La
monarquía y la izquierda
JORDI
SOLÉ TURA
Hubo
un acuerdo histórico, no escrito, en virtud del cual la izquierda
aceptaba la monarquía si ésta traía la libertad y
los derechos que aquélla sólo había podido implantar
tras derribar a monarcas y proclamar la república
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Los
padres de la Constitución de 1978. De pie, de izquierda a derecha:
Gabriel Cisneros (AP); José Pedro Pérez Llorca (UCD); Miguel
Herrero (UCD). Sentados: Miquel Roca (Convergència); Manuel Fraga
(AP); Gregorio Peces-Barba (PSOE), y Jordi Solé Tura por el Grupo
Comunista. Jordi Socias (Cover)
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A
mi entender, lo más importante de la actual monarquía española
no son las reglas protocolarias y sucesorias del Título II de la
Constitución, sino dos aspectos de la política de estos 25
años que aparecen poco o nada en el texto constitucional. El primero
es la facilidad con que una monarquía configurada por Franco para
sucederle, a él y a su régimen dictatorial, se convirtió
sin traumas en una monarquía parlamentaria, perfectamente equiparable
a las modernas monarquías parlamentarias de Escandinavia. El segundo
es el acuerdo histórico, no escrito ni proclamado, entre la monarquía
y la izquierda política. Ambos aspectos están íntimamente
vinculados entre sí.
El
primero de estos dos asuntos tiene una interesante historia. Después
de la espantosa guerra civil, la derrota de los republicanos y la implantación
de un violento régimen dictatorial en España, el general
Franco implantó varias leyes que se llamaron orgánicas. Una
de ellas, la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, de 1947,
decía en su artículo 1 que "España, como unidad política,
es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con
su tradición, se declara constituido en Reino". El artículo
2 de la misma ley se apresuraba a decir, sin embargo, que el jefe del Estado
no era un rey, sino el Generalísimo Franco. Y en los artículos
sucesivos se regulaba la plena restauración monárquica, en
caso de fallecimiento o incapacidad del propio Franco. Mientras Franco
viviese era, pues, un reino sin rey, una monarquía sin monarca.
Veinte
años después, en 1967, se aprobó la Ley Orgánica
del Estado en la que se intentaba, sin mucho éxito como se vio después,
cambiar algunas cosas para mantener en pie la estructura del régimen
dictatorial y se intentaba ya regularizar el camino de una posible sucesión.
De acuerdo con ello, el 22 de julio de 1969 Franco designó a don
Juan Carlos de Borbón como sucesor en la Jefatura del Estado a título
de Rey. Pero mientras tanto, el régimen franquista seguía
siendo un reino sin rey, una monarquía sin monarca y así
se mantuvo hasta la muerte del dictador y el nombramiento de don Juan Carlos
como Rey.
Con
la muerte de Franco el franquismo se desmoronó. Las fuerzas clandestinas
perseguidas por el franquismo aparecieron de golpe a la luz pública,
dispuestas a cambiar el régimen y a abrir la puerta a la democracia.
Los núcleos franquistas propiamente dichos se dividieron. Algunos
pensaron que con la ayuda de las Fuerzas Armadas iban a mantener el viejo
timón en sus manos, pero la sociedad española ya no era exactamente
la de los años cuarenta y cincuenta. Y el Rey y sus asesores comprendieron
que el franquismo institucional había terminado y que sólo
abriéndose a toda la sociedad y a todas las fuerzas políticas,
incluyendo naturalmente a las clandestinas o semiclandestinas, podrían
asegurar la estabilidad de un nuevo régimen auténticamente
monárquico, capaz de asegurar la plenitud de las libertades públicas
en una Europa que iba a abrir todas sus puertas a la España recuperada
y liberada. Ahí estaban Gran Bretaña, Suecia, Dinamarca,
Noruega, Holanda y Bélgica para demostrar que esto era posible y,
viceversa, que todo intento de volver al pasado significaría la
marginación y el retroceso de España en Europa. De ahí
la facilidad con que se aceptó el modelo europeo de la monarquía
parlamentaria, en la que el Rey -o la Reina, en su caso- reina pero no
gobierna.
Y
aquí es donde entra en juego el segundo aspecto señalado
más arriba: el acuerdo implícito entre la nueva monarquía
y una izquierda política y social que había sufrido mucho
bajo el franquismo y que entraba en escena con una fuerte tradición
republicana y un rechazo histórico de la monarquía. Tenía
muchas razones para ello, viniendo como venía de un siglo XIX y
un siglo XX tan espantosos en el que la monarquía española
había recurrido una y otra vez a unos militares derrotados en Cuba
y Filipinas para perseguir a los trabajadores, había accedido a
un primer ensayo de dictadura con el general Primo de Rivera y finalmente
parecía haber aceptado el paraguas del franquismo para sobrevivir.
Socialistas y comunistas entraban, pues, en la escena con sus estandartes
republicanos desplegados mientras el futuro nuevo monarca parecía
manejado por un Franco que quería hacer de él el continuador
de su dictadura.
Sin
embargo, pronto se planteó en el seno de la izquierda, sobre todo
en el seno de los socialistas y los comunistas, el problema fundamental:
¿cuál era realmente la línea divisoria fundamental
en las condiciones sociales, económicas y políticas de aquel
momento? ¿La confrontación entre monarquía y república?
¿O la confrontación entre dictadura y democracia?
Éste
y no otro fue el gran debate en el seno de las dos principales formaciones
de la izquierda, los socialistas y los comunistas, un debate largo y profundo
en el que los principales dirigentes -un Felipe González, un Santiago
Carrillo, y otros- condujeron a unos partidos esencialmente republicanos
hacia un acuerdo con la nueva monarquía, si ésta aceptaba
las condiciones básicas de una monarquía parlamentaria. Estas
condiciones se podían resumir de la siguiente manera: aceptaremos
la monarquía si con ella podemos obtener los derechos y las libertades
que a lo largo de la historia sólo podíamos alcanzar derribando
a la monarquía y proclamando la república.
Éste
fue el envite y éste fue el pacto no escrito ni proclamado. Cuando,
como ponente de la Constitución, pude escribir con mis otros colegas
textos como el apartado 3 del artículo 1 ("La forma política
del Estado español es la monarquía parlamentaria") y luego
los diversos artículos que dejaban claro que el Rey iba a reinar
pero no a gobernar, supe que el acuerdo no escrito ni explicitado había
funcionado. La nueva monarquía se sentía consolidada y la
izquierda conseguía sin mayores traumas los derechos y las libertades
por las que tanto había luchado. Y cuando, unos años más
tarde, el PSOE ganó las elecciones de 1982 por mayoría absoluta
y por primera vez en la historia de España un partido de izquierda,
un partido socialista, gobernaba en solitario en un Estado monárquico
entendí que nuestra democracia había salido adelante y ya
no estaba amenazada como lo había estado tantas veces en el pasado.
Jordi Solé Tura
es senador socialista y fue miembro de la ponencia que redactó la
Constitución.
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