25
años de emociones
MARIO
VARGAS LLOSA
Se
cumplen 25 años desde que se convirtió en Rey. Entonces,
salíamos de la oscuridad de una larga dictadura. Ahora, con don
Juan Carlos como símbolo principal, España se muestra al
mundo como un país libre y sólido
Cuando,
el 22 de noviembre de 1975, a la muerte de Franco, don Juan Carlos de Borbón
fue proclamado Rey por las Cortes Españolas, poca gente en España
y en el mundo creía que aquella monarquía iba a durar. El
sentimiento más extendido era que, hechura y prolongación
apenas disimulada de la dictadura, el nuevo régimen resultaría
incompatible con la democratización de España, anhelo de
la inmensa mayoría de los españoles. Y que el Monarca, crecido
y educado a la sombra del Caudillo desde su niñez con el designio
de salvaguardar los ideales y fines del Movimiento Nacional (que había
jurado defender), sería un obstáculo insalvable para el retorno
de la libertad y la legalidad conculcadas hacía cuatro décadas.
Además, como siempre le habían visto, o mudo e inmóvil
detrás de Franco en las ceremonias oficiales a que éste se
dignaba llevarle, o leyendo anodinas generalidades en actos públicos
de escasa o nula significación, corría el rumor de que el
flamante monarca era poco inteligente. Por eso muchos españoles
encontraron acertada la profecía del periodista y escritor José
Luis de Vilallonga de que el nuevo rey pasaría a la historia como
"Juan Carlos el Breve".
Un
cuarto de siglo después, España ha saltado -vertiginosamente-
del anacronismo que todavía era en 1975 -una sociedad congelada
en el pasado por unas estructuras totalitarias y un sistema de censura
y control que la distanciaban de la Europa occidental y la emparentaban
al Tercer Mundo- a ser una democracia moderna, próspera, con una
poderosa sociedad civil de instituciones sólidas, un fecundo régimen
de autonomías, unas Fuerzas Armadas integradas en el sistema de
defensa de la OTAN, y a sentar un modelo de transición pacífica
de la dictadura a la sociedad abierta que ha tenido trascendencia en el
mundo entero. Según consenso unánime, factor determinante
en la transformación de España -el más exitoso proceso
de democratización de una sociedad que haya conocido la historia
moderna- ha sido el rey Juan Carlos, quien, por ello mismo, ha conseguido
para el régimen que encarna una legitimidad y una caución
popular que nunca nadie llegó jamás a sospechar lograría
la monarquía. Tan es así que la disyuntiva monarquía-república
ha desaparecido de la agenda política española, y aunque
algunas formaciones minoritarias o individuos aislados, de cuando en cuando,
crean necesario recordar su vocación republicana, estas manifestaciones
carecen de eco en la vida política, y suenan, más bien, como
extravagancias. Para la inmensa mayoría de los españoles,
la monarquía existe para quedarse, porque ella y la democracia -la
legalidad, la libertad, la convivencia y la paz- se han identificado en
España de manera visceral.
¿Cómo
fue posible esta extraordinaria historia? Se han borroneado muchas páginas
al respecto, y buen número de los figurantes y protagonistas que
vivieron sus distintas etapas han dado sus testimonios. Pero el actor principal,
el Rey, no lo ha hecho, ni probablemente lo hará nunca. Ha concedido
algunas raras entrevistas (como sus conversaciones con Vilallonga) en las
que evoca el asunto, pero lo hace siempre con tanta prudencia, evitando
tanto reivindicar en ella el papel protagónico que desempeñó
en el desmantelamiento del sistema franquista y el establecimiento de la
democracia, que la exacta valoración de sus iniciativas y méritos
políticos en lo sucedido en estas últimas décadas
en España queda como asignatura pendiente para futuros historiadores.
Cuando le preguntan si lleva un diario o escribirá algún
día sus memorias, responde categóricamente que no. Don Juan,
su padre, le advirtió desde niño que un rey no podía
hacerlo, porque un testimonio real de esta índole inevitablemente
heriría sensibilidades y provocaría divisiones, algo que
un soberano empeñado en serlo "de todos los españoles" debe
evitar a toda costa.
Ya
nadie cree que el Monarca español carezca de luces; por el contrario,
todos le reconocen una sutil inteligencia para haber actuado -desde que,
por acuerdo entre Franco y don Juan, vino en 1948 a continuar su educación
en España, y en todas las instancias posteriores de su trayectoria-
con una destreza, visión de futuro, sentido de la oportunidad, tacto
e incluso maquiavelismo político fuera de lo común. Sin esos
atributos que don Juan Carlos ha demostrado tener, probablemente España
sería ahora una República, y la transición hacia la
democracia hubiera resultado muchísimo más conflictiva y
traumática de lo que fue. No es modestia la que le lleva a salirse
por la tangente, o a minusvalorar su rol, cuando se le pregunta sobre esa
larga peripecia que le permitió, progresivamente, ganarse la confianza,
primero, del Caudillo, sin perder la de su padre, y de buena parte del
aparato
director de la dictadura, de modo que fuera elegido por Franco, dentro
de los mecanismos legales y constitucionales fraguados por el régimen,
para ocupar el trono, y, más tarde, la de las distintas fuerzas
de la oposición, para impulsar un proceso político cuya consecuencia
última sería, pura y simplemente, la liquidación del
franquismo. ¿Fue una estrategia planeada con lucidez y deliberación
en la juventud o primera adultez por el propio príncipe? ¿O
una sucesión de actitudes e iniciativas sin ilación, producto
de la inspiración del momento, que luego, en el devenir histórico,
aparecerían racionalmente concatenadas en pos de un fin?
Cuando
escucha preguntas tan serias, tan barrocas, don Juan Carlos sonríe
con amabilidad y encuentra una manera de recolocar al abstracto interlocutor
en ese territorio concreto de la anécdota divertida, el comentario
ligero y la chanza amena, superficial, que finge ser su preferido. Dice
que no planeó nada de eso, que no hubo una estrategia, que procedió,
cada vez, en cada caso, de acuerdo a las circunstancias, siguiendo muchas
veces al pálpito lo que convenía hacer. Y que, además,
le ayudó siempre el hecho de haber tenido cerca a personas competentes,
leales, serviciales, idealistas, interesadas en el bien de España
(nunca olvida citar a la Reina entre ellas), cuyo consejo y ayuda fueron
valiosísimos. Y que, por último, a él siempre le ha
acompañado la buena estrella. Lo dice con tanta naturalidad y convicción
que, aunque evidentemente las cosas no pudieron ser para él tan
felices ni tan sencillas como pretende, sería una majadería
no creerle.
Don
Juan Carlos es un hombre muy simpático, que rompe de inmediato las
distancias y establece una comunicación rápida, cálida,
con sus interlocutores, a los que, por tímidos o huraños
que sean, seduce de inmediato y hace sentirse cómodos, alternando
no con un rey -la palabra suena a tiesura, protocolo y hielo-, sino con
un amable bípedo de carne y hueso, normalísimo a más
no poder, ni más vivo ni más corto, ni más brillante
ni más opaco, que el común de los mortales. Ésa sí
que es una estrategia, muy exitosa, que obedece, como todo o casi todo
lo que don Juan Carlos de Borbón hace, dice y acaso sueña
desde que alcanzó la edad de la razón y pudo pensar por cuenta
propia, al norte obsesivo de su vida: restaurar la monarquía en
España de modo que ella se confunda para siempre en la historia
futura con el destino de los españoles. Para que este designio sea
realidad conviene que el Rey esté tan cerca de sus súbditos
que éstos no se sientan súbditos, sino algo más cálido
y más próximo, y evitar que el Monarca se aleje, o parezca
alejarse, del ciudadano común por su conducta, sus gestos, su lenguaje
o incluso su inteligencia. La discreción llevada a esos extremos
se convierte en arte y en una segunda naturaleza. El español al
que ha cabido realizar la más extraordinaria hazaña de su
generación se ha impuesto una persona pública que recorta
lo que es y lo que vale, y relativiza su destino fuera de lo común,
porque, según su concepción del cargo que ocupa -de la institución
de la que es símbolo-, es preciso que el soberano de una democracia
constitucional no descuelle demasiado, en orden alguno, sobre el promedio
ciudadano. No quiero decir con esto que esa personalidad campechana, deportiva,
directa, risueña y cordial con que aparece sea falsa. El rey Juan
Carlos es también así. Pero es muchas otras cosas más
que eso, que procura no exhibir. Todo lo que hay de complejo y profundo
en él se halla, por una decisión propia evidente y mediante
una gran maestría en el arte de la representación, fuera
del alcance de sus interlocutores.
Por
ejemplo, ¿cuáles fueron, cuáles son todavía,
sus sentimientos hacia Franco? Nunca ha hablado mal de él, ni, estoy
seguro, lo hará. Admite, por supuesto, lo evidente: que si resucitara
y viera en qué se ha convertido hoy España, en buena parte
por culpa del joven al que él eligió como su sucesor, el
Caudillo quedaría disgustado, acaso horrorizado con lo que, para
él, sólo podría significar la victoria total de la
"conspiración judeomasónica" sobre los ideales de la Cruzada.
Pero, admitido esto, se apresura a recordar que la última vez que
habló con él, cuando Franco se debatía en los horrores
de su interminable agonía, le susurró, cogiéndole
las manos: "Lo único que os pido, Alteza, es que preservéis
la unidad de España". Franco no descartaba, pues, que la subida
al trono del Príncipe trajera consigo grandes cambios sociales y
políticos. ¿Llegó a odiar a ese Caudillo que tanto
hizo sufrir a su padre, al que embaucó una y mil veces, dilatando
con todos los pretextos ese restablecimiento de la monarquía que,
sin embargo, con su infinita capacidad para la intriga, siempre hacía
espejear como posible, como próximo, para mantener viva la esperanza
de don Juan? Ese Caudillo que, por épocas, toleraba las campañas
de calumnias e insultos contra el pretendiente de la corona, sin que don
Juan pudiera defenderse, en la prensa censurada del régimen. ¿Cómo
hizo, a la vez que padecía estos agravios a su padre, a quien le
unían lazos afectivos tan profundos y de quien habla con tanto cariño
y gratitud, el príncipe niño, el príncipe joven, para
mantener esa relación, siempre cordial, por periodos afectuosa,
que reconoce haber tenido con Franco? No es difícil imaginarse el
inmenso sacrificio, la tremenda tensión interior que ello debió
costarle, la voluntad de hierro que precozmente debió de ejercitar
para disimular, para que nada de ello trascendiera ni estropeara las relaciones
que mantenía con el amo y señor de España, de quien,
él lo sabía, dependía fundamentalmente la restauración
monárquica. Cuando se le insinúa que, en su niñez,
en su juventud, vividas lejos de su familia, de sus padres, en medio de
la incertidumbre, debió pasar momentos muy duros, encoge los hombros
y lo niega. Porque también hubo muy buenos momentos en esos años,
recuerda, los buenos amigos, los deportes, maestros excepcionales, y porque,
aun en los periodos de máxima hostilidad del régimen hacia
don Juan, a él Franco le trató siempre con deferencia.
¿Llegó,
pese a todo, a sentir afecto, gratitud, por aquel hombre que, no es cierto,
cumplió la promesa que había hecho y le sentó en el
trono? Fueron muchos años a su lado, más de los que el joven
pasó junto a su familia, años en los que el Caudillo siguió
muy de cerca, en el detalle, el desarrollo de su formación, educándole
de la manera que él creía mejor para la altísima función
que le tenía reservada. En lo personal, a veces, a don Juan Carlos
se le escapan algunas expresiones, o hace algunos gestos, que sugieren
una soterrada emoción, un ramalazo melancólico, cuando recuerda
a aquel personaje que marcó de manera indeleble su vida. Él
siempre le habló con mucha franqueza. Por ejemplo, en 1972, cuando
la nieta del Caudillo, María del Carmen Martínez-Bordiú,
se casó con Alfonso de Borbón, primo y rival del Príncipe,
y corrieron rumores -repartidos sobre todo por la Falange y el sector más
ultra del régimen, que odiaban a los Borbones- de que Franco elegiría
como sucesor a don Alfonso para que su nieta fuera reina de España,
don Juan Carlos fue a El Pardo y le preguntó a bocajarro si aquello
era cierto. "No hagáis caso de habladurías", fue su respuesta.
Así ocurrió otras veces, y también en esas ocasiones,
a él, Franco le dijo la verdad.
Sin
embargo, sean cuales sean los sentimientos que le unieron al Caudillo,
en lo político don Juan Carlos supo muy joven, de manera inequívoca,
que la supervivencia y arraigo de la monarquía en España
sólo serían posibles si asumía resueltamente una vocación
democrática, es decir, si rompía de manera clarísima
con la herencia de cuarenta años de dictadura y propiciaba la reconciliación
de los españoles, el retorno de los exiliados, la legalización
de todos los partidos políticos (incluido el partido comunista,
la bestia negra del régimen), elecciones libres y una genuina libertad
de prensa; en otras palabras, si se instalaba en España una monarquía
democrática constitucional, a la manera de las existentes en el
Reino Unido, Holanda o los países escandinavos.
El
milagro laico de la transición española no fue obra de una
persona, desde luego. Muchas -Adolfo Suárez, Felipe González,
Santiago Carrillo, Manuel Fraga y muchos otros- colaboraron en ese trabajo
de relojería china que tendió puentes donde había
abismos de recelo y animosidad, creó consensos, firmó pactos,
consiguió concesiones a diestra y siniestra y fue embarcando, en
un gran movimiento modernizador y de reconciliación, a toda España.
Sin embargo, aunque obra de muchos, la transición no hubiera sido
posible si las Fuerzas Armadas no la admitían o, por lo menos, no
se resignaban a ella. Sólo una persona podía conseguir que
la institución más identificada con la dictadura, de la que
era espina dorsal y brazo armado, aceptara sin chistar cambio tan cataclísmico
en la realidad social y política española. ¿Cómo
lo consiguió el flamante Rey? ¿De qué argumentos se
valió para convencer de que le aceptaran quienes tenían como
el mayor motivo de orgullo el haber limpiado a España de comunistas,
republicanos, anarquistas y masones? El Monarca recuerda que aquéllas
eran las Fuerzas Armadas de Franco, y que él era el soberano por
decisión de Franco, y, por tanto, obedeciendo sus órdenes,
aquellos militares obedecían todavía al Caudillo, para ellos
sagrado. Los militares saben obedecer a su jefe si éste les habla
con claridad y no pretende engañarlos. Seguramente es cierto, pero,
aunque contado por don Juan Carlos este aspecto de la transición
resulte un simple trámite, la verdad es que la manera como el joven
monarca consiguió imponer su autoridad y paralizar cualquier intentona
militar antidemocrática en aquellos momentos es sorprendente y,
desde todo punto de vista, admirable. Ella reveló en el flamante
monarca unas dotes de firmeza y de manejo político que le ganaron
el respeto de la opinión pública en su patria y en el mundo.
Es imposible no pensar en el baño de sangre que hubiera podido vivir
España si el recientísimo jefe supremo de las Fuerzas Armadas
no hubiera sido, en los comienzos de la transición, tan persuasivo
con sus subordinados. A ello le ayudó, además del prestigio
que a su nombramiento confería ante los militares la sombra de Franco,
la relación personal que él había cultivado con los
oficiales de las distintas armas desde que fue cadete en las tres escuelas
militares.
La
transformación de aquellas Fuerzas Armadas franquistas en
las actuales, modernas e integradas en Europa, que llevan a cabo misiones
de paz en distintos continentes, y educan y asesoran a ejércitos
latinoamericanos y africanos en lo que debe ser el rol de los militares
en una democracia, es uno de los aspectos más insólitos de
la transición española. Varios centenares de oficiales y
soldados han sido víctimas de la locura homicida de ETA, y, sin
embargo, como ocurriría en Suiza, o en Suecia, o en Inglaterra,
a nadie en España se le ocurre ahora pensar que esas provocaciones
sangrientas podrían inducir a las Fuerzas Armadas españolas
a poner en peligro el orden constitucional. El ejército ha dejado
de ser lo que fue en el pasado y es todavía en todos los países
subdesarrollados del mundo: una espada de Damocles pendiendo amenazadoramente
sobre la sociedad civil. A muchas personas, entre ellas buen número
de militares, se debe esta formidable mutación que ha hecho de las
Fuerzas Armadas españolas uno de los pilares de la democracia. Pero,
antes que a ninguna otra, al rey Juan Carlos.
Y
si hay que fijar una frontera simbólica entre el antiguo y el nuevo
ejército, sería el 23 de febrero de 1981. Fue the finest
hour, la "hora más alta" de don Juan Carlos, para decirlo con
retórica churchilliana, cuando su resolución y valentía
precipitaron el fracaso de la conjura antidemocrática planeada por
un grupo de altos oficiales de las Fuerzas Armadas, que se levantaron contra
la democracia enarbolando de manera calumniosa la bandera del propio Rey.
Los generales Armada y Milans del Bosch, el coronel Tejero y sus cómplices
pensaban que, de este modo, apareciendo como los salvadores de la monarquía
contra la anarquía y el comunismo, conseguirían el apoyo
del resto de las Fuerzas Armadas para la conspiración. El silencio
del Monarca hubiera bastado, tal vez, para que el embauque de los golpistas
prosperase y, como ocurrió en Grecia en 1967, cayese sobre España
una nueva época de autoritarismo militar. Pero la reacción
de don Juan Carlos fue instantánea, rectilínea, clarísima.
Imagino, en el tranquilo despacho de la Zarzuela atiborrado de veleros,
marinas, obras encuadernadas de Menéndez y Pelayo, desde cuyas ventanas
se divisa un bosque de alcornoques y pinos entre los que se pasean ciervos
y jabalíes, la efervescencia de aquella noche. Rodeado de su familia,
el Rey telefoneaba, uno a uno, a todos los capitanes generales, y les ordenaba
respetar la Constitución y desoír los llamados de la conjura,
y conminaba al propio general Milans del Bosch a desistir de su empeño
golpista, y a regresar a sus cuarteles los tanques que se paseaban por
las calles de Valencia. El príncipe Felipe, de sólo 13 años,
exhausto luego de una semana de exámenes, lívido de sueño,
encogido en una silla, estuvo también allí, toda esa larga
noche, por decisión del Monarca, para que el heredero de la corona
recibiese esa lección práctica de responsabilidad cívica
en situaciones de emergencia. ¿Quién puede dudar de que fueron
la firmeza y lucidez con que actuó el Monarca en esa hora crítica
las que debelaron el golpe y salvaron a España de una tragedia de
incalculables consecuencias? Su acción fortaleció el proceso
democrático, consiguió para la corona una legitimidad y un
arraigo social que hasta entonces no tenía, y su figura de estadista
comprometido con los principios constitucionales de libertad y de legalidad
alcanzó irradiación y prestigio en el mundo entero.
Cuando
él recuerda aquella noche decisiva, sin embargo, tampoco abandona
su cautela habitual. ¿La energía y rapidez con que reaccionó
ante la tentativa golpista se debieron, tal vez, a la lección de
lo ocurrido a su cuñado, el rey Constantino de Grecia, quien, al
sublevarse los generales, en 1967, los apoyó en vez de enfrentárseles,
con lo cual labró su ruina política y el fin de la monarquía
helena? "A Constantino le cortaron el teléfono, y a mí, por
suerte, no", bromea. Así pues, España se salvó aquella
noche del 23 de febrero de una nueva dictadura no gracias a la clarividencia
política y el coraje moral del soberano, sino a la chapuza de unos
golpistas que olvidaron aislar al inquilino del palacio de la Zarzuela
cortándole las comunicaciones.
Cada
vez que se alude a su participación en hechos capitales de la evolución
hacia la democracia -la elección de Adolfo Suárez, por ejemplo,
en 1976, para reemplazar a Arias Navarro al frente del Gobierno, decisión
acertadísima que posibilitó el carácter pacífico
de la transición-, don Juan Carlos no elude una respuesta, pero
en todos los casos se esfuerza por desdramatizar el acontecimiento y su
propia influencia, resaltando el apoyo y la colaboración que otros
le prestaron, sin cuyo esfuerzo, lealtad, tino, recalca una y otra vez,
nada se hubiera conseguido. Incluso cuando exalta la colaboración
que, sobre todo en las pruebas más recias, le ha prestado siempre
doña Sofía, la reina -no permitiendo que el ánimo
decaiga jamás-, o cuando se declara feliz por tener una magnífica
familia tan unida, y se proclama orgulloso de sus hijos y nietos, es muy
visible en él la voluntad de no excederse, de no ir demasiado lejos,
de no incurrir en la complacencia ni la jactancia. Pese a ese cariz tan
despreocupado y sencillo con que se luce ante los otros, el Rey de los
españoles es alguien que nunca se distrae, que ni por un instante
descuida su papel.
Hace
bien, desde luego, empeñándose en no aparecer como un gigante
de la historia, como el Rey providencial, ni siquiera como un ciudadano
que ha prestado servicios desmesurados a la democratización y modernización
de España. No le corresponde a él, sino a los futuros historiadores
y a los españoles que vendrán, cuando, con la perspectiva
debida, se puedan hacer las sumas y las restas, sacar el balance y dictar
el veredicto definitivo.
Pero,
en su fuero más íntimo, cuando no hay cerca testigos incómodos,
si en esa ajetreada vida que es la suya, donde todos sus minutos del día
están programados y el protocolo cotidiano debe ser cumplido sin
desgana ni fatiga, más bien con entusiasmo y buena cara, dispone
del tiempo necesario para meditar un rato a solas, ahora que se cumplen
25 años desde que es Rey de "todos los españoles", como se
propuso y ha conseguido serlo, debe invadirle sin duda una bienhechora
sensación, esa tranquilidad que da el trabajo bien hecho, la impresión
de haber conseguido, con el esfuerzo y el talento invertidos en ello, mover
las cosas en la buena dirección.
Las
cosas se han movido mucho, en efecto, desde que don Juan Carlos de Borbón,
el nieto de Alfonso XIII, el hijo de don Juan, pretendiente al trono, llegó
a España la fría mañana del 9 de noviembre de 1948,
a una remota estación de tren de las afueras de Madrid, para iniciar
su educación bajo la tutela de un régimen totalitario y clerical
del que, según el designio de Franco, sería el futuro mantenedor.
No hay joven español de nuestros días que pueda imaginar
siquiera la distancia sideral que separa a la España en la que vive
la actual generación de ese país aislado, sumido en el oscurantismo
religioso y en el más horrendo atraso político, empastelado
de prejuicios y de miedo, en el que don Juan Carlos pasó su infancia,
su adolescencia y su temprana madurez. Las cosas están lejos de
ser perfectas, desde luego, en esta España de hoy, que ya no exporta
mano de obra, sino la recibe de África y de América Latina,
cuyo desarrollo institucional y progreso económico se ve en el mundo
como un ejemplo a seguir, y cuyo pluralismo político y cultural
está tan enraizado que, se diría un forastero desinformado,
ha existido aquí desde siempre. Hay el siniestro problema del terrorismo
etarra -que, por supuesto, ya ha intentado, hasta en dos ocasiones, asesinar
al Rey, otro tema que él aborda sin el menor nerviosismo, como uno
de los riesgos inevitables en esos deportes arriesgados que siempre le
gustó practicar-, el de los separatismos, el de la violencia social,
el de los desafíos que representa la integración en Europa,
etcétera. Pero, aun magnificando hasta la exageración los
problemas de la España que ingresa en el tercer milenio, el avance
del país en este último cuarto de siglo es sencillamente
prodigioso. Me lo digo cada vez que vuelvo a España, luego de algún
tiempo, y contrasto este país con aquel al que llegué, para
hacer estudios de doctorado en la Complutense, en el verano de 1958, al
que no reconozco ya en casi nada de lo que me rodea.
Los
cambios son gigantescos en todos los dominios, y se refractan, de manera
vertical y horizontal, por todas las capas sociales y las regiones de la
Península. Pero hay un dominio, sobre todo, en el que lo conseguido
en estos últimos 25 años es emocionante. España es
hoy un país libre. Libre como nunca lo fue antes en su historia,
libre en su vida política y libre en la mentalidad de la inmensa
mayoría de sus gentes, libre en sus costumbres y en sus instituciones,
en la prensa que se lee y escucha o ve, en la fe y en los cultos religiosos
o en el rechazo de la religión, en el obrar de sus partidos políticos
y en las ideas e imágenes de quienes reflexionan, enseñan,
escriben, pintan o componen, en las manifestaciones de sus lenguas y culturas
diversas, en todos los ámbitos donde la libertad humana puede ejercerse.
Lo cual no quiere decir que esa libertad se aproveche en todas partes y
por todos de la misma manera y con los mismos beneficios. Es obvio que
en el País Vasco, por culpa del fanatismo y el terror del extremismo
nacionalista, se es mucho menos libre que en el resto de España,
por ejemplo, y que la libertad no alcanza del mismo modo a un ciudadano
español que a un inmigrante ilegal. Pero, haciendo todas las matizaciones
y rebajas debidas, nadie que no sea ciego -que no sea un fanático-
puede hoy día negar que, por un conjunto de circunstancias que sería
largo enumerar, España disfruta hoy de ese privilegio todavía
exclusivo, por desgracia, de apenas un puñadito de países
en el mundo: ser una nación donde la libertad es una realidad en
las leyes y en los usos y conductas de sus ciudadanos. Ésta ha sido
una tarea común de miles, de millones de hombres y mujeres, resultado
de innumerables esfuerzos y sacrificios, pero, en aquella tarea, a algunas,
a algunos, ha tocado hacer aportaciones más significativas y relevantes.
Sería injusto no reconocer, ahora que se cumple un cuarto de siglo
de su subida al trono, la gigantesca contribución prestada por Juan
Carlos I a hacer, por fin, de España una tierra de libertad.
© Mario Vargas Llosa, 2000. © Derechos mundiales de prensa
en todas las lenguas reservados a Diario El País, S. L., 2000.
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