La larga marcha 
de don Juan Carlos

SANTOS JULIÁ

Diez momentos clave en el complicado camino que llevó al trono al hijo de don Juan de Borbón y que lo convirtieron en monarca constitucional tras cuatro décadas de dictadura

1 EL DILEMA DE DON JUAN
Entrevista entre Franco y don Juan de Borbón a bordo del Ázor, en agosto de 1948, para discutir la conveniencia de que don Juan Carlos se eduque en España. (EFE).

 
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En enero de 1939, cuando el ejército de Franco avanzaba por Cataluña, al príncipe de Asturias un problema le inquietaba: tenía motivos para pensar que el primer ministro británico, Chamberlain, había sugerido a Mussolini que él, don Juan, debía ofrecerse para mediar en la guerra civil. Su familia había oído que de eso se hablaba en Inglaterra y él pensaba que eso le hacía mucho daño en España. Intentar una mediación siempre sería un error, pero quedaba fuera de lugar en medio de una ofensiva de Franco que marchaba realmente muy bien. El diplomático británico a quien confesaba sus inquietudes le tranquilizó asegurándole que tal iniciativa nunca se le había pasado por la cabeza a Chamberlain.

Cuando se apresuró a cortar los rumores sobre una hipotética mediación, don Juan sabía que cualquier equidistancia entre vencedores y vencidos podría liquidar la perspectiva de restaurar la Monarquía en España. Como tantos monárquicos que habían apoyado la rebelión militar contra la República, estaba convencido de que Franco procedería a esa restauración más bien pronto que tarde. Sus expectativas comenzaron a tambalearse cuando comprendió que Franco estaba allí para quedarse, que no se iría si alguien no lo echaba y que sólo podrían echarlo los aliados cuando vencieran a Alemania. De modo que cuando iniciaron sus ofensivas invitó a Franco a marcharse y proclamó la insolidaridad de la Monarquía con "el Estado Falangista". Creía que los aliados empujarían a Franco fuera de la escena.

No hubo tal cosa. Los aliados firmaron unos papeles, llamaron a los embajadores, cerraron las fronteras, pero no echaron a Franco. Desde ese momento, sabiendo que Falange le despreciaba, que el ejército obedecería a Franco y que los obispos habían llamado a "asistir con plena confianza a quien dirige los destinos del país", don Juan recogió velas, protestó por la Ley de Sucesión, que dejaba al arbitrio de Franco designar como sucesor a un indeterminado varón de estirpe regia, pero negó cualquier fundamento a la acusación "de no estar identificado con el Movimiento Nacional". Aceptando que Franco era depositario de todos los poderes estatales, lo más que pudo sugerirle fue que se pusieran ambos "de acuerdo para preparar un régimen estable".
 
 

2 LA LLEGADA DE JUANITO
 
Llegada de don Juan Carlos a la estación de Madrid. (EFE)

Para negociar este acuerdo, don Juan no poseía más que el derecho al trono heredado del ex rey Alfonso XIII, un título que Franco no reconocía y que la diplomacia internacional, la de Estados Unidos ya en primerísimo lugar, reducía a una pretensión: the Spanish Pretender era la fórmula empleada para referirse a él en la correspondencia diplomática. Sin capital de valor reconocido por la otra parte, nada quedaba, excepto ser padre de un niño, nacido en Roma, el 5 de enero de 1938, que tal vez algún día sería rey. Don Juan no tuvo más remedio que negociar con Franco el futuro de su hijo, poniendo esa carta, su única carta, encima de la mesa: confiar su educación a Franco a cambio del reconocimiento de sus derechos.

Franco y don Juan se vieron las caras por vez primera el 25 de agosto de 1948. Hablaron, como hablarán siempre, de lo que Franco quiso, consumado maestro como era en el arte de no hablar, de responder con otra cosa, con la pesca, con la guerra de África. Y de lo que Franco no habló, desde luego, fue de restauración monárquica, pero tampoco del reconocimiento de los derechos de Juan de Borbón al trono. La Ley de Sucesión había aclarado el asunto y nada tenía Franco que añadir, muchos menos que conceder: sería rey quien él dispusiera. Si don Juan quería que su hijo se educara en España, bienvenido sería el niño. Pero, ninguna concesión a cambio: Juanito vendría a España, recibiría la educación apropiada y eso sería todo.

Desolado, don Juan pensó que mejor educaba al niño en Suiza y allí lo envió por ver si Franco se inmutaba. Pero a no inmutarse era a lo que Franco estaba acostumbrado desde su juventud. No se inmutó tampoco esta vez. Y a don Juan no le quedó más remedio que llamar al niño de Suiza y enviarlo, con el curso escolar ya comenzado, y sin obtener nada a cambio, a España. Hacía frío aquella mañana en Madrid, un frío terrible, como recordará el rey Juan Carlos años después. Más aún que hambre, frío en toda España, no sólo en la explanada del monumento del Cerro de los Ángeles, donde adustos preceptores hicieron leer a la criatura la fórmula utilizada por su abuelo para consagrar España al Sagrado Corazón de Jesús.

3 LA ESPERA DE JUAN CARLOS

Frío del que quedaría pronto a resguardo, en Las Jarillas, donde el niño, enseguida llamado Juan Carlos, comenzó el aprendizaje de la espera cuidando de no arruinar sus opciones a la sucesión. Todo el problema consistía en reforzar una posición cuya fortaleza dependía en último término de Franco, que no ahorraba iniciativas para dar a entender que había más de un varón de estirpe regia con posibilidades de ser designado sucesor. Mientras Juan Carlos proseguía su bachillerato en Miramar, Franco convenció a Jaime, hermano mayor de Juan, de la conveniencia de educar a su hijo Alfonso en España.

Se comprende que, en tales circunstancias, don Juan accediera a seguir el plan previsto por Franco. Cuando se encontraron por segunda vez, en diciembre de 1954, quedó acordado que Juan Carlos pasaría dos años en la Academia General Militar de Zaragoza, uno más en la naval de Marín y todavía otro en la base aérea de San Javier, antes de iniciar estudios universitarios. Cuatro años, tiempo suficiente para que el joven se familiarizara con la columna vertebral por antonomasia del régimen y para que aprendiera una lección definitiva: que en el Ejército las decisiones de Franco no se discutían, enseñanza que valdría lo que un talismán si finalmente Franco decidía que fuera él su sucesor.

Tiempo, además, en que comenzó a soportar la hostilidad de los medios oficiales, abucheado e insultado en algunas apariciones públicas. Fue por entonces cuando se extendió la consigna falangista que rezaba: "No queremos reyes idiotas". "Tuve que hacer el tonto durante veinte años", dijo, ya rey, a Santiago Carrillo. Pero fortalecer una posición en ese mundo requería algo más que hacerse el idiota. Requería lo que Juan Carlos siempre echaba de menos: un estatuto. Algo debía contribuir a conseguirlo el matrimonio: bautizos, bodas, entierros son las grandes ocasiones para que la realeza extienda su magia. Hubo, pues, boda en mayo de 1962, aunque lejos, en Grecia, con doña Sofía; una boda que Franco se cuidó de no "nacionalizar", como lamentaba don Juan. Pero no hubo reconocimiento como príncipe de Asturias, aunque llegarían luego los bautizos: de las infantas, primero; del infante, después. Y vino don Juan a Madrid, en febrero de 1968, y vino también Victoria Eugenia, que había sido reina y que conminó a Franco famosamente: "Ya tiene a tres donde elegir, general; elija usted de una vez".

Sí, ahora, Franco ya iba a elegir, abandonando la idea perversa que había confiado un día a Pemán: cuando llegue el momento, que se peleen los partidarios del padre con los del hijo. Elegiría él, pero no se lo diría a nadie. Quiso mostrar hasta el final que se trataba de una Monarquía electiva y que él era no el gran, sino el único elector; que no tenía atadas las manos por el sacrosanto principio hereditario. Pero no había prisas, ni siquiera ahora, que ya había nacido un niño llamado a ser lo que su padre nunca fue, príncipe de Asturias. La espera había sido larga, pero Franco quería todavía someter a su elegido a una prueba, una dura prueba, pues en ella iba envuelto un drama familiar.

4 'A NICE YOUNG FELLOW'

El día 1 de febrero de 1968, recién cumplidos los treinta años de su edad, Juan Carlos mantuvo una larga entrevista con el jefe del Estado. Hablaron de muchas cosas, del nombre que pensaba ponerle a su hijo, si Fernando o Felipe; del recibimiento que se dispensaría a la abuela; de la oportunidad o no de que Franco se encontrara de nuevo con don Juan. Quizá fue también en esta ocasión cuando Juan Carlos escuchó de Franco los consejos de ser leal a su padre y de actuar por su cuenta, una doble recomendación susceptible de bloquear las neuronas de alguien menos preparado por tantos años de espera.

El caso es que, dos meses después, Juan Carlos mantuvo una franca y muy abierta conversación con el embajador de Estados Unidos, Biddle Duke, que regresaba a su país. "Franco", le dijo, "daba consejos amistosos, pero no había manera de que tomase una decisión". Así que le había hecho saber con toda claridad que si dejaba la opción en sus manos, su padre iba antes y nunca competiría con él. Pero que no tenía por qué haber necesariamente una opción: que si Franco, el Consejo de Regencia, las Cortes, lo quería a él, lo seleccionaban a él, cumpliría con su deber, aceptaría.

Duke le expresó su confianza de que si Franco moría inesperadamente, el Gobierno llamaría a don Juan al trono. Juan Carlos le dijo entonces que esto sería "demasiado malo para el país", que su padre estaba "demasiado lejos de las realidades políticas de España como para comprender lo que en realidad pasaba". Añadió todavía que las Cortes jamás aceptarían a su padre, que dudaba de que lo eligieran a él mismo si Franco moría antes y que, por eso, había urgido con insistencia a Franco para que lo designara. "Si Franco muere sin designar sucesor, la Monarquía se perderá", remachó Juan Carlos.

El embajador tomó buena nota de lo hablado y aconsejó a sus superiores que no subestimaran al príncipe por parecer simplemente "to be a nice young fellow". Aquel buen chico le había abierto su corazón y descubierto su carta: estar no sólo dispuesto a aceptar la designación como sucesor, sino haber indicado la única fórmula posible para serlo; si Franco lo designaba en vida, las Cortes no tendrían más remedio que ratificarlo. Ésta fue la gran lección aprendida por aquel chico que se las daba de tonto.

5 REY DE TODOS LOS ESPAÑOLES

De manera que, al menos desde los primeros meses de 1968, Juan Carlos estaba dispuesto a aceptar el nombramiento como sucesor a título de rey por encima de cualquier otra consideración. Las había de orden familiar: el dolor que causaría a su padre; pero las había también de orden político: un peligroso salto en la línea dinástica y, por tanto, una renuncia a la legitimidad tradicional; una inevitable escisión entre los monárquicos, que desplazaría hacia don Juan las miradas de quienes aspiraban a otro tipo de Monarquía; un juramento de fidelidad a las Leyes Fundamentales que algún día sería preciso desatar.

Ninguna de estas consideraciones le paralizó. No sólo aceptó, sino que fue protagonista principal de su propia designación, urgiendo a Franco, colaborando positivamente con Carrero Blanco y López Rodó para coronar el edificio institucional del régimen con la designación de un sucesor a título de rey. ¿Qué le movió a dar el paso? Sin duda, quería "modernizar" la Monarquía, hacerla "popular", según le dijo al embajador Hill; pero lo único que puede establecerse con certeza es su convicción de que si Franco no designaba un sucesor, la Monarquía carecía de posibilidades. Por eso, no dudó en explicitar su posición en enero de 1969 con palabras que merecieron los plácemes de Franco: no habló más de restauración monárquica ni apeló a ninguna otra legitimidad que no fuera la de las Leyes Fundamentales. Dijo, por el contrario, que se trataba de reinstaurar el principio monárquico y que eso siempre había comportado algún sacrificio; el padre entendió perfectamente a qué se refería el hijo cuando hablaba de sacrificio.

Y así fue como todo contribuyó a que Franco se decidiera por fin a proclamarle sucesor. Tras una breve estancia en Estoril, Juan Carlos recibió el 15 de julio una llamada del jefe del Estado para que fuera a verle por la tarde. Sin más preámbulos, le dijo que la proclamación sería el día 22. Juan Carlos titubeó unos momentos y quiso ganar tiempo: no podía mentir a su padre y menos aún ocultarle una decisión que tanto le afectaba. Franco le miró y le dijo: "Entonces, ¿qué decidís?". Si no respondía allí, sobre la marcha -confesó años después a Villalonga-, podía apartarle de la sucesión. Aceptó, mientras se dibujaba en el rostro de Franco una sonrisa imperceptible.

Con el estatuto ya definido, príncipe de España y sucesor a título de Rey sancionado por las Cortes, sólo quedaba aguardar, no sin los sobresaltos inducidos por la camarilla de Franco con el amaño del matrimonio de la nieta del general con el primo del príncipe, que se produjera el llamado hecho biológico. Tardó todavía en llegar, y hasta hubo ocasión para asumir interinamente la jefatura del Estado, pero al fin ocurrió: el Consejo de Regencia asumió los poderes para preparar los funerales de Francisco Franco y la proclamación de Juan Carlos de Borbón como Rey. Se diría que el tiempo hubiera permanecido inmóvil: un teniente general, un arzobispo, un jerarca del Movimiento; Ejército, Iglesia y Partido, los tres pilares fundacionales del régimen, las tres fuerzas que habían dado la espalda a su padre, velaban en la hora del relevo.

Pero en las ceremonias que siguieron a la multitudinaria despedida del dictador se apreciaron los signos de un cambio: el proclamado Rey por las Cortes el día 22 de noviembre de 1975, ya no habló de una legitimidad derivada del 18 de julio ni de cualquier otra fecha, sino de la tradición história, las Leyes Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los españoles, tres conceptos difícilmente compatibles en aquel hemiciclo. Por su parte, el cardenal que entonó el Te Deum cinco días después en San Jerónimo el Real, Vicente Enrique Tarancón, se limitó a evocar "la figura excepcional, ya história", de Franco y, sin mirar atrás, pidió para el futuro la participación de todos, la colaboración de todos, la prudencia de todos y exhortó al Rey a serlo de todos los españoles.

Todos los españoles: también el Rey se había referido a ellos. En realidad, era una fórmula utilizada de mucho antes por su padre, como por Franco, que también hablaba de concordia y de españoles todos. La cuestión no radicaba tanto en repetir la manida expresión como en llenarla de un nuevo contenido político, que ahora ya no podía ser otro que la democracia, palabra ausente del discurso de proclamación, en el que el Rey no dejó nada sin mencionar: Franco, figura excepcional; su padre, que le había inculcado el cumplimiento del deber; los ejércitos, la Iglesia, el mundo del pensamiento, las peculiaridades regionales y "la participación de todos en los foros de decisión". Que todos participasen: hasta ahí se llegaba en noviembre de 1975. Cómo se iba a guisar ese nuevo plato era cuestión de la que nadie en aquel momento poseía la receta.

7 COMIENZA LA TRANSICIÓN

Fue necesario, por tanto, aprenderla por el procedimiento de prueba y error. La primera receta consistió en mantener la continuidad salpicándola de reformas desde arriba: un canovismo redivivo; autoridad plena e integración limitada. El Rey ratificó a Carlos Arias e impuso como miembros del Gobierno a varias personalidades "aperturistas": Areilza, Fraga, Garrigues. El experimento fue un desastre sin paliativos, como el mismo Rey dijo a Newsweek. El plato preparado resultó demasiado fuerte para los delicados paladares de los inmovilistas, que sencillamente lo tiraron a la basura.

Era urgente emprender otro camino: los continuistas se habían hecho fuertes y los rupturistas, incapaces de romper con sus solas fuerzas, habían mostrado su capacidad de movilización. Tras despedir a Arias, y haber quemado el sedicente aperturismo, el Rey pidió al presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, que le propusiera una terna en la que viniera incluido el joven secretario general del Movimiento del Gobierno anterior, Adolfo Suárez. Cuando su nombre apareció en los periódicos como presidente del primer Gobierno que el Rey nombraba por propia iniciativa, la decepción fue mayúscula, y no únicamente entre precipitados columnistas.

Como el tiempo se encargaría de demostrar, el Rey acertó plenamente en su elección. El fracaso del Gobierno Arias-Fraga había mostrado que el régimen era irreformable, que la continuidad no se compadecía con su reforma: Cánovas podía valer para 1875; su aspirante a doble era patético en 1976. La lección aprendida: no había más remedio que romper; la argucia inventada: hacerlo de manera legal. A la estrategia, sutil, le han salido después muchos padres, pero lo único cierto es que sin el impulso del Rey, sin la fórmula elaborada en primer borrador por el presidente de las Cortes, y sin la capacidad de presión y negociación, decisiva por todos los conceptos, del presidente del Gobierno, la Ley para la Reforma Política no había salido adelante.

Salió y, a partir de ese momento, todo fue distinto: la Corona comenzó a conquistar, por el ejercicio de su función, una legitimidad racional, impensable poco antes, y recuperó simbólicamente la legitimidad tradicional: don Juan renunció a sus títulos y quedó reducido a lo que siempre había sido, conde de Barcelona.

8 LA CONSTITUCIÓN

Que el Rey fuera aceptado rápidamente por los dirigentes de una oposición que lo había tildado de breve, de retoño de la dictadura, podría entenderse como el reverdecimiento de una convicción, de antiguo presente entre esos círculos; que la transición a la democracia en España se realizaría bajo la forma monárquica . Los socialistas nunca lo dijeron expresamente, pero ese fue el sobreentendido de Gil Robles y Prieto cuando hablaron en 1948, como lo fue también en 1962 cuando Satrústegui y Llopis trataron del asunto. Los comunistas, por su parte, habían dirigido sólo dos años antes sus cantos de sirena a don Juan para que viniera como regente. En un momento u otro, las oposiciones se habrían dado con un canto en los dientes si hubieran contado con un rey al frente de un proceso constituyente.

Por eso, cuando estuvo claro, desde enero de 1977, que se avanzaba hacia unas elecciones de las que habría de salir una Cámara constituyente, los chistes sobre la brevedad del reinado se acabaron y las resistencias se diluyeron. El problema, dijeron los comunistas, y a su palabra atuvieron siempre su conducta, no es monarquía o república, sino dictadura o democracia. Los socialistas, que habían reivindicado de boquilla una república federal, mantuvieron su palabra, pero sólo pro forma, deseando que nadie más la compartiera y porque sabían que nunca sumarían suficientes votos para hacerla prevalecer. Mientras tanto, pero no antes, el Rey había tendido puentes a unos y otros y había desarmado todas las resistencias.

Quizá esperaba el Rey que en el debate constitucional se tuviera mayor consideración hacia la potestad de la Corona. Pero a medida que el debate avanzaba, uno tras otro, todos los poderes de que le habían investido las Leyes Fundamentales fueron cayendo. La Monarquía Parlamentaria que la Constitución define como forma política del Estado tiene en su cúspide una Corona con más carga simbólica pero con menos atribuciones que las previstas en la República para la Presidencia. Fue, por fin, el momento de la reconciliación entre monarquía y democracia, dos principios hasta entonces contradictorios en nuestra vacilante historia constitucional.

9 EL GOLPE

La confirmación de que en efecto había alumbrado una Monarquía parlamentaria como forma política de un Estado democrático sólo llegaría a producirse cuando las cosas sucedieran de tal modo que la presencia de un rey en la jefatura del Estado fuera irrelevante para el funcionamiento de las instituciones; cuando diera igual que fuera rey o presidente. En febrero de 1981, sin embargo, no dio igual. Para el restablecimiento del orden constitucional, gravemente vulnerado con la entrada de una partida de guardias civiles al Congreso y la salida de los tanques a las calles de Valencia, no fue indiferente que en la jefatura del Estado se sentara un rey.

Ésa es una parte de la cuestión, incontrovertible una vez conocido el desarrollo de la algarada, las llamadas desde la Zarzuela, la intervención televisada, la ratificación del compromiso constitucional; el Rey paró el golpe, no cabe duda. La otra cuestión quedará siempre para los aficionados a la historia virtual: ¿se habría puesto en marcha el golpe si los conspiradores no hubieran contado con que finalmente el Rey se plegaría a sus deseos, si no hubieran dado por supuesto que lo tenían de su parte? De la necesidad de un cambio de rumbo, de luces rojas encendidas, hablaron muchos, socialistas incluidos, aquel otoño dramático de 1980. El mismo Rey escuchaba con atención a los oficiales superiores, que deseaban exponerle su opinión, aunque sólo fuera para darles "a entender claramente que en ningún caso debían contar [con él] para cubrir la menor acción contra un Gobierno constitucional". Pero lo previsto por algunos de esos oficiales superiores no consistía en derribar un Gobierno constitucional, sino en formar otro, un poco a las bravas, que contara con apoyo parlamentario, un juego arruinado por las pistolas en Madrid y los tanques en Valencia.

El caso fue que aquella noche el Rey ejerció como guardián de la Constitución y jefe supremo de las Fuerzas Armadas sin posibilidad de obtener el refrendo del Gobierno, como la misma Constitución establece. Se salió de su papel, una iniciativa que abortó el golpe pero que no podría repetirse nunca más, por la simple razón de que, si se repitiera, los golpistas no pedirían permiso para ir a la Zarzuela. El riesgo corrido, los miedos pasados, el alivio final, acabó por rodear de calor popular al nieto de Alfonso XIII, que sólo había sentido frío cuando pisó por vez primera el reino que había sido de su abuelo.

10 EN SU HIJO Y HEREDERO
El príncipe de Asturias jura la Constitución ante los Reyes y en presencia de las Infantas, al alcanzar la mayoría de edad el 30 de enero de 1986. (Marisa Flórez)

Sostenía la teología medieval que el rey, en cuanto a Rey, nunca muere porque tiene dos cuerpos: inmortal, incorruptible el uno; perecedero, destinado a los gusanos, el otro. Nunca muere, pero en España ha corrido en más de una ocasión peligro de extinción. A España, la explosiva mezcla de amor y odio que ha regido las relaciones entre esos dos sujetos de la política moderna que eran Pueblo y Rey, le ha valido el singular palmarés de ser el país que más reyes ha expulsado y el que nunca ha conducido a un rey al cadalso: Carlos y Fernando, José, María Cristina, Isabel, Amadeo, Alfonso, hasta siete reyes se han visto desde 1808 a 1931 en el trance de abdicar o tomar el camino del exilio.

Pero si es cierto que el español ha sido el pueblo que más reyes ha expulsado, también lo es que nunca ha dado muerte al Rey. La restauración monárquica quedaba siempre así como una posibilidad abierta: volvió Fernando después de José, vino el hijo de Isabel después de Amadeo y la República, vino Juan Carlos después de otra República y de la dictadura. Reinstaurada por última vez en 1975, y no tras la muerte de un rey, sino de un dictador, la monarquía renacía así, por necesidad, demasiado humana: obra de hombre, no designio de los dioses, el rey reinstaurado sabía que en cuanto a Rey, podía morir porque de joven fue muy consciente de que si no se andaba con tiento tal vez ni siquiera en cuanto a Rey llegaría a nacer.

De ahí que hayan sido vanos los intentos de sacralizar al rey Juan Carlos fabulando que es hijo de Rey o rodeándolo de una nueva corte más monárquica que el mismo monarca. Ésta es una Monarquía decididamente humana. Humana pero consolidada. Por serlo, el hijo del Rey accedió, con sólo cumplir la mayoría de edad, al título que nunca pudo disfrutar su padre: príncipe de Asturias. En el juramento de su hijo y heredero, pronunciado ante las Cortes reunidas el día 30 de enero de 1986, culmina esta paradójica historia de un rey que no es hijo de rey pero que se perpetua como Rey en un príncipe de Asturias que no es hijo de príncipe de Asturias. Y para que la paradoja sea redonda, la Corona ha llegado a ser, mientras todo esto ocurría, la institución más valorada por unas generaciones de españoles que nunca fueron monárquicas.


Santos Juliá es escritor e historiador.

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