El escudo protector de la transición 

JAVIER TUSELL

A lo largo del difícil camino que llevó desde la dictadura hasta la democracia, el papel de don Juan Carlos, tan sólo parcialmente conocido, fue tan decisivo como complicado

El Rey recibe a los líderes de los partidos parlamentarios el 27 de octubre de 1982. (Marisa Flórez) 

 
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Cuando se produjo la muerte del general Franco, don Juan Carlos de Borbón sabía que tenía una misión que cumplir para la que se había estado preparando durante muchos años a lo largo de una vida no exenta de dificultades. Nacido en el extranjero y con pocas esperanzas inmediatas de volver a una España entonces en guerra civil, y donde los monárquicos en su inmensa mayoría no solo no eran demócratas sino tampoco liberales, había estado sometido a lo largo de su vida al ritmo de las cambiantes relaciones entre Franco y su padre. Éste, sin duda, cometió errores a lo largo de su vida: sin duda, no era demócrata en los años cuarenta, sólo se le puede describir como liberal desde 1944 y la Monarquía en la que pensaba tan sólo llegó a ser democrática a mediados de los años sesenta. Pero nunca se sometió a Franco, como hicieron los Braganza en Portugal, y su colaboracionismo, cuando existió, siempre fue tenso y conflictivo.

Se puede decir, sin duda, que su hijo heredó de él una idea de misión reconciliadora de los españoles, que el Rey siempre ha reconocido y sin la cual no se entiende su significación histórica. Lo que sucede es que en el modo de cumplirla difirió de su padre. Don Juan Carlos parece haber dicho a Carrillo que, tras haber pasado muchos años haciéndose el tonto, mucha gente pensó que lo era. En realidad, durante los largos años del franquismo hizo muchas y más importantes cosas que hacerse el tonto: debió aplacar las declaraciones de su padre, evitar la desconfianza de El Pardo, atraer a los más jóvenes reformistas del régimen y enlazar con la oposición, al mismo tiempo que explicaba a los políticos de fuera que un día habría democracia en España, aunque no sabía cómo se llegaría a ella.

El protagonismo en la transición

Claro está que la transición no la hizo el Rey, sino todos los españoles. Todavía se podría decir más: antes de que la transición se iniciara, de alguna manera existía un sentimiento difuso en la sociedad española que consistía en el generalizado deseo de entenderse. El resultado final es que esa actitud de fondo acabó por identificarse con una democracia consolidada bajo una Monarquía parlamentaria.

Pero el proceso por el que se llegó a este final feliz fue muy complicado y difícil. Quizá todavía merece otro calificativo más, imaginativo, porque, en efecto, no había un modelo o ejemplo en que basarse. El Rey debió aprender día tras día, y en muchas ocasiones previo error. Una de las personas que estuvo más cerca de él durante el tenso mes de noviembre de 1975 fue Torcuato Fernández Miranda, y éste ha dejado escritas unas notas en las que se contienen sus conversaciones con él. Los propósitos eran claros -democratización, caras nuevas, una monarquía por encima de cualquier partidismo...-, pero debió reconocer: "Me falta experiencia", cuando, por ejemplo, le dimitió Arias Navarro.

Se suele decir -lo hacen los profesores de Derecho Político- que en España el Rey reina porque no gobierna, pero hay que recordar que, al menos durante algún tiempo, reinó y gobernó al mismo tiempo. Hubo dos decisiones que sólo él podía tomar y que tuvieron un resultado positivo: los nombramientos sucesivos de Torcuato Fernández Miranda, como presidente de las Cortes, y de Adolfo Suárez, como presidente del Gobierno. De esta manera, por más que fueran muchas las personalidades reformistas del régimen que por entonces pulularon por el entorno real, parece justo afirmar, como en más de una ocasión ha hecho Santiago Carrillo, que el Rey fue el auténtico dirigente de esta tendencia de la política española cuyo papel fue fundamental en la transición.

Pero, al mismo tiempo, don Juan Carlos, en su actuación diaria, fue Rey constitucional incluso antes de que hubiera Constitución; no tomó parte en las decisiones diarias de carácter político-partidista ni tan siquiera emitió opiniones al respecto. No se le pudo atribuir un programa concreto ni tan siquiera en lo que respecta a la ley fundamental, pero, en cambio, hizo muchos gestos, y muy significativos. Landelino Lavilla ha llamado la atención acerca de ellos. En julio de 1976, por ejemplo, presidió los Consejos de Ministros en los que se decidió la renuncia de España al derecho de presentación de los obispos, y la amnistía. Más adelante, cuando ya se aproximaba el momento de las elecciones generales, recibió en La Zarzuela la renuncia de su padre a sus derechos dinásticos. En este caso, el gesto fue doble: se realizó porque la consulta popular eran inminente y tuvo lugar en La Zarzuela porque las Cortes seguían siendo franquistas. También fueron gestos significativos que los Reyes acudieran a votar en los dos referendos sucesivos y no en la primera elección constituyente.

Muro de contención

No sólo gobernó e hizo gestos: su papel decisivo e irreemplazable consistió en convertirse en escudo protector de la transición. En aquellos momentos se dijo, por monárquico tan ilustre como siempre fue José María Areilza, que el Rey era el motor del cambio, pero, en realidad, se puede más adecuadamente afirmar que a quien le correspondió ese papel fue a la propia sociedad española. Luego, en un libro valioso, el historiador Charles T. Powell le describió como "el piloto del cambio". Parece, sin embargo, más apropiado decir que el piloto del cambio fue la propia clase política española, más la del poder que la de oposición; el Rey, en cambio, no hizo el día a día de la transición porque ése no era el papel que debía corresponderle.

En cambio, lo más definitorio del papel del monarca fue haber contribuido a evitar que se produjera una intervención que hiciera imposible que los españoles tomaran posesión de su propio destino. Por supuesto, de ella hubieran sido culpables militares que ocupaban puestos de primera importancia en el escalafón de entonces, tenientes generales o generales de brigada. Cuando la transición tuvo lugar -o inmediatamente después- no se contó con toda crudeza esta realidad quizá porque no todos fueron conscientes de ella, aunque parece indudable que lo conocieron quienes ocupaban los puestos políticos más importantes. Si evitaron decirlo fue porque la denuncia también hubiera podido ser tomada como una provocación.

La relación del Rey con estos mandos que, por su franquismo, estaban dispuestos a presionar a las autoridades políticas fue a menudo tensa y se resolvió en pugilatos psicológicos nada fáciles, aunque acabaran en un final feliz. A estas alturas ya se puede poner un ejemplo, hasta ahora por completo desconocido. En marzo de 1976 -es decir, cuando faltaban todavía meses para que Suárez llegara a la presidencia-, una serie de generales y otros mandos militares se reunieron en Madrid. La jerarquía máxima era el general Pérez Viñeta, y se esperaba, pero no llegó, a Milans del Bosch. Los reunidos coincidieron en que el Gobierno era poco franquista y debía ser sustituido por otro que lo fuera. Como no desconfiaban del vicepresidente de Defensa ni del Rey, acordaron presionar, a través del primero, al segundo. El Rey recibió el papel en una ocasión muy particular: en medio de unas maniobras militares. Debió ser para él un momento crítico, pero reaccionó de la forma oportuna: cuadró a quien le entregaba el papel y aseguró que ese asunto quedaba tan sólo en sus manos. Ya se puede imaginar lo que hubiera sucedido de tolerarse esta intromisión.

Así se explica el verdadero sentido de la actitud del monarca ante el 23-F. Para muchos españoles, ese día se produjo una revelación: sabían que el Rey había sido importante para el cambio político, pero ignoraban hasta el momento hasta qué punto. Ahora, la España de izquierdas se hizo masivamente juancarlista y, poco a poco, quizá se haya convertido en monárquica, al menos en cierto sentido. Pero, para el Rey, lo que hizo aquella noche fue una consecuencia de toda una trayectoria, propia y de la institución. Muerto Franco, había emprendido un rumbo que entonces culminó. Pero aquella noche no fue la ocasión más difícil de su vida porque sabía lo que tenía que hacer. Peores fueron aquellos días finales del franquismo, en medio de un campo de minas, en los que ni siquiera se sabía cómo acertar. 


Javier Tusell es escritor e historiador.

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