25 años de emociones

MARIO VARGAS LLOSA

Se cumplen 25 años desde que se convirtió en Rey. Entonces, salíamos de la oscuridad de una larga dictadura. Ahora, con don Juan Carlos como símbolo principal, España se muestra al mundo como un país libre y sólido

Cuando, el 22 de noviembre de 1975, a la muerte de Franco, don Juan Carlos de Borbón fue proclamado Rey por las Cortes Españolas, poca gente en España y en el mundo creía que aquella monarquía iba a durar. El sentimiento más extendido era que, hechura y prolongación apenas disimulada de la dictadura, el nuevo régimen resultaría incompatible con la democratización de España, anhelo de la inmensa mayoría de los españoles. Y que el Monarca, crecido y educado a la sombra del Caudillo desde su niñez con el designio de salvaguardar los ideales y fines del Movimiento Nacional (que había jurado defender), sería un obstáculo insalvable para el retorno de la libertad y la legalidad conculcadas hacía cuatro décadas. Además, como siempre le habían visto, o mudo e inmóvil detrás de Franco en las ceremonias oficiales a que éste se dignaba llevarle, o leyendo anodinas generalidades en actos públicos de escasa o nula significación, corría el rumor de que el flamante monarca era poco inteligente. Por eso muchos españoles encontraron acertada la profecía del periodista y escritor José Luis de Vilallonga de que el nuevo rey pasaría a la historia como "Juan Carlos el Breve".

Un cuarto de siglo después, España ha saltado -vertiginosamente- del anacronismo que todavía era en 1975 -una sociedad congelada en el pasado por unas estructuras totalitarias y un sistema de censura y control que la distanciaban de la Europa occidental y la emparentaban al Tercer Mundo- a ser una democracia moderna, próspera, con una poderosa sociedad civil de instituciones sólidas, un fecundo régimen de autonomías, unas Fuerzas Armadas integradas en el sistema de defensa de la OTAN, y a sentar un modelo de transición pacífica de la dictadura a la sociedad abierta que ha tenido trascendencia en el mundo entero. Según consenso unánime, factor determinante en la transformación de España -el más exitoso proceso de democratización de una sociedad que haya conocido la historia moderna- ha sido el rey Juan Carlos, quien, por ello mismo, ha conseguido para el régimen que encarna una legitimidad y una caución popular que nunca nadie llegó jamás a sospechar lograría la monarquía. Tan es así que la disyuntiva monarquía-república ha desaparecido de la agenda política española, y aunque algunas formaciones minoritarias o individuos aislados, de cuando en cuando, crean necesario recordar su vocación republicana, estas manifestaciones carecen de eco en la vida política, y suenan, más bien, como extravagancias. Para la inmensa mayoría de los españoles, la monarquía existe para quedarse, porque ella y la democracia -la legalidad, la libertad, la convivencia y la paz- se han identificado en España de manera visceral.

¿Cómo fue posible esta extraordinaria historia? Se han borroneado muchas páginas al respecto, y buen número de los figurantes y protagonistas que vivieron sus distintas etapas han dado sus testimonios. Pero el actor principal, el Rey, no lo ha hecho, ni probablemente lo hará nunca. Ha concedido algunas raras entrevistas (como sus conversaciones con Vilallonga) en las que evoca el asunto, pero lo hace siempre con tanta prudencia, evitando tanto reivindicar en ella el papel protagónico que desempeñó en el desmantelamiento del sistema franquista y el establecimiento de la democracia, que la exacta valoración de sus iniciativas y méritos políticos en lo sucedido en estas últimas décadas en España queda como asignatura pendiente para futuros historiadores. Cuando le preguntan si lleva un diario o escribirá algún día sus memorias, responde categóricamente que no. Don Juan, su padre, le advirtió desde niño que un rey no podía hacerlo, porque un testimonio real de esta índole inevitablemente heriría sensibilidades y provocaría divisiones, algo que un soberano empeñado en serlo "de todos los españoles" debe evitar a toda costa.

Ya nadie cree que el Monarca español carezca de luces; por el contrario, todos le reconocen una sutil inteligencia para haber actuado -desde que, por acuerdo entre Franco y don Juan, vino en 1948 a continuar su educación en España, y en todas las instancias posteriores de su trayectoria- con una destreza, visión de futuro, sentido de la oportunidad, tacto e incluso maquiavelismo político fuera de lo común. Sin esos atributos que don Juan Carlos ha demostrado tener, probablemente España sería ahora una República, y la transición hacia la democracia hubiera resultado muchísimo más conflictiva y traumática de lo que fue. No es modestia la que le lleva a salirse por la tangente, o a minusvalorar su rol, cuando se le pregunta sobre esa larga peripecia que le permitió, progresivamente, ganarse la confianza, primero, del Caudillo, sin perder la de su padre, y de buena parte del aparato director de la dictadura, de modo que fuera elegido por Franco, dentro de los mecanismos legales y constitucionales fraguados por el régimen, para ocupar el trono, y, más tarde, la de las distintas fuerzas de la oposición, para impulsar un proceso político cuya consecuencia última sería, pura y simplemente, la liquidación del franquismo. ¿Fue una estrategia planeada con lucidez y deliberación en la juventud o primera adultez por el propio príncipe? ¿O una sucesión de actitudes e iniciativas sin ilación, producto de la inspiración del momento, que luego, en el devenir histórico, aparecerían racionalmente concatenadas en pos de un fin?

Cuando escucha preguntas tan serias, tan barrocas, don Juan Carlos sonríe con amabilidad y encuentra una manera de recolocar al abstracto interlocutor en ese territorio concreto de la anécdota divertida, el comentario ligero y la chanza amena, superficial, que finge ser su preferido. Dice que no planeó nada de eso, que no hubo una estrategia, que procedió, cada vez, en cada caso, de acuerdo a las circunstancias, siguiendo muchas veces al pálpito lo que convenía hacer. Y que, además, le ayudó siempre el hecho de haber tenido cerca a personas competentes, leales, serviciales, idealistas, interesadas en el bien de España (nunca olvida citar a la Reina entre ellas), cuyo consejo y ayuda fueron valiosísimos. Y que, por último, a él siempre le ha acompañado la buena estrella. Lo dice con tanta naturalidad y convicción que, aunque evidentemente las cosas no pudieron ser para él tan felices ni tan sencillas como pretende, sería una majadería no creerle.

Don Juan Carlos es un hombre muy simpático, que rompe de inmediato las distancias y establece una comunicación rápida, cálida, con sus interlocutores, a los que, por tímidos o huraños que sean, seduce de inmediato y hace sentirse cómodos, alternando no con un rey -la palabra suena a tiesura, protocolo y hielo-, sino con un amable bípedo de carne y hueso, normalísimo a más no poder, ni más vivo ni más corto, ni más brillante ni más opaco, que el común de los mortales. Ésa sí que es una estrategia, muy exitosa, que obedece, como todo o casi todo lo que don Juan Carlos de Borbón hace, dice y acaso sueña desde que alcanzó la edad de la razón y pudo pensar por cuenta propia, al norte obsesivo de su vida: restaurar la monarquía en España de modo que ella se confunda para siempre en la historia futura con el destino de los españoles. Para que este designio sea realidad conviene que el Rey esté tan cerca de sus súbditos que éstos no se sientan súbditos, sino algo más cálido y más próximo, y evitar que el Monarca se aleje, o parezca alejarse, del ciudadano común por su conducta, sus gestos, su lenguaje o incluso su inteligencia. La discreción llevada a esos extremos se convierte en arte y en una segunda naturaleza. El español al que ha cabido realizar la más extraordinaria hazaña de su generación se ha impuesto una persona pública que recorta lo que es y lo que vale, y relativiza su destino fuera de lo común, porque, según su concepción del cargo que ocupa -de la institución de la que es símbolo-, es preciso que el soberano de una democracia constitucional no descuelle demasiado, en orden alguno, sobre el promedio ciudadano. No quiero decir con esto que esa personalidad campechana, deportiva, directa, risueña y cordial con que aparece sea falsa. El rey Juan Carlos es también así. Pero es muchas otras cosas más que eso, que procura no exhibir. Todo lo que hay de complejo y profundo en él se halla, por una decisión propia evidente y mediante una gran maestría en el arte de la representación, fuera del alcance de sus interlocutores.

Por ejemplo, ¿cuáles fueron, cuáles son todavía, sus sentimientos hacia Franco? Nunca ha hablado mal de él, ni, estoy seguro, lo hará. Admite, por supuesto, lo evidente: que si resucitara y viera en qué se ha convertido hoy España, en buena parte por culpa del joven al que él eligió como su sucesor, el Caudillo quedaría disgustado, acaso horrorizado con lo que, para él, sólo podría significar la victoria total de la "conspiración judeomasónica" sobre los ideales de la Cruzada. Pero, admitido esto, se apresura a recordar que la última vez que habló con él, cuando Franco se debatía en los horrores de su interminable agonía, le susurró, cogiéndole las manos: "Lo único que os pido, Alteza, es que preservéis la unidad de España". Franco no descartaba, pues, que la subida al trono del Príncipe trajera consigo grandes cambios sociales y políticos. ¿Llegó a odiar a ese Caudillo que tanto hizo sufrir a su padre, al que embaucó una y mil veces, dilatando con todos los pretextos ese restablecimiento de la monarquía que, sin embargo, con su infinita capacidad para la intriga, siempre hacía espejear como posible, como próximo, para mantener viva la esperanza de don Juan? Ese Caudillo que, por épocas, toleraba las campañas de calumnias e insultos contra el pretendiente de la corona, sin que don Juan pudiera defenderse, en la prensa censurada del régimen. ¿Cómo hizo, a la vez que padecía estos agravios a su padre, a quien le unían lazos afectivos tan profundos y de quien habla con tanto cariño y gratitud, el príncipe niño, el príncipe joven, para mantener esa relación, siempre cordial, por periodos afectuosa, que reconoce haber tenido con Franco? No es difícil imaginarse el inmenso sacrificio, la tremenda tensión interior que ello debió costarle, la voluntad de hierro que precozmente debió de ejercitar para disimular, para que nada de ello trascendiera ni estropeara las relaciones que mantenía con el amo y señor de España, de quien, él lo sabía, dependía fundamentalmente la restauración monárquica. Cuando se le insinúa que, en su niñez, en su juventud, vividas lejos de su familia, de sus padres, en medio de la incertidumbre, debió pasar momentos muy duros, encoge los hombros y lo niega. Porque también hubo muy buenos momentos en esos años, recuerda, los buenos amigos, los deportes, maestros excepcionales, y porque, aun en los periodos de máxima hostilidad del régimen hacia don Juan, a él Franco le trató siempre con deferencia.

¿Llegó, pese a todo, a sentir afecto, gratitud, por aquel hombre que, no es cierto, cumplió la promesa que había hecho y le sentó en el trono? Fueron muchos años a su lado, más de los que el joven pasó junto a su familia, años en los que el Caudillo siguió muy de cerca, en el detalle, el desarrollo de su formación, educándole de la manera que él creía mejor para la altísima función que le tenía reservada. En lo personal, a veces, a don Juan Carlos se le escapan algunas expresiones, o hace algunos gestos, que sugieren una soterrada emoción, un ramalazo melancólico, cuando recuerda a aquel personaje que marcó de manera indeleble su vida. Él siempre le habló con mucha franqueza. Por ejemplo, en 1972, cuando la nieta del Caudillo, María del Carmen Martínez-Bordiú, se casó con Alfonso de Borbón, primo y rival del Príncipe, y corrieron rumores -repartidos sobre todo por la Falange y el sector más ultra del régimen, que odiaban a los Borbones- de que Franco elegiría como sucesor a don Alfonso para que su nieta fuera reina de España, don Juan Carlos fue a El Pardo y le preguntó a bocajarro si aquello era cierto. "No hagáis caso de habladurías", fue su respuesta. Así ocurrió otras veces, y también en esas ocasiones, a él, Franco le dijo la verdad.

Sin embargo, sean cuales sean los sentimientos que le unieron al Caudillo, en lo político don Juan Carlos supo muy joven, de manera inequívoca, que la supervivencia y arraigo de la monarquía en España sólo serían posibles si asumía resueltamente una vocación democrática, es decir, si rompía de manera clarísima con la herencia de cuarenta años de dictadura y propiciaba la reconciliación de los españoles, el retorno de los exiliados, la legalización de todos los partidos políticos (incluido el partido comunista, la bestia negra del régimen), elecciones libres y una genuina libertad de prensa; en otras palabras, si se instalaba en España una monarquía democrática constitucional, a la manera de las existentes en el Reino Unido, Holanda o los países escandinavos.

El milagro laico de la transición española no fue obra de una persona, desde luego. Muchas -Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo, Manuel Fraga y muchos otros- colaboraron en ese trabajo de relojería china que tendió puentes donde había abismos de recelo y animosidad, creó consensos, firmó pactos, consiguió concesiones a diestra y siniestra y fue embarcando, en un gran movimiento modernizador y de reconciliación, a toda España. Sin embargo, aunque obra de muchos, la transición no hubiera sido posible si las Fuerzas Armadas no la admitían o, por lo menos, no se resignaban a ella. Sólo una persona podía conseguir que la institución más identificada con la dictadura, de la que era espina dorsal y brazo armado, aceptara sin chistar cambio tan cataclísmico en la realidad social y política española. ¿Cómo lo consiguió el flamante Rey? ¿De qué argumentos se valió para convencer de que le aceptaran quienes tenían como el mayor motivo de orgullo el haber limpiado a España de comunistas, republicanos, anarquistas y masones? El Monarca recuerda que aquéllas eran las Fuerzas Armadas de Franco, y que él era el soberano por decisión de Franco, y, por tanto, obedeciendo sus órdenes, aquellos militares obedecían todavía al Caudillo, para ellos sagrado. Los militares saben obedecer a su jefe si éste les habla con claridad y no pretende engañarlos. Seguramente es cierto, pero, aunque contado por don Juan Carlos este aspecto de la transición resulte un simple trámite, la verdad es que la manera como el joven monarca consiguió imponer su autoridad y paralizar cualquier intentona militar antidemocrática en aquellos momentos es sorprendente y, desde todo punto de vista, admirable. Ella reveló en el flamante monarca unas dotes de firmeza y de manejo político que le ganaron el respeto de la opinión pública en su patria y en el mundo. Es imposible no pensar en el baño de sangre que hubiera podido vivir España si el recientísimo jefe supremo de las Fuerzas Armadas no hubiera sido, en los comienzos de la transición, tan persuasivo con sus subordinados. A ello le ayudó, además del prestigio que a su nombramiento confería ante los militares la sombra de Franco, la relación personal que él había cultivado con los oficiales de las distintas armas desde que fue cadete en las tres escuelas militares.

La transformación de aquellas Fuerzas Armadas franquistas en las actuales, modernas e integradas en Europa, que llevan a cabo misiones de paz en distintos continentes, y educan y asesoran a ejércitos latinoamericanos y africanos en lo que debe ser el rol de los militares en una democracia, es uno de los aspectos más insólitos de la transición española. Varios centenares de oficiales y soldados han sido víctimas de la locura homicida de ETA, y, sin embargo, como ocurriría en Suiza, o en Suecia, o en Inglaterra, a nadie en España se le ocurre ahora pensar que esas provocaciones sangrientas podrían inducir a las Fuerzas Armadas españolas a poner en peligro el orden constitucional. El ejército ha dejado de ser lo que fue en el pasado y es todavía en todos los países subdesarrollados del mundo: una espada de Damocles pendiendo amenazadoramente sobre la sociedad civil. A muchas personas, entre ellas buen número de militares, se debe esta formidable mutación que ha hecho de las Fuerzas Armadas españolas uno de los pilares de la democracia. Pero, antes que a ninguna otra, al rey Juan Carlos.

Y si hay que fijar una frontera simbólica entre el antiguo y el nuevo ejército, sería el 23 de febrero de 1981. Fue the finest hour, la "hora más alta" de don Juan Carlos, para decirlo con retórica churchilliana, cuando su resolución y valentía precipitaron el fracaso de la conjura antidemocrática planeada por un grupo de altos oficiales de las Fuerzas Armadas, que se levantaron contra la democracia enarbolando de manera calumniosa la bandera del propio Rey. Los generales Armada y Milans del Bosch, el coronel Tejero y sus cómplices pensaban que, de este modo, apareciendo como los salvadores de la monarquía contra la anarquía y el comunismo, conseguirían el apoyo del resto de las Fuerzas Armadas para la conspiración. El silencio del Monarca hubiera bastado, tal vez, para que el embauque de los golpistas prosperase y, como ocurrió en Grecia en 1967, cayese sobre España una nueva época de autoritarismo militar. Pero la reacción de don Juan Carlos fue instantánea, rectilínea, clarísima. Imagino, en el tranquilo despacho de la Zarzuela atiborrado de veleros, marinas, obras encuadernadas de Menéndez y Pelayo, desde cuyas ventanas se divisa un bosque de alcornoques y pinos entre los que se pasean ciervos y jabalíes, la efervescencia de aquella noche. Rodeado de su familia, el Rey telefoneaba, uno a uno, a todos los capitanes generales, y les ordenaba respetar la Constitución y desoír los llamados de la conjura, y conminaba al propio general Milans del Bosch a desistir de su empeño golpista, y a regresar a sus cuarteles los tanques que se paseaban por las calles de Valencia. El príncipe Felipe, de sólo 13 años, exhausto luego de una semana de exámenes, lívido de sueño, encogido en una silla, estuvo también allí, toda esa larga noche, por decisión del Monarca, para que el heredero de la corona recibiese esa lección práctica de responsabilidad cívica en situaciones de emergencia. ¿Quién puede dudar de que fueron la firmeza y lucidez con que actuó el Monarca en esa hora crítica las que debelaron el golpe y salvaron a España de una tragedia de incalculables consecuencias? Su acción fortaleció el proceso democrático, consiguió para la corona una legitimidad y un arraigo social que hasta entonces no tenía, y su figura de estadista comprometido con los principios constitucionales de libertad y de legalidad alcanzó irradiación y prestigio en el mundo entero.

Cuando él recuerda aquella noche decisiva, sin embargo, tampoco abandona su cautela habitual. ¿La energía y rapidez con que reaccionó ante la tentativa golpista se debieron, tal vez, a la lección de lo ocurrido a su cuñado, el rey Constantino de Grecia, quien, al sublevarse los generales, en 1967, los apoyó en vez de enfrentárseles, con lo cual labró su ruina política y el fin de la monarquía helena? "A Constantino le cortaron el teléfono, y a mí, por suerte, no", bromea. Así pues, España se salvó aquella noche del 23 de febrero de una nueva dictadura no gracias a la clarividencia política y el coraje moral del soberano, sino a la chapuza de unos golpistas que olvidaron aislar al inquilino del palacio de la Zarzuela cortándole las comunicaciones.

Cada vez que se alude a su participación en hechos capitales de la evolución hacia la democracia -la elección de Adolfo Suárez, por ejemplo, en 1976, para reemplazar a Arias Navarro al frente del Gobierno, decisión acertadísima que posibilitó el carácter pacífico de la transición-, don Juan Carlos no elude una respuesta, pero en todos los casos se esfuerza por desdramatizar el acontecimiento y su propia influencia, resaltando el apoyo y la colaboración que otros le prestaron, sin cuyo esfuerzo, lealtad, tino, recalca una y otra vez, nada se hubiera conseguido. Incluso cuando exalta la colaboración que, sobre todo en las pruebas más recias, le ha prestado siempre doña Sofía, la reina -no permitiendo que el ánimo decaiga jamás-, o cuando se declara feliz por tener una magnífica familia tan unida, y se proclama orgulloso de sus hijos y nietos, es muy visible en él la voluntad de no excederse, de no ir demasiado lejos, de no incurrir en la complacencia ni la jactancia. Pese a ese cariz tan despreocupado y sencillo con que se luce ante los otros, el Rey de los españoles es alguien que nunca se distrae, que ni por un instante descuida su papel.

Hace bien, desde luego, empeñándose en no aparecer como un gigante de la historia, como el Rey providencial, ni siquiera como un ciudadano que ha prestado servicios desmesurados a la democratización y modernización de España. No le corresponde a él, sino a los futuros historiadores y a los españoles que vendrán, cuando, con la perspectiva debida, se puedan hacer las sumas y las restas, sacar el balance y dictar el veredicto definitivo.

Pero, en su fuero más íntimo, cuando no hay cerca testigos incómodos, si en esa ajetreada vida que es la suya, donde todos sus minutos del día están programados y el protocolo cotidiano debe ser cumplido sin desgana ni fatiga, más bien con entusiasmo y buena cara, dispone del tiempo necesario para meditar un rato a solas, ahora que se cumplen 25 años desde que es Rey de "todos los españoles", como se propuso y ha conseguido serlo, debe invadirle sin duda una bienhechora sensación, esa tranquilidad que da el trabajo bien hecho, la impresión de haber conseguido, con el esfuerzo y el talento invertidos en ello, mover las cosas en la buena dirección.

Las cosas se han movido mucho, en efecto, desde que don Juan Carlos de Borbón, el nieto de Alfonso XIII, el hijo de don Juan, pretendiente al trono, llegó a España la fría mañana del 9 de noviembre de 1948, a una remota estación de tren de las afueras de Madrid, para iniciar su educación bajo la tutela de un régimen totalitario y clerical del que, según el designio de Franco, sería el futuro mantenedor. No hay joven español de nuestros días que pueda imaginar siquiera la distancia sideral que separa a la España en la que vive la actual generación de ese país aislado, sumido en el oscurantismo religioso y en el más horrendo atraso político, empastelado de prejuicios y de miedo, en el que don Juan Carlos pasó su infancia, su adolescencia y su temprana madurez. Las cosas están lejos de ser perfectas, desde luego, en esta España de hoy, que ya no exporta mano de obra, sino la recibe de África y de América Latina, cuyo desarrollo institucional y progreso económico se ve en el mundo como un ejemplo a seguir, y cuyo pluralismo político y cultural está tan enraizado que, se diría un forastero desinformado, ha existido aquí desde siempre. Hay el siniestro problema del terrorismo etarra -que, por supuesto, ya ha intentado, hasta en dos ocasiones, asesinar al Rey, otro tema que él aborda sin el menor nerviosismo, como uno de los riesgos inevitables en esos deportes arriesgados que siempre le gustó practicar-, el de los separatismos, el de la violencia social, el de los desafíos que representa la integración en Europa, etcétera. Pero, aun magnificando hasta la exageración los problemas de la España que ingresa en el tercer milenio, el avance del país en este último cuarto de siglo es sencillamente prodigioso. Me lo digo cada vez que vuelvo a España, luego de algún tiempo, y contrasto este país con aquel al que llegué, para hacer estudios de doctorado en la Complutense, en el verano de 1958, al que no reconozco ya en casi nada de lo que me rodea.

Los cambios son gigantescos en todos los dominios, y se refractan, de manera vertical y horizontal, por todas las capas sociales y las regiones de la Península. Pero hay un dominio, sobre todo, en el que lo conseguido en estos últimos 25 años es emocionante. España es hoy un país libre. Libre como nunca lo fue antes en su historia, libre en su vida política y libre en la mentalidad de la inmensa mayoría de sus gentes, libre en sus costumbres y en sus instituciones, en la prensa que se lee y escucha o ve, en la fe y en los cultos religiosos o en el rechazo de la religión, en el obrar de sus partidos políticos y en las ideas e imágenes de quienes reflexionan, enseñan, escriben, pintan o componen, en las manifestaciones de sus lenguas y culturas diversas, en todos los ámbitos donde la libertad humana puede ejercerse. Lo cual no quiere decir que esa libertad se aproveche en todas partes y por todos de la misma manera y con los mismos beneficios. Es obvio que en el País Vasco, por culpa del fanatismo y el terror del extremismo nacionalista, se es mucho menos libre que en el resto de España, por ejemplo, y que la libertad no alcanza del mismo modo a un ciudadano español que a un inmigrante ilegal. Pero, haciendo todas las matizaciones y rebajas debidas, nadie que no sea ciego -que no sea un fanático- puede hoy día negar que, por un conjunto de circunstancias que sería largo enumerar, España disfruta hoy de ese privilegio todavía exclusivo, por desgracia, de apenas un puñadito de países en el mundo: ser una nación donde la libertad es una realidad en las leyes y en los usos y conductas de sus ciudadanos. Ésta ha sido una tarea común de miles, de millones de hombres y mujeres, resultado de innumerables esfuerzos y sacrificios, pero, en aquella tarea, a algunas, a algunos, ha tocado hacer aportaciones más significativas y relevantes. Sería injusto no reconocer, ahora que se cumple un cuarto de siglo de su subida al trono, la gigantesca contribución prestada por Juan Carlos I a hacer, por fin, de España una tierra de libertad.

© Mario Vargas Llosa, 2000. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, S. L., 2000. 

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