Un
colegio para el Rey
PABLO
ORDAZ
Los
compañeros y profesores con los que se educó don Juan Carlos
evocan los años de estudio en Las Jarillas y Miramar
Aeste
hombre ya anciano, sentado frente a una fotografía en blanco y negro
de cuando era joven y tenía bigote, le brilla todavía un
secreto orgullo. Fue él quien hace medio siglo enseñó
a un chaval rubio y alto de 10 años que acababa de llegar a Madrid
en tren, solo y aterido de frío, aquel poema de Antonio Machado:
-Campo,
campo, campo entre los olivos, los cortijos blancos...
A
este hombre, que de aquella época conserva el pulso y la memoria
intacta, se le emociona ahora la voz cuando hojea una vez más, ¿cuántas
veces en este medio siglo?, un viejo cuaderno cuadriculado de tapas verdes.
Quizá su autor, aquel niño rubio que llegó a ser Rey,
no reconocería ahora su caligrafía cuidadosa de entonces,
pero sí él, que ha guardado el cuaderno con esmero, silenciosa
y casi religiosamente, el mejor salario para los siete años durante
los que fue -desde 1948 a 1955, un curso en Madrid y el resto en San Sebastián-
el profesor de literatura del rey Juan Carlos. Este hombre, Juan Rodríguez
Aranda, rompe con una ironía la trascendencia de los recuerdos:
-¿Amigo
del Rey...? Poca gente puede decir que ha comido 4.000 veces con Su Majestad.
Esta
historia que está contada a dos alturas -la de los profesores que
enseñaron al Rey y la de los compañeros que jugaron y estudiaron
con él- empezó a escribirse el verano de 1948, frente a la
bahía de San Sebastián y a la hora del almuerzo.
La
carta del menú era tan cursi como negra la época: ternera
Benicarló y patatitas duquesa para un general y un rey que no se
soportaban y que aquel día comieron frente a frente sobre la cubierta
del Azor. Al dictador lo flanqueaban el infante don Jaime y el duque de
Sotomayor; al rey en el exilio, el general Martín Alonso y don Pedro
Galíndez. Antes de que sirvieran el postre -bizcocho helado y palitos
de hojaldre-, don Juan solicitó a Franco que permitiera a su hijo
primogénito estudiar en España, dejar de ser un príncipe
extranjero en el exilio de Estoril. Y así fue. Dos meses más
tarde, el 9 de noviembre, Su Alteza Real el Príncipe de Asturias,
don Juan Carlos, llega a Madrid.
-Don
Juan Carlos no, don Juanito-, puntualiza Juan Rodríguez Aranda.
Es
cierto. Quien se moría de frío aquella mañana de invierno
en la estación madrileña de Villaverde era don Juanito, hijo
del conde de Barcelona...
-No,
hijo del Rey.
También
es verdad. Los monárquicos que fueron a recoger a don Juanito a
pie de andén lo hicieron con la convicción de que quien llegaba
en el expreso de Lisboa era el hijo del Rey. Los profesores también
participaban de esa idea.
-Nosotros
-recuerda Rodríguez Aranda- siempre tuvimos en el ánimo que
estábamos sirviendo al Rey educando a su hijo.
Don
Juanito apenas vio Madrid. Su destino era Las Jarillas, una finca propiedad
de Alfonso de Urquijo, situada junto a la carretera de Colmenar Viejo,
a 17 kilómetros de Madrid. El guión que se había empezado
a escribir en el yate de Franco debía representarse allí.
Don Juan deseaba que su hijo estudiara en España, pero no en un
centro ya existente y por tanto sometido a los dictados del régimen.
Así que, en sólo dos meses, se inventó un colegio
para su hijo, con cuatro profesores y ocho alumnos a su medida.
-La
iniciativa fue de don Juan, todo lo organizó él -explica
Jaime Carvajal y Urquijo, uno de los compañeros de estudio-. Buscó
a personas de su confianza con hijos en la edad del príncipe. Ya
había empezado el curso, pero nuestros padres nos sacaron a todos
del colegio para que acompañáramos a don Juanito.
Sobre
un folio en blanco, Juan Rodríguez Aranda va escribiendo la lista
de sus alumnos de entonces: "Su Alteza Real el Príncipe de Asturias,
don Juanito; Jaime Carvajal y Urquijo; Alonso Álvarez de Toledo,
Alfredo Gómez-Torres, José Luis Leal Maldonado, Juan José
Macaya Aguinaga, Álvaro Urzaiz...".
El
orden no es casual. Don Juanito y Jaime Carvajal, hijo del conde de Fontanar,
consejero político de don Juan, aparecen siempre juntos en las fotografías
que ahora se esparcen por la casa madrileña de Rodríguez
Aranda. Aunque al principio el príncipe compartía habitación
con su hermano menor, el infante don Alfonsito, enseguida lo pusieron junto
a su amigo Jaime.
Don
Juan se esforzó en que sus hijos tuvieran una educación distinta,
más abierta de la que se estilaba en la España de Franco.
Para eso contó con José Garrido.
-Fue
una persona clave en nuestra educación -asegura Jaime Carvajal-.
Tenía una mentalidad muy abierta, muy moderna, una gran capacidad
de comunicación con el alumno. Era discípulo del padre Manjón,
un famoso pedagogo de la época. Todos guardamos muy buen recuerdo
de don José Garrido.
Su
figura la resume con una frase, también cargada de emoción,
su amigo y colaborador Rodríguez Aranda:
-Don
José enseñaba queriendo...
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!ªimagen
-Fotografía dedicada por los alumnos de Miramar a su profesor de
Literatura, Juan Rodríguez Aranda Don Juan Carlos (de pie), cuarto
por la izquierda.
2ª
imagen-Grupo de alumnos de Miramar. Los profesores son, de izquierda derecha,
Juan Rodríguez Aranda, José Garrido, el padre Zulueta y Aurora
Gómez Delgado.
3
ª imagen- De izquierda a derecha, Jose Luis Leal, el rey Juan Carlos,
Juan Rodríguez Aranda, Jaime Carvajal y Alfonso Álvarez de
Toledo, durante las Olimpiadas celebradas en el palacio de Miramar, en
San Sebastián.
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Experiencia
no le faltaba. Garrido era director del colegio de La Paloma, situado en
la madrileña Dehesa de la Villa, donde para entrar hacía
falta "ser huérfano y pobre de solemnidad", recuerda Rodríguez
Aranda. No era ese precisamente el perfil que se encontró Garrido
entre sus nuevos alumnos, aunque sí debió volcarse con los
que se encontraban más lejos de sus familias.
-Curiosamente,
don Juanito y don Alfonsito -recuerda Rodríguez Aranda- fueron los
únicos alumnos que no recibieron jamás la visita de sus padres.
Aunque
don Juan y doña María de las Mercedes estaban siempre pendientes
de sus hijos, lo hacían, eso sí, desde el otro lado del prefijo
1092, el teléfono del exilio en Estoril. Además de José
Garrido, la nómina fija de profesores la formaban Juan Rodríguez
Aranda -también procedente del colegio de La Paloma-, Aurora Gómez
Delgado, profesora de francés, y el padre Ignacio de Zulueta, el
contrapunto a los modernos métodos educativos de don José
Garrido.
-Sacerdote
de vocación tardía y de pensamiento preconciliar - dice sobre
él Juan Antonio Pérez Mateos, escritor y periodista-, el
padre Zulueta era arquitecto y aristócrata. Además de atender
el plano espiritual, impartía clases de religión y latín.
El Rey le recuerda como un hombre "al que había que coger con pinzas",
distante, altivo y muy puntilloso con el protocolo.
Por
discrepancias con don Juan, el padre Zulueta abandonó el palacio
de Miramar de San Sebastián -donde se impartían las clases
y vivían alumnos y profesores- antes del final del bachicherato.
Rodríguez Aranda recuerda una anécdota en la que están
implicados el sacerdote y don Juan y que refleja muy bien el talante de
ambos y el carácter de la educación que se impartía
en Miramar.
-Un
día me inventé una especie de competición con los
alumnos para ver quién era el mejor poeta español contemporáneo,
yo dije que Machado y él, en cambio, se inclinaba por Pemán.
Don Juan zanjó la discusión diciendo: hombre, yo a José
María lo quiero mucho, pero como poeta... prefiero a Machado.
-Lo
bueno de aquella época -recuerda Javier Letamendía, perteneciente
al grupo monárquico de San Sebastián que estableció
contacto con los alumnos de Miramar- es que no hay nada especialmente relevante
que contar.
Y
si lo hubiera, se acordaría Rodríguez Aranda. El viejo profesor
tiene una memoria prodigiosa:
-El
médico se llamaba Azpiroz; el chófer, Ramón Blanco;
la furgoneta que nos llevaba y traía a todos era una vieja Ford
que le habían regalado a Alfonso XIII y que tenía matrícula
francesa, GF1590. Había un policía armada, un tal Martínez,
que venía de vez en cuando a cortarnos el pelo; a todos, alumnos
y profesores, don Juanito incluido.
-De
lo que no se acuerde Rodríguez Aranda... -dice José Luis
Leal mientras sonríe con la ocurrencia de las 4.000 comidas. - Es
verdad, al Rey y a los que estudiamos con él nos une la amistad
sincera de los que comparten tanto y tan estrechamente durante un tiempo.
Aunque no nos vemos con regularidad, esa amistad tan antigua nos permite
hablar sinceramente, poder decirle lo que pensamos con la lealtad de viejos
amigos. Y, por supuesto, sin la tentación de pedir nada ni de aprovecharse
de esa amistad.
Cuando
lo tienen delante, coinciden sus amigos de antaño, no sólo
ven al Rey. Ven, sobre todo, a don Juanito, y tiene tanta fuerza la imagen
del recuerdo que hasta les llegó a sonar raro lo de Juan Carlos
I.
-Cuando
empezó a llamársele Juan Carlos, alguno exclamó: ¡anda,
pero si don Juanito también se llamaba Carlos...!
A
Juan Rodríguez Aranda, su viejo profesor, tampoco le es necesario
ver al Rey todos los días para sentirlo cerca. No le faltó
su consuelo en los momentos duros y respalda y entiende el interés
del monarca -"y sobre todo de doña Sofía"- por evitar la
imagen de una corte alrededor del Rey:
-Es
que esa corte no existe -tercia José Luis Leal-, nos juntamos con
la regularidad de otros viejos compañeros, una vez al año...
o dos. Claro que cuando nos vemos en alguna recepción o acto oficial
nos saludamos con el cariño sincero que nos tenemos.
Ahí,
de izquierda a derecha, en la fotografía que se fue coloreando a
medida que iban creciendo, engordando, perdiendo pelo... los amigos del
Rey añoran aquel bachillerato en blanco y negro. El palacio de Miramar,
desde donde se disfruta de la mejor vista de San Sebastián, desempeñó
en aquella época un papel extraño: una isla monárquica
consentida por un régimen hostil. Los padres que habían mandado
allí a sus hijos sabían que con el almuerzo en el yate de
Franco don Juan había sepultado un poco más sus escasas posibilidades
de ser Rey en favor de su hijo. Distribuidos en dos clases -la de los mayores
como don Juanito y la de los pequeños como el infante Alfonsito-,
aquellos 16 niños se fueron preparando para una España que
no existía y que aún tardaría 25 años en llegar.
Aquel colegio improvisado le costaba mensualmente a cada padre 2.000 pesetas
de la época -4.000 a don Juan porque tenía dos hijos estudiando-
que ingresaban regularmente en el Banco Guipuzcoano.
Aquellos
niños que hace unos meses posaban de nuevo juntos y en el mismo
orden que lo hicieron en Miramar hace casi medio siglo siguieron caminos
muy distintos, nunca a la sombra de la Corona. José Luis Leal, fue
ministro de Economía con UCD y ahora es presidente de la Asociación
Española de la Banca (AEB); Alfredo Gómez-Torres es ingeniero
agrónomo y tiene negocios agrícolas; Jaime Carvajal fue senador
por designación real y presidente del Banco Urquijo, ahora lo es
de Ford y de Ericcson en España; Carlos de Borbón, primo
hermano del Rey, estudió Derecho y se graduó en EE UU, ahora
es infante de España y tiene explotaciones agrícolas; Alonso
Álvarez de Toledo es ingeniero agrónomo, también posee
explotaciones agrícolas y trabaja para el banco inglés Schroder;
Fernando Falcó, marqués de Cubas, es presidente del Real
Automóvil Club de España (RACE); Agustín Carvajal
es un experimentado piloto y fue director de operaciones de Aviaco; Juan
José Macaya es economista. El de enmedio, el más alto, llegó
a ser Rey, pero para los que con él posan en la fotografía
significa lógicamente mucho más. Se trata del don Juanito
de los juegos infantiles.
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