Los consejeros que no hicieron la corte

JUAN G. IBÁÑEZ

El Rey acostumbra a decir a sus amigos que él tiene un gran olfato. Y a menudo suele sorprender a sus interlocutores con la magnífica información de que dispone. Casi siempre se ha apoyado en muy buenos asesores



 
 
 

 
El Rey sólo había podido pronunciar las primeras palabras de su discurso -"Siempre había sentido el anhelo de que mi primera visita..."-. Cuando doce minutos después la treintena de representantes de Herri Batasuna que habían intentado boicotearle con el canto del Eusko Gudariak, puestos en pie y puño en alto, quedaron desalojados de la Casa de Juntas de Gernika en aquella lluviosa mañana de febrero de 1981, don Juan Carlos reanudó su intervención pero con otras palabras: "Frente a quienes practican la intolerancia, desprecian la convivencia, no respetan ni las instituciones ni las normas más elementales de una ordenada libertad de expresión, yo quiero proclamar una vez más mi fe en la democracia y mi confianza en el pueblo vasco". 

El texto con esa ajustada, y aplaudida, respuesta se lo había hecho llegar discretamente, poco antes de terminar el altercado, su ayudante militar, Fernando Poole -años después jefe de su Cuarto Militar- en cuanto Sabino Fernández Campo, visto cómo había transcurrido el incidente, lo escogió de entre las seis alternativas que llevaba preparadas y que ya tenían el visto bueno del Rey. Seis párrafos, distintos, para ser insertados sobre la marcha en el discurso y que habían sido redactados la noche anterior en Bilbao, tras una larga reunión en la que representantes de la Casa del Rey, el Ministerio de Defensa y mandos de las Fuerzas de Seguridad habían estudiado las respuestas a los diversos tipos de incidentes que podían provocar los representantes de HB en la primera visita del Rey al País Vasco.

Once años después, en julio y agosto de 1992, la labor de los colaboradores del Rey y el trabajo en equipo con altos cargos del Gobierno ayudaba a que la presencia del monarca en un acontecimiento más festivo pero que también entrañaba riesgos -los Juegos Olímpicos de Barcelona- resultara un éxito. La campaña Freedom for Catalunya, en la que había participado activamente un hijo de Jordi Pujol y a cuya presentación había asistido su esposa, Marta Ferrusola, tenía preocupados a quienes debían asegurar que la estancia de la Familia Real en Cataluña y su asistencia a los Juegos resultase un éxito. Aunque Carlos Ferrer Salat, miembro del Comité Olímpico Español, había transmitido en privado su temor a que se repitieran los pitidos que recibieron los Reyes en la inauguración del estadio olímpico de Montjuïc, el gabinete de don Juan Carlos y el Gobierno coincidieron en que si el príncipe Felipe intervenía en la ceremonia de apertura debía hacerlo con un protagonismo que estuviese a la altura de su condición de heredero. Acordaron que fuese el abanderado del equipo español, después de desechar otras opciones, como que corriera el último relevo con la antorcha olímpica o que realizase públicamente el juramento de deportista participante en las Olimpiadas. Y, a propuesta de Pasqual Maragall, hicieron coincidir la entrada de la familia real en el palco de Montjuïc con el arranque de Els Segadors.

Durante los Juegos, una red de informadores organizada por la Secretaría de Estado de Deporte tuvo al Rey siempre alertado, a través de teléfonos móviles, de qué deportistas españoles, y en qué instalaciones, disputaban competiciones que podían ser determinantes para ganar medallas. Ese dispositivo, unido a su afición al deporte, posibilitó que el Rey acudiera a animar a los deportistas españoles en competiciones que luego ganaron, lo que suscitó la imagen de que su presencia traía siempre buena suerte al equipo español.

Pocos meses después, en enero de 1993, se materializó uno de los relevos más importantes llevados a cabo en la Casa del Rey. Sabino Fernández Campo ponía punto final a su asesoramiento a don Juan Carlos, labor que había desarrollado durante 16 años con enorme autoridad e influencia. Durante ese tiempo fue la persona que seleccionó y coordinó los asesoramientos que utilizó el Rey, fue el principal responsable de sus discursos, el supervisor de los viajes de Estado, interlocutor con los directivos de los medios de comunicación y, en definitiva, el principal consejero político del monarca. Su actuación ante el intento de golpe de Estado del 23-F fue esencial para abortar la rebelión.

Había llegado a La Zarzuela en el verano de 1977 por indicación inicial del general Juan Castañón de Mena, que había sido enlace entre Franco y el Príncipe y que en la etapa de ministro del Ejército le había tenido de jefe de su secretaría militar. Sin él saberlo, don Juan Carlos teledirigió su preparación para desempeñar el puesto que luego le encomendó, a su lado: La Zarzuela transmitió al ministro de Presidencia del primer Gobierno de la Monarquía, Alfonso Osorio, designado para ese puesto por decisión del Rey, que esa casa "vería muy bien" que eligiese como subsecretario a Fernández Campo.

Cuando llegó a la secretaría general de La Zarzuela, una de sus primeras tareas, y de Nicolás Cotoner y Cotoner, que era jefe de la Casa del Príncipe desde 1969, fue reglamentar con criterios de normativa civil un aparato que había crecido con precariedad y que había tenido que heredar los efectivos de la extinta Casa del Generalísimo. Para empezar, el nuevo equipo del que se rodeó don Juan Carlos tras las primeras elecciones democráticas redujo la Casa Militar de Franco a Cuarto Militar del Rey. Con el transcurso del tiempo y el apoyo del Gobierno socialista, estableció que el segundo jefe de la Casa no fuese el teniente general al mando del Cuarto Militar sino el secretario de la Casa del Rey, lo que daba preeminencia al engranaje civil, y a los criterios políticos para asentar una monarquía parlamentaria y moderna.

La precariedad de medios de La Zarzuela era tal que Fernández Campo llevó a Joel Casino, entonces coronel de Intervención, para que actuara como interventor de cuentas a efectos de control interno -la gestión del presupuesto de la Casa del Rey, como el del Parlamento, el Consejo del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y el Consejo de Estado no está sujeta a una fiscalización pormenorizada y queda justificada mediante una documentación global-. También tuvo que implantar una verdadera organización administrativa. Muchos años después, a principios de 1991, Casino llegó a ser secretario general de la Casa, cuando relevó en ese puesto al diplomático José Joaquín Puig de la Bellacasa, que no se consolidó en un cargo en el que esperaba haber encontrado más competencias y que requería absoluta adaptación a todas las actividades del monarca. Era la segunda vez que dejaba La Zarzuela. En 1974, en una hábil maniobra en la que también se asesoró bien, el Rey le había llevado a su equipo, desbaratando con ello un intento de Arias Navarro, presidente del Gobierno franquista, para colocarle en su gabinete de La Zarzuela al derechista Antonio Carro, poco después dirigente de Alianza Popular.

Ya jubilado, Fernández Campo explicó en conversaciones privadas, en relato no exento de alguna amargura, que él "estaba incómodo desde hacía tiempo, porque tenía menos influencia para evitar cosas inconvenientes". Una explicación alusiva, en gran parte, al asentamiento de Mario Conde en el círculo con acceso directo al monarca. Conde era entonces presidente de Banesto y aspirante a la máxima cota de poder político -consciente de sus dificultades para ser líder de un partido, defendía que el presidente del Gobierno fuese elegido directamente por los ciudadanos y no por el Parlamento-. Fernández Campo se había opuesto además, poco antes y sin ningún éxito, a que don Juan Carlos aceptase hablar en primera persona de su vida, incluido el 23-F, en una serie de conversaciones con José Luis de Vilallonga, que éste grabaría en cinta magnetofónica y utilizaría para escribir una biografía autorizada, que finalmente publicó dos meses después.
 
 
Rafael Spottorno y Fernando Almansa, secretario y jefe de la Casa del Rey, respectivamente. (Cristóbal Manuel)
Fernández Campo dejó su puesto con casi 75 años, cuando el Rey estaba a punto de cumplir los 55, en un momento en que don Juan Carlos se sintió animado, e impulsado, a poner fin a un largo periodo de asesoramiento por parte de consejeros pertenecientes a una generación anterior a la suya, militares de carrera y con una acentuada personalidad, según personas que vivieron de cerca ese final de etapa. Las relaciones entre Fernández Campo y el Rey llevaban un año resquebrajadas, y en el verano de 1992 don Juan Carlos dio señales de tener madurada la inevitabilidad del relevo. Cuando Fernández Campo le comunicó su renuncia, el Rey ya tenía claro el nombre del sucesor: Fernando Almansa. Hijo de un monárquico tradicional y conocido suyo, el nuevo Jefe de la Casa del Rey tenía 45 años, título de vizconde del Castillo de Almansa, llevaba dos décadas en el cuerpo diplomático y era amigo de Mario Conde desde que fueron compañeros de estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Deusto. Don Juan Carlos nombró, a la vez, secretario general de la Casa a Rafael Spottorno, de 48 años, con 25 de servicio en la carrera diplomática y que había consolidado una buena relación con La Zarzuela como jefe de gabinete de los ministros socialistas de Asuntos Exteriores Francisco Fernández Ordoñez y Javier Solana.

Algunas personalidades preocupadas por encontrar un sucesor de Fernández Campo que fuera un asesor de la categoría que requería ese puesto vieron en Emilio Alonso Manglano la figura idónea. Pero el asunto no llegó a ser planteado en firme porque para el Rey Manglano era incomparablemente más útil y eficaz al frente del Cesid. Entre ellos había una relación de amistad y compenetración que venía de muy atrás. Manglano, uno de los pocos militares que en pleno régimen de Franco se sentía comprometido con la monarquía y también con la democracia, había favorecido las relaciones entre don Juan de Borbón, cuyo entorno le era familiar, y don Juan Carlos. Ahí arrancó una larga trayectoria de apoyo y protección al Rey. En el golpe de Estado del 23-F, Manglano jugó un importante papel en Madrid al garantizar desde el primer momento la lealtad al Rey de la Brigada Paracaidista, donde era jefe del Estado Mayor. Y en los años posteriores, hasta 1985, fue esencial para la consolidación de la monarquía. Desde la dirección del Cesid, a donde le llevó Leopoldo Calvo Sotelo porque conocía su lealtad monárquica y democrática, fue el artífice de la persecución y desmantelamiento de todos los movimientos involucionistas, que después del 23-F perseguían tanto derribar a la democracia como a la monarquía.

Hasta que una y otra se fueron consolidando, otro personaje decisivo al lado de don Juan Carlos fue Nicolás Cotoner y Cotoner, al que trataba como a un padre, aunque no despachara apenas con él. Instructor suyo durante la preparación para el ingreso en la Academia Militar de Zaragoza, cuando don Juan Carlos tenía 17 años, fue el jefe de su Casa como Príncipe y como Rey y uno de sus asesores más íntimos hasta que se retiró a principios de 1990, con 85 años. En ese dilatado periodo realizó para La Zarzuela multitud de misiones importantes y delicadas. En julio de 1976 fue la persona enviada por el Rey al Vaticano para comunicar al Papa que renunciaba a la prerrogativa de presentar las propuestas para la designación de obispos. Cuando Franco comunicó a don Juan Carlos que le iba a nombrar sucesor a título de rey, le pidió que no se lo comunicara a don Juan. El futuro Príncipe envió en secreto al Marqués de Mondéjar a Estoril para que don Juan se enterase por él de la noticia. Al llegar a Villa Giralda, tras viajar toda la noche en tren, se encontró con la desagradable sorpresa de que don Juan ya se había enterado por otras vías. La Administración franquista se había adelantado.

El primer relevo importante de un asesor de don Juan Carlos, de profesión militar, mayor que él y con marcada personalidad, aunque en ese caso caracterizada por un acentuado conservadurismo político y religioso, se produjo en 1977. Alfonso Armada dejó la secretaría general de la Casa del Rey tras las primeras elecciones democráticas, en las que un hijo suyo fue candidato a diputado por Alianza Popular, y después de un grave enfrentamiento con quien conducía, con plena confianza del Rey, la transición a la democracia: Adolfo Suárez. Armada había sido uno de los integrantes, como el marqués de Mondéjar, del equipo castrense que en 1955 fue encargado de preparar a don Juan Carlos para su ingreso en las Academias militares.

Armada había jugado desde 1965, año en que se hizo cargo de la secretaría del Príncipe, un activo papel como organizador de la vida y actividad oficiales de don Juan Carlos en un régimen que debía reconocerle y aceptarle como monarca, a la vez que Torcuato Fernández Miranda, profesor y asesor de máxima confianza, instruía al futuro Rey en el dominio "de la paciencia, de la serenidad y en ver las cosas como son, sin crear falsas ilusiones ni fiarse de las apariencias", en expresión, ésta última, de don Juan Carlos. En 1981, el tribunal que juzgó el intento de golpe de Estado condenó por rebelión militar a Armada, quien tras dejar La Zarzuela se había reincorporado a la carrera militar con aspiraciones de alcanzar el más alto rango profesional, y se había promovido como presidente de recambio para un Gobierno que desalojara, sin pasar por las urnas, al que presidía Adolfo Suárez.

Fernández Miranda, que defendió como jurista que los cambios se debían hacer desde el respeto y el aprovechamiento de la legalidad, encajó con sabiduría política y gran lealtad una trascendental decisión del Rey, que reflejaba bien el carácter de don Juan Carlos pero a él le sacrificaba como político: escogerle como presidente de las Cortes, para que condujera la reforma legal que aniquilaría a esa cámara y al franquismo, mientras reservaba a Suárez para presidente del Gobierno. Fernández Miranda dejó escrito en ese otoño de 1975 una reflexión enjundiosa: "Me acepta como consejero pero no soportaría un tutor".

Ya antes de esas fechas, el futuro Rey daba muestras claras, y valientes, de que no se resignaba a quedar atrapado en la ortodoxia de las instancias oficiales. En 1970 comentaba, en conversación con un periodista de The New York Times, que deseaba contactar, al margen de los cauces oficiales, con personas que no eran del régimen y con dirigentes de la oposición moderada. Al año siguiente recurrió al abogado José Mario Armero para que preparase el viaje que iba a realizar a Estados Unidos, y que resultó un éxito. En aquella etapa utilizó con frecuencia a Nicolás Franco y Pascual de Pobil, amigo suyo desde la niñez, para establecer comunicación con personas aperturistas del régimen y con miembros de la oposición democratacristiana y socialista. En 1974 le encargó que contactase con el secretario general del PCE, Santiago Carrillo, en París. En febrero de 1975 pidió a Laureano López Rodó, que entonces era una de las personas con las que contaba a menudo, que animara al general Franco a efectuar la sucesión en vida. La gestión no tuvo éxito, como tampoco la consulta que el Príncipe hizo directamente a Franco, alentada por Lopez Rodó, para asistir a reuniones del Consejo de Ministros, cosa que le desaconsejaban Alfonso Osorio y Marcelino Oreja: "Cuando a usted le toque será todo distinto", zanjó el general. Años más tarde, el Rey comentó a algunos de sus consejeros que en buena hora no participó en las reuniones de un Gobierno que poco después, en septiembre de 1975, dio el visto bueno a la ejecución de cinco penas de muerte, impuestas en Consejos de guerra a miembros del FRAP y de ETA.

El verano anterior, en 1974, cuando Franco le cedió sus poderes durante varias semanas por estar hospitalizado con flebitis, el Príncipe promovió un artículo del colectivo Tácito en el que se pedía al Jefe del Estado que retomase el mando o realizase un "acto de generosidad" y entregase las riendas, con todas las consecuencias, al sucesor a título de Rey. Don Juan Carlos quería poner fin a la interinidad. La respuesta de Franco consistió en informarle por teléfono de que retomaba el poder.

En aquellos años eran interlocutores habituales de don Juan Carlos en La Zarzuela muchos de los políticos que fueron designados ministros, por indicación del Rey, tras la muerte de Franco. Entre esas personas, a las que recibía siempre de una en una, se encontraban Adolfo Suárez, Alfonso Osorio, Marcelino Oreja, Carlos Perez de Bricio, Leopoldo Calvo Sotelo y José Luis Leal, además de Torcuato Fernández Miranda, entre otros. Según algunos de ellos, el Príncipe había ido confeccionando con la ayuda de Jacobo Cano un fichero con datos de las personas de valía que podrían ocupar puestos importantes el día que cambiase el régimen. Cano, de la generación del Príncipe, monárquico y con contactos en el mundo universitario -había sido director del Colegio Mayor San Pablo- había sido llevado en 1965 a La Zarzuela por Alfonso Armada para que le ayudase en la secretaría del Príncipe, y se acabó convirtiendo en un íntimo amigo de don Juan Carlos. Una de sus labores consistió en contactar con personas relevantes que por entonces se mostraban escépticos sobre la ideoneidad del Príncipe, para que cambiaran su opinión, y abrió las puertas de La Zarzuela a jóvenes aperturistas adscritos a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) y que años después nutrieron los primeros gobiernos de la monarquía. Cano estaba llamado a convertirse en el sucesor de Armada, pero falleció en 1971 en un accidente de tráfico dentro de La Zarzuela.

Cuando la vida de Franco ya declinaba, don Juan Carlos empezó a utilizar para misiones de política exterior a su amigo Manuel Prado y Colón de Carvajal, cuyas gestiones facilitaron al Rey numerosos éxitos y contactos en las relaciones internacionales, no sin que produjeran cierta alarma en quienes percibían los riesgos de una actuación que se escapaba a todo control institucional y se ejercía invocando el nombre de don Juan Carlos. Aunque lo que hoy preocupa es que haya sido socio de Javier de la Rosa.

Prado fue el intermediario utilizado para conseguir que Giscard D'Estaing acudiese como presidente de Francia a la ceremonia de entronización de don Juan Carlos en la iglesia de los Jerónimos y el mensajero enviado al presidente de Rumanía, Nicolae Ceaucescu, para que éste convenciera al secretario general del PCE, Santiago Carrillo, de que debía dar un margen de confianza al nuevo monarca, entre otras misiones.

Cuando los socialistas llegaron al Gobierno, la labor de asesoramiento del Rey se vio facilitada por la buena conexión establecida entre don Juan Carlos y Felipe González, y la que después entabló con Narcís Serra. Una relación ésta propiciada por la sintonía con el ministro de Defensa que llevó adelante la reforma militar -hasta ahora siempre ha tenido una comunicación especial con los ministros de Defensa- y que cuajó una confianza que continúa hoy. Durante la etapa de Gobierno socialista, Serra fue el responsable político con quien más conversó el Rey, después de Felipe González, y fue a menudo un mensajero muy especial del monarca. Durante ese periodo, los socialistas que tuvieron más relación con el Rey valoraron especialmente el asesoramiento, prudente y eficaz, que le proporcionaba desde hacía mucho, y le siguió proporcionando, su amigo Jaime Carvajal y Urquijo.

El Rey ha admirado a menudo a sus interlocutores con la calidad y actualidad de la información que maneja. Una información procedente de informes que le suministran sus asesores pero también, y en gran medida, de la multitud y diversidad de contactos que él promueve. En el verano de 1975, cuando aún no se sabía que a Franco le quedaban sólo tres meses de vida, varios medios de comunicación difundieron que el Príncipe se había reunido con José María de Areilza y Alfonso Osorio, entonces personalidades críticas con el franquismo. Cuando uno de ellos llamó a La Zarzuela con deseo de aclarar que lo publicado no era cierto, la respuesta que escuchó fue sorprendente y reveladora: "Esa noticia la hemos dado nosotros, para que se vea que el Rey tiene libertad para recibir a quien quiera". 

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