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IGNACIO
CEMBRERO
El
Rey empezó a viajar al extranjero para contar su proyecto de transición
y recabar apoyos. España no tardó en convertirse en una referencia
democrática para América Latina y también para la
Europa del Este
El
presidente Gerald Ford, conocido por sus traspiés, fue fiel a su
costumbre. Afirmó que Cristóbal Colón había
descubierto América en 1942 y en vez de Spain llamó
a España stain (mancha). Pero la cascada de lapsus del jefe
de Estado norteamericano en la cena de gala que ofreció a don Juan
Carlos no deslució en absoluto el primer viaje del Rey de España
al extranjero a los seis meses de la muerte de Franco.
Nunca,
hasta junio de 1976, un jefe de Estado español había cruzado
el Atlántico. Quizá por eso la diplomacia española
consideró que el Rey debía pisar primero alguna tierra de
habla hispana antes de aterrizar en la base aérea de Andrews, cerca
de Washington. El monarca hizo escala en la República Dominicana,
donde se entrevistó con el presidente Joaquín Balaguer.
Se
viajaba a Washington para explicar las buenas intenciones democráticas
del nuevo Rey de España y pedir su apoyo para ponerlas en práctica.
El marco ideal para manifestar ese empeño democratizador era la
sesión conjunta de la Cámara de Representantes y del Senado.
No fue fácil que un monarca que no era todavía constitucional
fuese invitado a hablar ante el Congreso de EE UU.
Lo
logró, por fin, el 2 de junio de 1976. "La Monarquía hará",
declaró don Juan Carlos en inglés, "que se asegure el acceso
ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según
los deseos del pueblo libremente expresados". "La Corona ampara a la totalidad
del pueblo y a cada uno de los ciudadanos, garantizando, a través
del derecho y mediante el ejercicio de las libertades civiles, el imperio
de la justicia".
"Al
llegar al punto en el que definía la democracia como alternancia
hubo una ovación inmensa, al verse justificadas las expectativas
en que se había basado la invitación al Rey", recuerda en
su libro Memorias diplomáticas Juan Durán-Loriga,
en aquellos años director general de Norteamérica en el Ministerio
de Asuntos Exteriores.
El
mensaje real llegó y no sólo a los congresistas. Prueba de
ello fue el editorial publicado por The New York Times al término
de la visita: "(...) Juan Carlos I ha aprovechado la ocasión de
su viaje a EE UU para formular el más positivo compromiso de su
reinado con la restauración de la auténtica libertad y el
Gobierno democrático en España". "Interesa sobremanera a
EE UU el ayudar a España de todos los modos posibles (...)".
La
superpotencia americana era un objetivo prioritario a la hora de recabar
apoyos para ese proyecto democrático en ciernes, pero no menos importantes
eran los vecinos europeos, a cuyo proceso de integración, entonces
llamado Comunidades Europeas, España quería incorporarse
cuanto antes.
Paradójicamente,
el acercamiento a Europa resultó algo más difícil
que a EE UU, acaso porque eran países como Francia, con un enfoque
paternalista de su relación con España, o porque subsistían
contenciosos, como el de Gibraltar con el Reino Unido.
Valéry
Giscard d'Estaing se precipitó a Madrid, en noviembre de 1975, para
asistir a la entronación de don Juan Carlos, y menos de un año
después don Juan Carlos efectuó su primera visita oficial
a Francia. Éste es el monarca español que "ha puesto su reinado
bajo el signo de la libertad", declaró el presidente francés
al recibirle. Se deshizo en elogios hacia su huésped hasta tal punto
que el semanario satírico parisino Le Canard Enchaîné
llamaba al presidente Giscard d'Espagne .
El
presidente francés adolecía, sin embargo, de lo que el ex
ministro de Asuntos Exteriores Fernando Morán califica en sus memorias
de "tropismo aristocrático". Quería estrechar relaciones
con un monarca que suponía algo incauto y llevarle de la mano por
los arcanos de la construcción europea, que, con el ingreso de España,
quedaría reequilibrada hacia el sur, confirmando a Francia como
su eje central.
Giscard
d'Estaing cometió "un error importante en su relación con
España", según Morán y otros muchos diplomáticos
que vivieron intensamente aquellos años, "al considerar que el Rey
representaba casi todo el poder ejecutivo", a pesar de que, a medida que
avanzaba la transición, crecía el papel del jefe del Gobierno.
El
grand
frère [hermano mayor] de don Juan Carlos dejó además
a España en la estacada cuando, en vísperas de las elecciones
presidenciales de 1981, se convirtió en un acérrimo defensor
de los intereses de sus agricultores, opuestos a la adhesión española
a las Comunidades por miedo a perder cuotas de mercado. Hubo que esperar
cinco años más para que España entrase, por fin, en
el selecto club de Bruselas .
Tuvieron
que transcurrir también diez años de reinado para que los
Reyes de España hiciesen, por fin, en 1986 su primera visita al
Reino Unido, ante cuyo Parlamento el monarca lamentó la subsistencia
de una "reliquia colonial " británica en suelo español .
A causa de Gibraltar, de donde partió el viaje de boda del príncipe
Carlos y de lady Diana Spencer, la pareja real española tuvo
que declinar la invitación para asistir a la boda de los príncipes
de Gales en 1981.
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Fidel
Castro saluda a los Reyes en el aeropuerto de La Habana durante la cumbre
Iberoamericana de 1999. (EFE)
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Con
Alemania y Portugal todo resultó mucho más fácil.
"Se unen en vuestra persona", le dijo a don Juan Carlos el canciller socialdemócrata
alemán Helmut Schmidt en abril de 1977, "la historia y la voluntad
decidida de un pueblo para resolver sus problemas" por la senda de la democracia.
Al año siguiente, en Lisboa, el Rey levantó su copa por el
reencuentro hispano-portugués tras lamentar que ambos pueblos hubiesen
vivido "más de espaldas que de frente".
Aún
no había acabado la transición y España empezaba ya
a convertirse en una referencia para algunos países que aspiraban
a la democracia. Primero lo fue en América Latina, después
en Europa del Este y finalmente hasta en lugares tan alejados culturalmente
como Mauritania. La presencia del Rey era un aliento para los adversarios
de esas dictaduras, firmes o tambaleantes, que propugnaban un cambio pacífico,
a la española.
PSOE
y PCE pidieron explicaciones al Gobierno sobre el desplazamiento que el
Rey proyectaba hacer a la Argentina de la dictadura militar y que podía
ser interpretado como un aval a la Junta encabezada por el general Videla.
Una vez en Buenos Aires, en noviembre de 1978, el monarca intercedió
por los presos y los desaparecidos, y ensalzó "la experiencia histórica"
que vivía España.
Nadie
ya censuró en España el viaje, pero es probable que aquellas
críticas de la izquierda disuadieran al Gobierno de UCD de organizar
una visita real al Chile del general Augusto Pinochet. Sólo tras
la toma de posesión como presidente del democristiano Patricio Aylwin,
don Juan Carlos pisó suelo chileno.
A
la Argentina de Videla en la que estuvo el Rey le faltaban todavía
cuatro años para iniciar su propia transición. Por eso las
consecuencias de la visita real fueron limitadas. No sucedió lo
mismo en Uruguay, adonde don Juan Carlos llegó en 1983, cuando la
dictadura militar se estaba descomponiendo.
"Medio
Montevideo estaba en la calle", recuerda Morán en su libro España
en su sitio. "Hubo momentos en que la caravana tuvo dificultad para
avanzar. Los manifestantes alternaban los vivas al Rey con las consignas
democráticas". Don Juan Carlos se reunió con los dirigentes
de los principales partidos opuestos a la dictadura y les aconsejó,
entre otras cosas, que para propiciar el cambio buscasen una salida digna
para los militares.
Con
los ecos del clamor popular todavía en los oídos, la reina
preguntó a Morán: "¿Cree, ministro, que esto, nuestra
visita, les ayudará a los uruguayos?". "Contesté (...) que
creía que sí", recuerda Morán, "que el proceso estaba
muy avanzado y que el prestigio del Rey y de la democracia española
sería un impulso".
En
el continente latinoamericano sigue habiendo un país, Cuba, al que
el monarca español no ha hecho una visita de Estado pese a las invitaciones
que Fidel Castro le ha remitido. Estuvo en la isla en 1999, pero sólo
en el marco de la Cumbre Iberoamericana de La Habana.
Su
prestigio en América Latina le llevó en una ocasión
al monarca a sobrevalorar sus fuerzas. Sin demasiados sondeos previos que
garantizasen su aceptación, don Juan Carlos se arriesgó en
plena guerra de las Malvinas a ofrecerse como mediador entre Buenos Aires
y Londres.
Se
dirigió el secretario general de la ONU, el peruano Javier Pérez
de Cuéllar, para proponer veladamente sus buenos oficios. Su ofrecimiento
no prosperó. La primera ministra británica, Margaret Thatcher,
estaba ya convencida de que ganaría la guerra y sospechaba además
que España se inclinaría del lado de su antigua colonia.
Aunque
la influencia de España en Centroeuropa es menor que en Lationamérica,
muchos de los viajes del Rey al Este del Viejo Continente han sido, a veces,
interpretados como un estímulo a su democratización. No sólo
les transmitió en sus discursos la ilusión de la transición
española sino que propiciaba encuentros. Fue, por ejemplo, en la
recepción que ofreció en Varsovia, en 1989, donde el presidente,
el general Wojciech Jaruzelski, conoció por fin a algunos de sus
adversarios de la oposición democrática.
Don
Juan Carlos evitó siempre cuidadosamente confundir el espaldarazo
a la democracia con un apoyo a la restauración monárquica,
aunque el aspirante al trono fuese un íntimo amigo suyo como el
rey Simeón de Bulgaria, afincado en Madrid.
Los
monárquicos búlgaros no ahorraron esfuerzos, en mayo de 1983,
para recuperar para su causa la visita de la pareja real española
a Sofia. Engalanaron la ciudad con retratos de ambos reyes, corearon en
las calles vivas a la monarquía, pero no arrancaron ni una
sola palabra de aliento del huésped español, excepto una
mención a las virtudes de la última Constitución de
la Monarquía.
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