonta. Se ha enamorado.

Ahora. Tres horas antes de volver a su país para siempre... Bueno, quizás no para siempre. Se ha enamorado en una estación. Se ha enamorado sin querer. Se ha enamorado de una mujer y no conoce su nombre. Se ha enamorado de una mujer sin saber que ella también se ha enamorado de él.

***

Marta no se ha dado cuenta de que ha perdido una lágrima.

***

Sólo hay una cosa más triste que sentirse solo: sentirse solo en una estación de tren o en un aeropuerto. No recibir a nadie, no decir adiós a nadie. Y Frank, por primera vez se siente solo.

Ella ha entrado en una cafetería y se ha sentado cerca de los cristales. Él, sentado en un banco, la mira todo el tiempo.

En ningún momento ha pensado en hablar otra vez con ella. Frank piensa que las historias de amor pasan siempre delante de nosotros. A veces no nos damos cuenta, y se van: son las historias de amor para soñar. Otras veces las vemos pasar: son las historias de amor para escribir.

Él tiene ahora todas las cosas necesarias para escribir una preciosa historia de amor: una estación, un billete a París, unos ojos verdes, una mirada y un adiós. Mucho y poco. Todo y nada. Verdad y mentira. Pero así tiene que ser...

***

Marta deja caer otra lágrima sobre el papel. Ahora comprende por qué Frank le ha escrito esta historia conocida. Hay cosas muy difíciles de decir… Cosas que son sólo para escribirlas… 

***

«El tren a París se encuentra en la vía dos, andén tres. Va a salir dentro de treinta minutos. Señores viajeros, por favor, vayan a los andenes» —dice un altavoz.

Frank sólo entiende «tren, París, treinta minutos». Le parece que tiene mucho tiempo todavía.

«¿Y si ella también va a París? —se pregunta—. No. No puede ser. Lleva una maleta muy pequeña... Bueno, quizás va a estar poco tiempo. No. No va a París. Está todavía en la cafetería y el camarero le ha llevado algo para comer... Media hora. Hay tiempo...  y por soñar no hay que pagar: No. No va a París y ya se ha olvidado de mí.»

Cada vez hay más gente en la estación y Frank cada vez se siente más solo, más triste, más tonto. Ella sigue en la cafetería. Ya se ha comido el bocadillo. Parece que también ha terminado su café. Y todavía no lo ha mirado.

***

Marta coge otra vez el bolígrafo: Por encima de «bocadillo» escribe «pastel de manzana»; por encima de «café» escribe «té»; por encima de «y todavía no lo ha mirado» escribe «y ya lo ha mirado mil veces».

***

«El tren a París va a salir dentro de quince minutos. Señores viajeros, suban al tren, por favor» —dice el altavoz.

Por primera vez ella lo mira. Bueno, por primera vez él ve que ella lo mira. Él, claro, no sabe qué hacer y mira hacia otro lugar. Su mirada encuentra el panel con los horarios de los trenes. Busca el tren de París. Once minutos. Sólo tiene once minutos. Todo o nada en once minutos. Mira otra vez hacia la cafetería. Ella no está. Se ha ido. La busca con la mirada... Y la encuentra. Allí está, delante de él, muy cerca. Le dice:

—Tú vas a París, ¿verdad?

—Sí, París.

—¿Sabes que el tren sale dentro de diez minutos?

—No entiendo. Perdón.

—El tren. Diez minutos. Se va.

—Sí... Gracias por todo.

—De nada. Adiós. Buen viaje.

—Adiós.

Y otra vez Frank ve cómo ella se va. Y ve cómo baja las escaleras hacia los andenes...

«Ya está. Se acabó —se dice—. Ha sido una bonita historia de amor. Una historia de amor de una hora. Mejor así. No debo seguirla. Sí. Mejor así. No. No debo seguirla...»

***

«¡Qué bonito! —piensa Marta—. Esto no me lo había dicho nunca.» Y llora… Y llora…

***

El tren es muy largo. Ya se está moviendo cuando Frank llega al andén. Abre una puerta, la primera puerta que encuentra. Mete dentro la maleta y sube al tren. Está casi lleno. Sólo hay dos sitios libres, el suyo y otro al lado del suyo.

«Éste es el sitio de ella —piensa Frank—. Seguro que es su sitio... Por soñar no hay que pagar». Y sueña. Se queda dormido y sueña que ella está allí, en ese tren. Sueña que ella duerme a su lado, con la cabeza sobre su hombro. Y sueña que están solos en el tren. Y sueña que van a París. Porque hoy hace diez años que están juntos.

Y se despierta. Y están solos en el tren. Y ella duerme con la cabeza sobre su hombro. Y alguien abre la puerta. Y entra un señor vestido de azul.

—¿Puedo ver sus billetes, por favor?

—Perdón. No entiendo.

El revisor, claro, grita:

—¡Sus billetes, por favor!

—No entiendo. Soy extranjero. No soy sordo. Más despacio, no más alto.

Ella abre los ojos. Mira al revisor. Lo mira a él y le dice:

—Dame tu billete.

***

Marta limpia las lágrimas de sus ojos y deja la carta en el suelo. Ha oído la llave. Frank entra en la cocina y prepara el café. Después lleva el desayuno a la cama. Hoy es quince de agosto… Sabe que Marta no está dormida. Le da un beso.

–Felicidades, amor. 

Marta parece despertarse en ese momento.

—¿Qué pasa? ¿Qué haces?

—Desayuna… No sabes hacer teatro…

—Es que… Estoy un poco dormida…

—Sí, sí… Desayuna; se está quedando frío el café…

—Empieza por el café, por el pastel de manzana que te he traído o por el regalo.

—¿Qué regalo?

—Toma. Abre este sobre.

Marta lo abre. Dentro hay dos billetes de tren, para no fumadores, ida y vuelta. A París.

—¿Sabes? En la ventanilla está el mismo empleado de hace diez años.