La
sabiduría de renunciar
GABRIEL
JACKSON
En
la transición, el Rey siguió el modelo de algunas monarquías
europeas y desechó el de su propio abuelo: don Juan Carlos se mantuvo
auténticamente neutral respecto a los partidos políticos
y ante los debates sobre la Constitución
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Doña
Sofía y don Juan Carlos, en las escalinatas de La Zarzuela. (R.
Gutiérrez)
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En
los últimos años de su vida, el dictador general Franco decidió
que sería sucedido por una monarquía comprometida con la
continuación de las instituciones que habían constituido
la base de su largo mandato. Con una destreza verbal digna de la mejor
empresa moderna de publicidad, se refería a sus planes como instauración,
y no restauración, de la monarquía española. En aquellos
años nadie conocía los verdaderos pensamientos, aptitudes
y posibles oportunidades futuras del discretísimo joven príncipe
Juan Carlos. En los siguientes párrafos, un historiador estadounidense
carente de conocimientos especiales sobre la historia de la monarquía
como tal intentará hacer balance de los resultados reales de esa
instauración.
Las
primeras etapas de su vida no fueron fáciles en modo alguno. Creció
básicamente en el exilio, pero al mismo tiempo su escolarización
y su servicio militar estuvieron determinados más por los deseos
del general Franco que por los de sus padres. Sufrió la terrible
desgracia de soportar la responsabilidad accidental de la muerte de un
hermano, y posteriormente disgustó a muchos monárquicos tradicionales
con su decisión de casarse con una princesa griega, ortodoxa de
nacimiento, en lugar de con una católica romana. Durante toda su
juventud, su relación personal con su padre, el legítimo
pretendiente al trono, don Juan, se vio constantemente amenazada por la
deliberada utilización de la oposición entre padre e hijo
en las ambiguas intenciones del dictador, con quien no se podía
discutir.
En
1967 fue nombrado oficialmente sucesor del Caudillo, pero a excepción
de los pocos meses en que Franco estuvo gravemente enfermo en 1974 no se
le permitió desempeñar ningún papel en el que pudiera
haber mostrado sus habilidades personales.
En
noviembre de 1975 heredó el muy conservador y antidemocrático
Gobierno de Carlos Arias Navarro, pero unos meses después demostró
su clara determinación a restablecer la libertad política
en España al nombrar nuevo presidente del Gobierno a Adolfo Suárez,
encargado de convocar elecciones parlamentarias libres y de redactar una
Constitución parlamentaria. Siguiendo el modelo de las monarquías
escandinava, holandesa o inglesa contemporáneas más que el
ejemplo de la monarquía griega, que colaboró con el régimen
militar dictatorial, o el de su propio abuelo, que había perdido
el trono de España en gran parte debido a arbitrarias intervenciones
en los asuntos públicos, Juan Carlos se mantuvo auténticamente
neutral con respecto a los partidos políticos, los resultados electorales
y los debates sobre la nueva Constitución. Unos años después,
en febrero de 1981, cuando el régimen democrático se vio
amenazado por un pronunciamiento como los que con tanta frecuencia se desarrollaron
entre 1808 y 1936, el joven Rey arriesgó su trono, aunque no su
vida, al negarse a permitir que una junta militar destruyera el régimen
parlamentario civil. Sólo por estas dos acciones es admirado con
máximo agradecimiento por millones de españoles que no son
monárquicos, y que antes de estos hechos no tenían ningún
motivo para creer que era siquiera capaz de tomar tales decisiones.
Afortunadamente,
tanto para él como para los pueblos de España, la era de
los pronunciamientos parece estar claramente acabada con el fracaso del
golpe de Tejero. Su papel desde 1981 ha sido principalmente la tarea representativa
simbólica de un Rey constitucional en una sociedad democrática.
Pero también este papel lo ha desempeñado de una forma que
va mucho más allá de las obligaciones convencionales de una
cabeza de Estado simbólica.
En
las visitas oficiales a países con largas historias de dictadura
e inestabilidad, él ha hablado diplomática pero firmemente
a favor de la democracia y los derechos humanos. Cuando ha recibido títulos
honoríficos en las universidades europeas y estadounidenses, siempre
ha expresado su respeto por las humanidades y las ciencias, y por la libertad
humana que hace posible sus grandes avances. Ha entrado en las mezquitas
de sus anfitriones en los países islámicos y ha entrado también
en la reconstruida sinagoga judía de Madrid.
Estos
gestos han sido especialmente importantes debido al contexto en que se
han producido. Desde las guerras de religión del siglo XVI, el desconocimiento
y la falta de información que se tenía en el extranjero sobre
España ha sido poco menos que una caricatura grotesca de la realidad,
la clase de verdades parciales que pueden hacer más daño
que las mentiras evidentes. Tierra de la Inquisición, conquistadora
cruel y explotadora en México, el mar Caribe y Suramérica;
el ridículo fracaso de la Armada Invencible y los esfuerzos fracasados
por mantener una monarquía católica y autoritaria en Holanda;
más tarde la terca dinastía Borbón, de la que se decía
que nunca olvidaba y nunca aprendía; la cultura de los gitanos y
el flamenco, con guardias civiles que llevaban curiosos sombreros de tres
picos e interferían torpemente en la política nacional. Esta
ha sido la imagen de España, primero en Europa y luego en Norteamérica
desde 1500 hasta finales del siglo XX.
Tan
importante como todo lo demás en el reinado de Juan Carlos ha sido
el papel complementario de doña Sofía. Como otras esposas
contemporáneas con importantes intereses y aptitudes propios, mujeres
como Eleanor Roosevelt, Rosalyn Carter y Danielle Mitterand, la Reina ha
contribuido a la perspectiva mundial de su esposo y a numerosas causas
culturales y sociales. Entre ellas me gustaría destacar su interés
activo por las artes y por la educación, su amistad con dos grandes
músicos humanistas, el violoncelista ruso Mstislav Rostropovich
y el fallecido violinista judío angloestadounidense Yehudi Menuhin.
Como mecenas de la Fundación Yehudi Menuhin de España, fomenta
en este país los elementos excepcionales que formaron parte del
legado de ese músico a la humanidad: la creencia en la música
como forma de expresión personal, como medio para unir espiritualmente
a personas de todas las edades, creencias religiosas y nacionalidades;
y como instrumento terapéutico en una era en la que tantos seres
humanos padecen afecciones psicológicas y nerviosas.
Finalmente,
me gustaría señalar que sus majestades, y la élite
política y económica de la España democrática
se han beneficiado también de las actitudes predominantes del pueblo
español, especialmente en los años críticos que precedieron
y siguieron a la muerte del general Franco. Nos han ofrecido numerosas
autobiografías y relatos sobre la "modélica" transición,
en las que los autores -no el propio Juan Carlos- se han asegurado de que
todos los lectores sepan lo generosos, inteligentes y sacrificados que
fueron aproximadamente entre los años 1967-1981.
Dicha
transición dependió también de la paciencia y de la
sagacidad política de millones de españoles. Dependió
de la moderación y del optimismo provisional de CCOO y UGT, de socialistas
y comunistas largo tiempo perseguidos, de nacionalistas vascos y catalanes,
de los veteranos del derrotado y perseguido ejército republicano,
de los hijos y nietos de exiliados externos e internos. Dependió
de la voluntad de esos millones de personas de renunciar, por el bien de
la paz civil, a cualquier purga sustancial de policías y funcionarios
de estilo especialmente fascista. Demos crédito también a
esa anónima sabiduría popular.
Gabriel Jackson
es historiador y reside en Barcelona.
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