El
embajador del cambio
FERNANDO
MORÁN
Cuando
en 1983 el Rey recibió en Caracas el Premio Simón Bolívar,
concedido por la Unesco, don Juan Carlos simbolizó la unión
de la América independentista y la vieja España en buscar,
y defender, la justicia y la libertad
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El
Rey, durante su viaje a EE UU en junio de 1976.
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En
la primavera de 1976, de vuelta de un muy exitoso y probablemente decisivo
viaje de los Reyes a los Estados Unidos, el ministro de Asuntos Exteriores
que les había acompañado, José María de Areilza,
decía a un grupo de amigos y colaboradores: "Está -el Rey-
hecho para comunicar e influir sin -y esto es casi la cuadratura del círculo-
hacer sentir su peso. Transmite no ya lo que somos, sino también
lo que este país puede ser". El experimentado diplomático,
lector en sus horas libres de los memorialistas, adelantaba lo que hemos
percibido, si bien tal vez no transmitido con tanto fuste literario quienes
hemos tenido la ocasión de acompañarle y atenderle en sus
viajes y refrendar sus actos.
Don
Juan Carlos es un gran comunicador, abierto a lo que el otro expresa, tenaz
y sutil defensor de sus puntos de vista. Se somete a esa disciplina de
quienes colocan por encima de propias opiniones lo que entiende ser el
interés nacional.
Ninguna
historia de las relaciones internacionales de España estará
completa sin una referencia a la contribución del Rey. Pero todas
errarían si le considerasen como un sujeto autónomo de la
política internacional, porque su acción, juicios y reflexiones
en este campo de la política exterior, como en la interior, se han
atenido siempre con el máximo rigor a su función como monarca
constitucional.
Los
tratadistas de la monarquía contemporánea reproducen la fórmula
de Walter Bagehot (1867), luego analizada por nuestros constitucionalistas
de principios de siglo, los Posada, Azcárate y Santamaría.
Las funciones del monarca constitucional son institucionales, ceremoniales
y representativas. Pero, en los sistemas de Constitución escrita,
el texto recoge y formula las de representación.
En
nuestro caso, la Constitución es explícita y bastante completa
en cuanto a las competencias del soberano en lo que se refiere a las relaciones
internacionales; no hay duda, ni carácter residual e indefinido
como en el sistema británico. Nacen sus funciones de la Constitución.
El Rey asume la más alta representación del Estado en las
relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad
histórica, expresa el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente,
acredita a los embajadores de España y los extranjeros son acreditados
ante él, todo esto de acuerdo con la Constitución y las leyes,
y decide la última ratio previa autorización de las
Cortes.
La
acción del Rey en la esfera exterior en lo que se concreta en las
relaciones internacionales se desarrolla en el campo de sus competencias
fijadas en la Constitución. Siempre sobre la base de la distinción
entre Jefatura de Estado y de Gobierno, y de la competencia del Gobierno
de dirigir la política interna y externa, la administración
y la defensa (artículo 97) y del control de la acción del
Ejecutivo por el presidente del Gobierno (artículo 98).
Desde
hace veintidós años, muchas han sido las contribuciones del
Rey al bien común, pero la más decisiva y continuada ha sido
el respeto a estos principios y su entendimiento con los jefes de Gobierno.
Su
voluntad de evitar que se configurase cualquier otra referencia en los
asuntos internacionales que no fuese la que controlaba y dirigía
el Gobierno ha sido constante y sin interrupciones durante su reinado.
Quizás sea una contribución que destacará la historia.
Porque, como decía en estas horas de incertidumbre electoral estadounidense
un gran jurista americano, "la democracia la hacemos cada día con
nuestro comportamiento", es decir, que es como la nación para Renan
un plebiscito cotidiano.
Este
rigor en no alentar falsas apariencias ha sido una norma en el monarca
incluso antes de la entrada en vigor de la Constitución. En los
primeros meses de su reinado, algún estadista europeo, y algún
embajador, trataron no ya de acercarse sino de situarse cerca de La Zarzuela,
tal vez como padrinos de pila de la nueva democracia, y el titular de la
Corona supo diplomática, pero firmemente, espantar estas tentaciones.
La
relación esencial en una monarquía constitucional entre Rey
y Gobierno, en especial con el presidente, se basa en ciertas realidades
nacidas de la lógica: el soberano debe ser informado, y tiene como
funciones en su colaboración con el Gobierno, aconsejar, alentar
y advertir.
Los
soberanos de reinado de tiempo medio se convierten en unas de las personas
mejor informadas de su país. Las cancillerías que buscan
la eficacia cuidan de que así sea; a lo que se suma esa fuente de
conocimiento que son los contactos personales e institucionales.
Alentar,
ayudar con consejo, la advertencia, pueden ser factores de valor decisivo.
Es un mecanismo de difícil montaje y que requiere cuidado de mantenimiento,
esta relación entre Jefe de Estado y Gobierno, pero cuando funciona,
el resultado es excelente.
Cuando
miramos a estos veinticinco años, entre las cosas que arrojan un
saldo inequívocamente favorable está este sistema. Y en lo
que ahora nos ocupa, sus resultados en la esfera internacional, incluso,
si se quiere, para nuestra política exterior.
Ostentar
la máxima representación del Estado en el exterior es la
máxima función que un nacional puede desempeñar, y
hacerlo en relación con las naciones de nuestra comunidad es tarea
que tiene un impacto en no ya nuestra posición internacional sino
en nuestra imagen como comunidad en la historia. No es fácil ser
igual en las cumbres de Jefes de Estado iberoamericanos, y hacerlo sin
que la otra dimensión de esta relación cordial, el recelo
a ser apadrinados, les ronde la cabeza. Ser íntimo pero respetuoso
de la diferencia del otro es cualidad con la que se nace, o cuesta mucho
alcanzar.
En
1983, el Rey recibió en Caracas el Premio Simón Bolívar
que le había otorgado la Unesco, compartiendo este galardón
con Nelson Mandela, aún en prisión. Que el Rey de España
fuese abrazado por Bolívar significaba no ya la reconciliación
en la meta común de la libertad de peninsulares e independentistas,
sino de las familias ideológicas que nos habían dividido.
La América emergente bolivariana y la vieja España se unían
en un mismo fin de libertad y justicia.
Areilza
decía, pues, ciertamente que transmitía la imagen de lo que
podríamos llegar a ser. Aquí y allí, a los dos lados
del Atlántico.
Fernando Morán
fue ministro de Asuntos Exteriores desde diciembre de 1982 a 1985.
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