El
rey Felipe en el año dos mil y pico
MANUEL
RIVAS
El
rey Felipe asiste en el año dos mil y pico a una final del Campeonato
de Europa en la que juega la selección española. Allí
evoca el difícil camino recorrido por el país
Empecemos
por un asunto minoritario y que no despierta pasiones. Por ejemplo, el
fútbol.
Es
el año dos mil y pico y el rey Felipe asiste en el palco a la final
del Campeonato de Europa, para la que se ha clasificado España.
Se le distingue bien, incluso desde las gradas de general. No le es fácil
ocultarse, pero la altura facilita las presentaciones.
No
le ocurre lo que aquel vástago del emperador de Japón que
entró en Oxford y se presentó así: "Soy el Hijo del
Sol". El portero del colegio le dijo: "Pase, pase, que aquí hay
de todo". La ventaja de los reyes altos es que no necesitan corona. La
llevan puesta, como Einstein llevaba escrita la teoría de la relatividad
en su frente inmensa. A propósito de Albert, había llegado
a importantes conclusiones porque sus preguntas eran desternillantes. Una
de ellas: ¿tuvo Dios elección al crear el universo? En la
mirada de los reyes modernos, con mayor o menor intensidad, yace la melancolía
determinista, que la inteligencia puede acentuar. Su relación con
el destino es diferente a la de los demás. En el pasado, el rey
pertenecía al orden natural de las cosas. Ahora, ser rey pertenece
al orden extraño de las cosas. Tiene que preguntarse todos los días
qué es ser rey, como un republicano de sí mismo. También
eso se nota en un rostro. Siempre le han gustado los deportes. Primero,
como pasatiempo y para fardar; luego, como aprendizaje humano y como disciplina;
ahora, como una representación de la historia.
Hoy,
en el campo, como en una regata en el mar, se dirime un duelo entre la
voluntad y la fatalidad. Al nacer, ¡alehop!, nacía ya príncipe
heredero. Ese tanto hay que colocarlo en el casillero del destino.
No
dependió de él ni, en gran parte, de los demás. Esto
ocurre el 30 de enero de 1968. No son pocos los niños españoles
nacidos en esa época que serán criados por sus abuelos, mientras
sus padres emigran a la Europa rica. En las mañanas de domingo,
con olor a fritura en las ventanas, todavía se escuchan coplas emotivas
de un país pobre y triste, como aquella de Charo Reina: "Anda, rey
de España, vamos a dormir". Ese año, otras ventanas, las
de los palacios de medio mundo, son sacudidas por el vendaval de un nuevo
romanticismo juvenil. En este caso, la copla podía ser una de Jim
Morrison: "We want the world / and we want it now! (Queremos el mundo /
¡y lo queremos ahora!)". Ése fue el año del nacimiento.
Una palmada y ése el primer llanto del niño príncipe
heredero. Y ahí se acaba la intervención del destino.
Para
el ser humano, dice la sabiduría marina, el destino es como el viento
para el velero. En esa época, y en los años que siguieron,
había señales de todas clases, incluso para un nuevo apocalipsis
nacional en torno al cadáver del dictador. Un entrañable
personaje de una novela de Amin Maalouf, Baldassare, indignado con la psicosis
supersticiosa de sus contemporáneos de 1666, empeñados en
la llegada del fin del mundo, anota con fina ironía en su cuaderno:
"Cuando se buscan señales, se encuentran".
Las
señales que emitía la sociedad española en 1975 no
eran precisamente las del Año de la Bestia. Bien al contrario, la
niñez y la adolescencia del príncipe coinciden con una época
en la que abundan las señales positivas. El país empieza
a salir de ese estado de ánimo que Keynes acuñó para
las situaciones de crisis: "La estación muerta de la suerte". Hay
un mayor conocimiento, una apertura al exterior, que genera también
mayor deseo, porque ya se sabe que no se puede querer lo que no se conoce.
Hay un sentido comunitario, asociativo, de transformar las condiciones
de vida. El ecologismo y el feminismo pasan a formar parte de un nuevo
sentido común progresista. Se produce la eclosión, con mucho
ruido e incluso algunas nueces, de una cultura artística, musical
y cinematográfica desacomplejadas. En ciertos aspectos, como la
libertad de costumbres, la sociedad va por delante de las reformas legales.
La
transición, ya se sabe, fue un extraño proceso biopolítico,
entre la metamorfosis de Kafka y las de Walt Disney. En todo caso, la generación
del joven príncipe vivió más descubrimientos que desengaños,
más esperanzas que desilusiones, más optimismo que cinismo.
Quizá con un exceso de credulidad. Y esas marcas -la curiosidad,
la liberalidad y un optimismo dialogante de fondo- se notan en el rostro.
La pérdida de credulidad es lo que añade unas arrugas de
melancolía. El rey Felipe, sentado en el palco, en el partido del
dos mil y pico, podría recordar el día en que un poeta dio
las "gracias al aire" en su presencia. Era muy joven, su primer acto público
como príncipe de Asturias. Entregaba los premios que llevan su nombre.
"El aire", le dijo entonces José Hierro, "se llama libertad, la
libertad preciosa de nuestro clásico".
Lo
decía entre las ascuas del fallido golpe de Estado del 23-F. Conocía
el valor del aire. Ahora recibía un premio, que agradecía,
pero él correspondía con un bien de valor incalculable: la
confianza básica, sellada con el aire de la libertad. Los Nostradamus,
los profesionales del apocalipsis, habían seguido trabajando para
que la peor profecía se cumpliese. Y estuvieron a punto. Al no ceder,
la monarquía se desembarazaba de la fatalidad. En el plano histórico,
consiguió el mayor consenso posible en España: no ser percibida
como un problema. Incluso en lo estético. Un recorrido por los retratos
de la realeza en la pinacoteca del Prado da paso a una desasosegante reflexión
sobre el espejo del alma, que roza la pesadilla cuando Goya toma el pincel.
Volvamos
al partido del año dos mil y pico. Mientras la mirada sigue el combate
ritual del balón, el recuerdo del "aire", de la preciosa libertad,
conduce al rey Felipe a otro momento más cercano en el tiempo, pero
cuando todavía era príncipe. Es el año 2000. Un año
duro, poco respirable. "Cuando se buscan señales, se encuentran".
Se acumulan señales. Y lo que es peor, los crímenes cometidos
como señales. En el País Vasco lleva años funcionando
la industria del dolor, "trabajando su profecía". La diferencia
es que el ánimo está más minado. La violencia envenena
todo. Los Nostradamus atizan el fuego. Se activan los mecanismos de producción
de odio, incluso entre aquellos que tienen por obligación mantener
la calma y transmitir serenidad. El lenguaje se embrutece, con palabras
que tienen gusano dentro. Ése es el peor síntoma, advertiría
Elias Canetti, el de la derrota de las palabras.
El
ahora Rey podría recordar lo que dijo entonces en Oviedo: "Siempre
hay un lugar para el encuentro y el entendimiento entre los que anteponen
el valor supremo de la vida al fanatismo y al crimen". Podría recordar
que no tuvieron entonces mucho eco informativo aquellas palabras. Podría
recordar otro símil marino: "Un buen capitán transforma el
Atlántico en Mediterráneo; un mal capitán transforma
el Mediterráneo en Atlántico". Fue una mala época.
Pero, muy laboriosamente, pudo más la construcción de puentes
que la producción de odio. Se evitó lo peor gracias a la
política. Los gritos de júbilo le devolvieron al campo en
aquel partido del año dos mil y pico. Había visto la combinación
genial, un cambio de juego de banda a banda, el puente, el centro, el control
y la colocación precisa de un gol imparable. Ahora establecía
el vínculo de la jugada con la realidad.
Los
seguidores españoles saludaban a una nueva estrella: Ibn Hazm, de
Córdoba. La mitad de los componentes de la selección de España
eran hijos de emigrantes originarios de África, Hispanoamérica
y Centroeuropa. El fútbol le estaba bajando los humos a la extrema
derecha, que había resurgido un tiempo atrás.
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