King,
Queen, Knave
JAVIER
MARÍAS
En
esta República Coronada hay un Rey simpático que se ganó
la confianza en el 23-F; una Reina cuya rectitud fuerte queda aliviada
por el aprecio que le ha granjeado ser abuela, y un Príncipe joven
que quiere ser útil a la gente
- |
Ilustraciones:
Mariscal
|
Así
tradujo al inglés Nabokov su vieja novela rusa de 1925 Korol,
Dama, Valet, sin duda jugando con el doble sentido de la palabra knave,
que además de "sota" o "jota", significa "bribón". No es
aquí el caso, si bien es una bribonada encargarle sendos perfiles
del Rey, la Reina y el Príncipe a un republicano convencido como
el que esto firma. Alguien a quien, sin embargo, y sorprendentemente, ninguna
de esas tres figuras desagrada ni molesta, mas bien al contrario, si no
atendemos a sus respectivos cargos, sino a las personas que los desempeñan
circunstancialmente.
Imagino
que no me diferencio en esto de otros muchos españoles, la mayoría
de los cuales no deben de saber, a estas alturas, si son monárquicos
o republicanos; o, lo que es aún más saludable, no les interesa
saberlo, ni siquiera se lo plantean. Eso hace pensar que la mayor astucia
o habilidad del Rey durante estos veinticinco años ha consistido
en reinar como si la ciudadanía fuera, en efecto, y en su conjunto,
republicana de espíritu (sin olvidar que hasta su coronación
había sido dictatorial de espíritu), y no conviniera provocarla
con nada que la llevara a serlo también de razonamiento.
Al
cabo del tiempo, el rey Juan Carlos se aparece como un hombre simpático
y algo distraído o ausente, lo bastante como para caer bien a la
gente y lo bastante impreciso o difuminado -en algún aspecto casi
opaco- para no ofrecer ningún flanco diáfanamente débil.
Ha evitado tener una Corte, y con ello, el riesgo de verse en exceso asociado
a los lúgubres y donjuanistas profesionales (capaces de arruinar
las reputaciones más altas con sus empellones e insidias y su consiguiente
contacto) y a los vivarachos y pavoneantes juancarlistas que brotaron
en su momento, pero que no arraigaron. En realidad, el Rey parece un hombre
sin amigos, pese a saberse que tiene tantos (o eso se dice), como si bajo
su campechanía manifiesta hubiera una invisible capa de hielo con
la que antes o después se topasen cuantos se le acercan, respetuosos
o ufanos, curiosos o babeantes, untuosos o tan sólo cordiales.
Hace
veinticinco años, a este hombre se le tenía por un niñato,
en el mejor de los casos. Yo mismo recordé una vez por escrito la
única ocasión en que lo había visto en persona, siendo
él Príncipe treintañero y yo un adolescente, antes
de su Advenimiento, ahora conmemorado.
Jugaba
divertido al Scalextric gigante con un grupo de amigos más bien
pijos
y ociosos en unos billares del barrio de Salamanca. Visto lo más
tarde visto, me preguntaba si aquella imagen pueril e inofensivamente alocada
no pudo responder al muy largo fingimiento que acaso le tocó mantener
ante las miradas ora suspicaces, ora despreciativas, ora lacrimosas de
su guardián Arias Navarro, supervisado a su vez por aquellos ojillos
falsamente hibernantes del dictador periférico Franco (periférico
por gallego, como tiende a olvidarse).
Si
así fue, y si las vejaciones padecidas por el entonces Príncipe
fueron tantas como imaginamos, hay que reconocer que al Rey no le han quedado
rencores, o los ha ocultado a conciencia. Y de aquél caparazón
de hombre liviano y hasta un poco hueco ha sabido conservar algún
elemento atenuado (los individuos festivos y despreocupados en principio
no dan miedo): se sabe de su afición al esquí y a la vela,
y que en lo primero no es tan diestro como para haberse ahorrado los batacazos;
también se sabe que es lo bastante distraído -o quizá
vehemente- para haberse estrellado una vez contra una puerta de cristal
transparente, con resultado de aparatosos vendajes o aun escayolas, no
recuerdo. Al principio de su reinado se contaba que jugaba a las quinielas
por ver de pagarse el helicóptero, y que un ratero muy vivo le había
birlado el reloj al estrecharle la mano en medio de una aglomeración
entusiasta. Todo esto, cierto o no (y en todo hay un aroma de apócrifo
ben
trovato), lo ha hecho parecer cercano, inocuo y hasta gracioso.
Pero
los límites a esta imagen algo patosa han estado bien trazados.
Cualquier parecido con aquel monarca que interpretó Jack Lemmon
en La carrera del siglo (modelo al que se han acercado religiosamente
algunas realezas europeas) es inexistente, sobre todo desde el 23 de febrero
de hace ya tanto tiempo, cuando el Rey hubo de ponerse serio. Todo el mundo
se recuerda bien a sí mismo durante aquella noche, pero quizá
hemos olvidado a menudo algún detalle o elemento importantes: la
mayor duda o incertidumbre fue, durante largas horas, no qué iba
a decir el Rey, sino si el Rey iba a poder decir algo, o bien estaba ya
tan cautivo como el Gobierno y el Parlamento en pleno. Parecemos no recordar
a veces que nuestro temor máximo, sentido minuto a minuto, fue a
que los golpistas de Tejero y Milans del Bosch se hubieran adueñado
ya de todo, incluido el palacio de La Zarzuela. Y lo segundo que
más temíamos era que, si el Rey permanecía libre y
era contrario a la asonada, sus órdenes fueran desobedecidas y objeto
de carcajada por parte de los militares levantados en armas. Ese riesgo
existió (y quién no pensó, al vislumbrarlo, en una
nueva guerra civi1), más aún cuando Juan Carlos todavía
no había dado definitivas pruebas de haber dejado atrás para
siempre la risueña máscara blanda del Scalextric. Tan fundamental
fue que el Rey se opusiera al golpe como que los sublevados acataran sus
órdenes, y esto, insisto, podía no haber pasado. Y, suspicacias
suscitadas aparte, uno no puede por menos de pensar que él debió
de padecer tanta zozobra y tanto miedo, a fe que justificados, como cualquiera
de nosotros, hasta que supimos él y nosotros que su autoridad se
imponía. Y le tuvimos gratitud y confianza.
Supongo
que desde entonces algo fuerte nos une con él, seamos republicanos,
monárquicos, anarquistas o apolíticos: algo que vincula mucho,
y es el miedo compartido. Desde entonces, al Rey y a los suyos se los ha
visto eminentemente como a gente familiar, apacible y discreta y aun moderadora,
nunca caprichosa ni destemplada. Y que lleven veinticinco años inmunes
a este país viperino resulta una hazaña notable, o casi,
sobrenatural, de hecho.
De
la reina Sofía se conoce poco, más allá de las rutinarias
loas de los papanatas profesionales. Es, sin duda, una dama elegante y
de expresión agradable, con un punto de timidez pública,
o de cariñosidad contenida, y se la ve apiadarse. Se sabe que es
devota de la música, y de Bach sobre todo (nada que objetar a ello),
que le interesa la filosofía y, según algún maestro
de mi generación que se prestó a darle unas pocas clases,
la doctrina de la transmigración de las almas le provoca curiosidad
como mínimo. Su lengua materna es el alemán más que
el griego, aunque aquí no la hemos oído en ninguna de las
dos; sí en buen inglés, en cambio, y el español lo
ha hablado siempre con leve acento, pocas veces en público, en todo
caso. Un novelista se sentiría inclinado a pensar que detrás
tiene más de una historia digna de ser contada, aunque sólo
sea porque su hermano Constantino fue defenestrado en Grecia, y eso ha
de ser un mal trago para cualquier monarca y familia. Y también
diría uno que no le faltan algunos rasgos que no saltan siempre
a la vista: cierto talento estratégico, capacidad de persuasión
(o, si se tercia, de mando), un sentido de la rectitud acaso un poco exagerado,
ideas claras respecto a cómo desempeñar el papel -nunca mejor
dicho: estrictamente representativo- que les ha caído en suerte
a ella y a los suyos. Su reciente condición de abuela la ha hecho
más vulnerable a los ojos de la ciudadanía, más común,
por lo tanto, más comprensible y más apreciada. Tanto a ella
como al Rey, a ojos del novelista, les faltan, en cambio, dos elementos
que los hacen poco tentadores como "personajes": un lado oscuro y atormentado,
una pizca de incertidumbre, un algo de desasosiego, una brizna de inestabilidad
y peligro. Y también les falta tragedia. No es que no las haya habido
en sus vidas, no me refiero a eso. Es otra cosa que atañe más
a la personalidad que a los hechos: digamos que nunca respiran trágicamente,
ni siquiera con dramatismo. Pero más vale que así sea y que
en esta oportunidad la ficción se fastidie, pues estas posibles
carencias son sólo beneficiosas, sin duda, para los españoles
reales.
En
cuanto al príncipe Felipe, algo puedo decir sin conjeturas: hará
dos o tres años prohibí durante días a mi agente literaria,
a mi editorial, a mi señor padre, que dieran mi número de
teléfono a la Casa Real -que se lo andaba pidiendo-, convencido
de que se trataba de la última y disparatada artimaña de
alguien indeseable que ya se había hecho pasar ante ellos u otros
por Rosa Montero, por Bibi Andersen e incluso por el fisco, según
expresión de mi portero, Teo. Cuando la Casa resultó ser
real, me sentí descortés y culpable, y acudí a conversar
con el Príncipe un par de horas a palo seco (quiero decir que hasta
bien pasada una hora no nos dieron bebida). Me preocuparon los escasos
controles a que fui sometido, y el excelentemente educado joven me causó
una impresión muy grata, pues no se dio ningún pisto ni pretendió
haber leído lo que no había leído (cosa ya de gran
mérito en España). Recuerdo que rió con facilidad
y frecuencia, parecía bastante alegre y todavía más
confiado. Sé por qué hablamos de Shakespeare y no sé
por qué hablamos del amor asimismo. Sin duda estaba bien enterado.
Creo que durante un rato, a buen seguro impertinente, me dediqué
a "compadecerlo", verbalizando el espanto que me producía imaginar
una cotidianidad como la suya, con una única opción laboral
(digamos), con resquicios de libertad tan sólo, con la prohibición
permanente de ser sincero, con millares de ojos vigilándolo para
su bien y para su mal, con la constante obligación de asistir a
ceremonias y actos que lo debían de aburrir hasta la náusea,
sin más remedio que sonreír y estrechar la mano de dictadores
y asesinos de cuando en cuando, sin poder elegir a quién se trata
y a quién se rechaza... Escuchó, atento en apariencia y en
todo caso paciente, y no me quitó la razón.
Todo
eso era cierto a veces, no tan grave como yo pensaba. Pero se lo compensaba,
dijo, "la posibilidad de ayudar, de ser útil..." Por fortuna, no
añadió "a España", ni "a mi país", ni "a la
patria", ni siquiera "a los españoles" ni "a mi pueblo". Añadió
"a la gente". No es mala predisposición dado su cargo. No es mala
para nosotros -parecía voluntarioso, y conforme, cosa distinta y
mejor que resignado-. Para él quizá ya es menos buena. Tampoco
a este Príncipe le vi un lado oscuro, ni una brizna de peligro.
Y en cuanto a la sombra o el aliento trágicos, más vale que
no permita esta extraña y también conforme República
Coronada en la que vivimos que jamás lo alcancen. Suerte.
Javier Marías
es escritor.
|