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Los periodistas
extranjeros
tenían pocas posibilidades de ver a Franco. Una oportunidad en la
audiencia que concedía a la directiva de la Asociación de
Prensa Extranjera con motivo de año
nuevo.
Pero a ellos les tocaba el turno en el mes de mayo. El autor, corresponsal
del diario 'Frankfurter
Allgemeine'
desde hace más de 30 años, recuerda su primera visita al
palacio de El Pardo WALTER
HAUBRICH Recién
llegado a Madrid como corresponsal del Frankfurter Allgemeine, los
periodistas extranjeros en España me eligieron, a principios de
los años setenta, presidente de la Agrupación de Corresponsales
de Prensa Extranjera. La citada agrupación, una asociación
inscrita en el Ministerio del Interior, casi siempre había estado
dirigida hasta entonces por un compañero de bastante edad y con
residencia en España prácticamente desde el final de la guerra
civil. Nosotros, los más jóvenes, queríamos cambiar
mucho en nuestra agrupación, sobre todo guardar una mayor distancia
respecto al Gobierno, que con varios privilegios había intentado
atraerse la simpatía de los periodistas extranjeros. El general
Franco, que ya entonces llevaba algunas décadas dominando España
con los medios de la dictadura, nunca concedía una entrevista a
los periodistas extranjeros, no se podía hablar con él, a
lo sumo, con la distancia debida, observarle en actos públicos.
Una
oportunidad de verle más de cerca y de tener un intercambio de palabras,
aunque extremadamente formal, se ofrecía a la junta directiva de
la Asociación de Prensa Extranjera, recibida para transmitirle sus
buenos deseos con ocasión del nuevo año. Como nosotros, bien
sabe Dios, no éramos una de las asociaciones o instituciones importantes
en la España de entonces, casi siempre nos tocaba el turno allá
por el mes de mayo. Recibíamos una cita en El Pardo y allí
teníamos que esperar un buen rato, porque los grupos que cada día
tenían audiencia con el jefe del Estado eran muchos. Cuando por
primera vez aparecí en mayo para transmitir la felicitación
de Año Nuevo, conocí al actual presidente del Comité
Olímpico Internacional, Samaranch, que también tuvo que esperar
en una antesala. Era entonces presidente de una federación de vela,
si no recuerdo mal. En todo caso, le condujeron ante el Caudillo
un cuarto de hora antes que a nosotros, lo que ponía de manifiesto
que su asociación era algo más importante que la nuestra,
aunque tampoco mucho más. Ante el despacho de Franco fuimos colocados
en fila por Sánchez Bella, ministro de Información en aquel
entonces: primero el presidente, a continuación el vicepresidente,
después los vocales, ordenados según la altura física
de cada uno. La presentación corría a cargo de Sánchez
Bella. Como le costaba retener en la memoria siete nombres extranjeros,
nos anunció de la siguiente manera: "El presidente de los periodistas
extranjeros, el vicepresidente, un periodista residente en Barcelona" -que,
por cierto, no vivía en Barcelona-, "un periodista más, otro
periodista extranjero". Y al llegar al último, un compañero
alemán, como era el más bajito: "Excelencia, y ahora viene
el último periodista". Franco estaba de pie delante de una mesa llena de papeles revueltos. Toda nuestra fila -yo el primero- tenía que pasar delante de él y estrecharle la mano. Me quedé a la distancia normal del jefe del Estado y le tendí la mano, pero la de Franco, que ya entonces temblaba ostentosamente a causa de la enfermedad de Parkinson, no se acercaba a la mía; parecía pegada a su cuerpo. Así pues, para alcanzar la mano de Franco tuve que inclinarme profundamente hacia delante. En las fotos que enseguida se enviaron desde El Pardo a la prensa española, yo aparecía haciendo una profunda reverencia ante el dictador. Mis desvelos me costó, y alguna cena que otra, lograr que mis buenos amigos de las redacciones de los periódicos madrileños se abstuvieran de publicar esta foto. Después del saludo tuve que comunicar al general nuestros buenos deseos para el año que ya no era tan nuevo. La Agrupación de Corresponsales de Prensa Extranjera llevaba por lo menos dos décadas leyendo el mismo texto servil, que yo cambié. Recuerdo la frase final: "Que Dios guarde a Su Excelencia muchos años para bien de Su Excelencia, de su familia, de España y de toda la humanidad". Taché España y toda la humanidad y lo dejé en Su Excelencia y en la familia de Su Excelencia. Del discurso del anciano general entendimos -por la dificultad para pronunciar que tenía ya entonces- sólo dos palabras: verdad y justicia. Al despedirnos me acerqué más a él para no tener que inclinarme de nuevo ante Su Excelencia. Los últimos años de la dictadura, los corresponsales extranjeros, siempre que estuvieran dispuestos a informar sobre la España real, sobre toda España, y no sólo sobre la España oficial, desempeñaron un papel extraordinariamente importante. Nosotros no teníamos que someter nuestra información a ninguna forma de censura, ni siquiera, como hacían los periódicos españoles, a consulta previa. El gobierno de la dictadura prohibió a menudo la venta de nuestros periódicos en los quioscos españoles, podía expulsar a los corresponsales, retirarnos la acreditación y amenazarnos una y otra vez. Pero lo que escribíamos solía volver a España en fotocopias o traducciones. Algunos colegas españoles nos daban información que ellos no podían publicar. Otros, también algunos que, acabada la dictadura, presumían de guardianes de la democracia, nos denunciaban. También de los enemigos del régimen que trabajaban en la Administración recibíamos información importante, y de vez en cuando nos mandaban de los ministerios "documentos muy confidenciales" interesantes. Para la mayoría de los ministros de Franco, los corresponsales que también informaban sobre la oposición democrática -y estos en modo alguno eran todos- eran lisa y llanamente enemigos de España, sometidos -como se decía entonces- a las consignas de Praga y pagados con el oro de Moscú. Hubo un breve paréntesis de menos presión cuando el ministro Pío Cabanillas y su subsecretario, Marcelino Oreja, buscaron una relación dialogante con los corresponsales extranjeros. Pero Franco cesó a Cabanillas y la efímera primavera de tolerancia se terminó. Con la llegada de la democracia, la prensa española pasó a ocupar su lugar normal y los periodistas extranjeros perdimos aquella importancia fruto de la anomalía, pero pudimos trabajar sin presiones, sin amenazas y sin interrogatorios de la policía política. © Copyright DIARIO
EL PAIS, S. L . — Miguel
Yuste 40, 28037 Madrid (España)
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