Reyes,
guiñoles, ingleses y democracia
JOHN
CARLIN
A
diferencia de lo que ocurre en el Reino Unido, en España existe
una conspiración de silencio en la que participan todos los medios
de comunicación en torno a la familia real. Y tiene su razón
de ser
El
secreto del éxito de los guiñoles es que no se salva nadie.
José María Aznar, Jordi Pujol, el Papa, los dos González
- Felipe y Raúl-: todos son blancos legítimos de los dardos
satíricos que lanzan los atrevidos realizadores. No hay vacas sagradas.
Corrección.
Las hay. El programa más irreverente que emite la televisión
española, el que no teme reírse de los poderosos y los famosos,
no se mete con el Rey ni con su familia. Nunca. Jamás.
Lo
cual habría llamado la atención a los creadores del programa
de televisión inglesa, Spitting Image, en el que se basa
el formato, el espíritu y el concepto cómico de Lasnoticias
del guiñol. Porque Spitting Image, que se dejó
de emitir en 1992, montaba ataques tan despiadados contra los políticos
como contra la familia real británica. A la reina Isabel, cuya voz
imitaban a la perfección, la retrataban siempre como una ama de
casa al borde de un ataque de nervios cuyos hijos eran a la vez unos tarados
y unos maniáticos sexuales, cuyo marido era displicente y racista,
y cuya madre era una vieja borracha.
No
es ninguna casualidad, claro, que la versión española no
haga ni siquiera mención del rey Juan Carlos y familia. Las noticias
del guiñol se ha sumado a la conspiración de silencio
en la que participan todos los medios de comunicación españoles
en torno a sus majestades. Además, aunque los guiñoles quisieran
desviarse de esta ortodoxia no declarada, no podrían. Porque no
tendrían material.
Spitting
Image, como también los Monty Python, se han nutrido de la materia
prima que ha provisto la prensa británica. Que si el príncipe
Felipe habla mal de los chinos en privado, que si el príncipe Carlos
sueña con convertirse en un tampax, que si a la esposa del
príncipe Andrés le gusta que millonarios tejanos le chupen
los dedos de los pies. Ni hablar de la telenovela semipornográfica
en la que se convirtió la vida de Diana de Gales.
De
los pormenores de la familia real española el público no
se entera. Hay rumores de una cosa y otra (las reglas de la conspiración
de silencio no permiten que estos rumores se mencionen aquí), pero
por lo general lo que consumimos en los medios es la versión ¡Hola!,
es decir la vida de palacio anestesiada, idealizada y pintada de rosa.
Lo
cual, por un lado, habla bien del gusto y los modales del público
español comparado con la poca clase que exhiben a veces los hooliganescos
vecinos isleños. Pero ahí no acaba la historia. Porque existen
ciertas contradicciones en las actitudes de los españoles y los
británicos hacia sus respectivas familias reales que son sorprendentes.
Por
ejemplo, es curioso que los españoles sean tan solemnes, tan severos,
tan reprimidos en su relación con la familia real mientras que los
británicos sean tan escandalosos, tan (por traducir un adjetivo
que ha aparecido en la prensa inglesa) almodovarianos. ¿No hay aquí
una confusión de papeles? ¿No eran los ingleses los tiesos
y los españoles los alegres, los extrovertidos?
Ahora,
por otro lado, y lo que confunde más aún el tema, también
es verdad que los españoles ven a su familia real con más
cariño que los ingleses; y (que sepamos) que hay menos españoles
que ingleses deseosos de abolir la institución de la monarquía.
Lo que se debe en parte a que la familia real española esté
mucho más cerca a su pueblo que la británica. Tendrán
más dinero, o vivirán rodeados de un lujo extraordinario,
pero al fin de cuentas son como nosotros, son casi familia, piensa la gente.
Los podríamos invitar a casa y comerían lo que comemos nosotros,
hablaríamos más o menos de lo mismo.
Para
un inglés, por más afecto que sienta por su majestad, invitar
a la reina Isabel a casa significaría un trauma. Aparte de no tener
la más remota idea de qué hablar, el anfitrión estaría
aterrado ante la posibilidad de echarle demasiada leche al té, de
ofrecerle a la reina galletitas que no sean de su agrado, o simplemente
de no inclinarse ante ella exactamente de la manera debida.
Isabel
II vive estancada en el pasado, concretamente en la época victoriana.
Es una persona absolutamente incapaz de actuar con espontaneidad, según
la imagen que todo el mundo tiene de ella, cuya vida la rige el protocolo
ancestral. Su heredero, Carlos, vive en otro planeta. Es un personaje francamente
raro. En su intento de liberarse del estreñimiento emocional de
sus padres se ha ido demasiado lejos, y ha acabado hablando con las plantas.
Lo
que nos ayuda a entender la manía que tienen los ingleses por reírse
de su familia real. Ofrecen más de qué reír. Hacen
más el ridículo.
Pero
existe otra explicación, y tal vez ésta sea la más
importante. Los ingleses se ríen de su familia real y husmean en
los armarios de Buckingham Palace, y debajo de las camas, sin el más
mínimo pudor por la simple razón de que se pueden dar el
lujo de hacerlo. Mientras los españoles categóricamente no
se lo pueden dar. ¿Por qué?
Porque
la realeza británica es una institución tan antigua, tan
duradera y tan estable como el sistema político que simboliza. Se
le puede tirar todas las piedras que se quiera pero no se derrumbará,
no se romperá ni un cristal.
La
familia real española, en cambio, simboliza algo nuevo en España,
algo relativamente frágil, que todo el pueblo (o casi todo el pueblo)
tiene un interés compartido en proteger. La democracia.
En
Inglaterra ha habido democracia desde que el Parlamento decidió,
por mayoría, cortarle la cabeza al rey en 1649. Y desde que en 1660
se restauró, con poderes muchísimo más limitados,
la Corona no ha habido ni guerra civil, ni golpe de Estado, ni siquiera
un partido que seriamente haya planteado la idea de cambiar el statu
quo constitucional.
El
rey Juan Carlos no sólo ha sido símbolo, sino protector de
una democracia que nació hace apenas 25 años. La autocensura
de los medios españoles ha sido, en este caso, una demostración
de responsabilidad cívica. Todo puede cambiar. De aquí a
otros 25 años, ¿quién sabe lo que se podría
llegar a decir en los periódicos de los nietos de los Reyes? ¿o
hasta qué punto se atreverán los guiñoles a burlarse
de su majestad?
Seguramente
no llegarán al extremo de los ingleses, que sí parecen ser
más salvajes en estas cosas, por temperamento nacional, que los
españoles. Spitting Image vestía a Margaret Thatcher
de oficial de la Gestapo y la hacían hablar con Hitler para pedirle
asesoría en política de inmigración. Por otro lado,
el día que Las noticias del guiñol vista al presidente
español de falangista y que al Rey lo pinten, digamos, de mujeriego,
tal vez aquel sea el día en que se podrá decir con absoluta
confianza que no hay fuerza en el mundo capaz de derrocar a la democracia
española.
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