Hacia la concordia

MIGUEL ÁNGEL AGUILAR

En la semana que transcurre entre el 20 de noviembre de 1975, fecha de la muerte de Franco, y el acto religioso de los Jerónimos, el 27, don Juan Carlos da los primeros pasos hacia la consecución de la concordia entre españoles


Los Reyes, acompañados de sus hijos, tras la ceremonia en la Iglesia de los Jerónimos tras la misa de Espíritu Santo, el 27 de noviembre de 1975. (Europa Press)
 
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Menuda semana. Fueron siete días que sacudieron a una España que ya no soportaba, como enseguida se vio, la angustiosa pervivencia de un régimen caduco con un pasado de espanto, un presente de impotencia y un futuro imposible. Incluso la meteorología acompañó el tránsito: del gris y plomizo que saludó desde el cielo el entierro de Franco se pasó al sol que se abría para saludar a reyes e invitados en la ceremonia de los Jerónimos, un templo bien significativo para los madrileños. Para que aquellos días existieran, antes tuvieron que ocurrir algunas cosas. Como la prolongada agonía del anterior jefe del Estado, eufemismo que tanto gustó en tiempos de la transición y que en realidad encubría decir, como casi todos querían, la muerte del dictador. Una agonía salpicada de dolor, de fusilamientos, de pequeñas miserias cortesanas y de grandes juegos políticos.

Los partes del equipo médico habitual eran leídos a la prensa en el vestíbulo de la clínica de la Paz por Manuel Lozano Sevilla, taquígrafo de Su Excelencia, por decirlo con la terminología de la época. Su tenor hubiera podido deducirse sin error por un sordo que observara las caras de los circunstantes. Cuando indicaban alguna mejoría, los más comprometidos con aquel régimen mostraban alivio, los desafectos se miraban con paciencia. Cuando la alternativa era inversa, de agravamiento, los franquistas apretaban los dientes y sus adversarios ensayaban el mejor de los disimulos. En El Pardo, la anciana dueña del restaurante La Marquesita, con su toquilla negra de punto grueso, seguía como una verdadera profesional esas vicisitudes. Sentada al fondo de la barra estaba siempre a la escucha de Radio Nacional, que interrumpía su programación para ofrecer el último avance informativo. Luego, por teléfono encargaba el pan que estimaba necesario calculando la afluencia previsible de periodistas y curiosos en proporción directamente proporcional a la gravedad del paciente, tantos años su vecino tras las tapias del palacio situado enfrente de su local. Subrayemos que todo sucedía en la anterior glaciación, antes de la era de los móviles, y que la Compañía Telefónica, para facilitar el trabajo, había dispuesto, tanto allí como en las inmediaciones de la clínica, unos autobuses convertidos en locutorios donde todos hacíamos cola para reportar a nuestras respectivas redacciones.

Muchas cosas habían cambiado de modo paulatino en un régimen cuyas señas de caducidad eran tanto más visibles cuanto con más énfasis proclamaba su permanencia e inalterabilidad, a tenor de la Ley de Principios del Movimiento. Era la inútil pretensión de haber descubierto en política el movimiento continuo que se pensó consagrado haciendo jurar al Sucesor aquellas improrrogables Leyes Fundamentales. Por su parte, Franco había dado garantías en 1961 a sus fieles concentrados para la ocasión en el cerro de Garabitas de la Casa de Campo de Madrid cuando empezaban a preguntarse aquello de ¿después de Franco, qué? Su compromiso fue que todo quedará atado y bien atado bajo la guardia fiel de nuestro Ejército. Luego se comprobaría que el error de cálculo consistió en considerar suyo al Ejército. Un Ejército que, muerto Franco, terminó prefiriendo dejar de ser su Ejército, el vencedor de la mitad de los españoles para ponerse a las órdenes del nuevo poder constitucional, encarnación de la soberanía popular, después de transferir, no sin algunos graves sobresaltos, sus anteriores lealtades al Rey.

Pero, a lo que íbamos, concluída la guerra, la posguerra y los años de pertinaz sequía, los españoles empezaban a sentirse de clase media, habían comprado a plazos su seiscientos y tenían acceso a las clínicas de la sanidad pública mejor dotadas que los hospitales militares. Por eso, Franco, cuando sufrió un accidente de caza en el monte de El Pardo al explotarle en la mano su escopeta Purdley en diciembre de 1961, fue atendido en el Hospital del Aire, situado en la calle de la Princesa de Madrid junto a la Iglesia del Buen Suceso (obras ambas trazadas por los nombrados arquitectos hermanos Ortiz de Villajos, que sucumbieron a la piqueta años más tarde víctimas de una operación especulativa del Patrimonio Nacional), mientras que al sobrevenirle la flebitis en 1974 fue internado en el Hospital Provincial que llevaba su nombre y hoy el de Gregorio Marañón, y cuando su recaída definitiva ingresó en la Clínica de la Paz, dos centros de la red de la Seguridad Social. Nadie pensó en llevarle al Hospital Militar Gómez Ulla, carente de los adelantos de la medicina más moderna.

También habían avanzado las formalidades políticas. En 1961, los médicos aconsejaron intervenirle con anestesia general y entonces Franco ordenó que localizaran inmediatamente al ministro de la Gobernación, Camilo Alonso Vega, compañero desde la Academia de Infantería de Toledo donde ambos obtuvieron sus despachos como subtenientes en 1910. "Me van a tener que intervenir con anestesia y te hago responsable de todo lo que suceda en España en estas horas, ve al ministerio y redacta una nota oficial para el telediario de las nueve", le dijo el jefe del Estado cuando llegó a su presencia. Una vez en su despacho, Alonso Vega inició a lápiz una nota oficial del Ministerio de la Gobernación en los siguientes términos: estando cazando... Es una figura gramatical que Fabián Estapé ha caracterizado en sus memorias como gerundio de repetición.
Don Juan Carlos desayuna con Giscard d'Estaing en la Zarzuela el 22 de noviembre.

Trece años después, en 1974, se había registrado una evolución institucional desde aquel Estado campamental surgido a raíz de la sublevación del 18 de julio de 1936. Estaba vigente la Ley Orgánica del Estado dictada en 1966 y el príncipe Juan Carlos era, desde 1969, sucesor a título de rey por designación del jefe del Estado. Por eso, el 19 de julio de 1974, cuando su primera enfermedad, Franco transmitió de modo provisional las funciones de la Jefatura del Estado al Príncipe en un oficio que el ministro de la Presidencia, Antonio Carro, redactó delante del jefe de la Casa Civil, Fernando Fuertes de Villavicencio, y del marqués de Villaverde. Que este último estuviera presente denotaba la pérdida de facultades de Franco y el papel que su yerno deseaba adoptar en nombre de la familia y de los incondicionales del régimen. Al marqués se atribuye que Franco reasumiera por sorpresa todos los poderes el 2 de septiembre, una vez que el Príncipe hubiera regresado a Mallorca después de presidir días antes en el Pazo de Meirás un Consejo de Ministros.

Un año después, el 26 de septiembre de 1975, el Franco de siempre, el de mi pulso, no temblará, vuelve a sus orígenes para dar el enterado a tres ejecuciones que se producirían en la madrugada siguiente. Pero el 21 de octubre se reconoce oficialmente que le aqueja una insuficiencia coronaria y el 30 se aplica el artículo 11 de la Ley Orgánica del Estado a tenor del cual, en caso de enfermedad del Jefe del Estado, debía asumir sus funciones el heredero de la Corona de lo que el presidente del Gobierno habría de dar cuenta a las Cortes, a aquellas Cortes de las que mejor no hablar. Empieza entonces un extraño pugilato para prorrogar la agonía de Franco con ánimo de sobrepasar la fecha del 26 de noviembre en la que caducaba el mandato del falangista Alejandro Rodríguez de Valcárcel como presidente de las Cortes, que a su vez lo era del Consejo del Reino y del Consejo de Regencia.

Leopoldo Calvo Sotelo ha recordado al profesor Jesús Fueyo diciendo aquello de después de Franco, las instituciones. Pero aquellas instituciones, como ya entonces se echaba de ver, tenían anillada su fecha de caducidad. Aclaremos, para los que han llegado después, que las Cortes eran orgánicas, es decir, compuestas por representantes elegidos de aquella manera a través de la familia, el municipio y el sindicato, y cabildeados siempre por el llamado Movimiento Nacional, un híbrido de los alzados en el 36 a base de falangistas, tradicionalistas y católicos colaboracionistas, más unas dosis de tecnócratas laureanistas que el público percibía como propiciados por el Opus Dei. En cuanto al Consejo de Regencia baste decir que tenía una composición tan estrafalaria como la siguiente: el presidente de las Cortes, el prelado de mayor jerarquía y antigüedad, el consejero del Reino y el teniente general en activo y de mayor antigüedad de los Ejércitos de Tierra, Mar o Aire.

En Portugal, la revolución de los claveles había demostrado la invalidez del maquillaje caetanista para la continuidad del salazarismo sin Salazar, y además había deparado la sorpresa de que fueran los militares, el movimiento de los capitanes de abril, los educados en la más pura ortodoxia autoritaria, los que tomaran la iniciativa de liquidar el sistema. Por eso, aquí cundía el temor ante cualquier analogía y se tomaban todas las medidas precautorias frente a la Unión Militar Democrática que apenas sumaba unas docenas de oficiales y frente a cualquier frustración que afectara a las unidades de primera línea en el Sáhara, sobre el que, aprovechando los estertores del régimen, el rey Hassan II anunciaba por esos días la marcha verde. El Príncipe viajó el 2 de noviembre a la capital del territorio El Aaiún en un gesto destinado a garantizar que se haría lo necesario para que nuestras fuerzas conservaran ese intangible del honor.

Pero don Juan Carlos llegaba a estos momentos finales del franquismo curado de cualquier tentación militar por dos casos de familiares muy cercanos. Primero, el de su abuelo el rey don Alfonso XIII, a quien su respaldo al golpe del general Primo de Rivera le acabó costando el trono. Segundo, más íntimo, en su propia generación, el de su cuñado el rey Constantino de Grecia, arrastrado en su caída por el régimen de los coroneles y convertido, todavía muy joven, en un expatriado sin retorno. El Príncipe estaba dispuesto a ahorrarse el amargo caviar del exilio. Nunca quiso ser ese monarca alauíta a lo Hassan II que configuraban las leyes franquistas con súbditos aherrojados por sus propias fuerzas armadas. Siempre quiso reinar sólo sobre ciudadanos libres. Pero sucedía que Franco iba a morir y era previsible e inevitable la desfranquización, mientras que él, que era el sucesor, debía quedar indemne y convertirse cuanto antes en un rey consentido por todos los españoles. Después de 36 años de victoria, es decir, también de derrota para los vencidos, le correspondía inaugurar la paz, la reconciliación, la concordia.
Los Reyes, a la salida del acto religioso en los Jerónimos el 27 de noviembre de 1975. (Europa Press)

Así, con el intento de dimisión del presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro incluido, al sentirse puenteado por el Príncipe, y con toda suerte de movimientos de las fuerzas democráticas de oposición imbuidas de la inminencia del fin, llegamos al 20-N, inicio de la semana más larga que vivieron muchos españoles. La hora del fallecimiento de Franco parece fijada a las 3.40 de la madrugada. El presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro comparece ante las cámaras de TVE para leer un mensaje propio y unas cuartillas de Franco que aporta su hija Carmen. Llora, pero las tomas son incorrectas y deben repetirse. Como un actor profesional vuelve a llorar por segunda vez con el consiguiente agradecimiento de los técnicos encargados de la grabación. Franco insiste con el "arriba España" de triste memoria y agradece a quienes han colaborado. Por una vez se olvida de la antiEspaña, aunque no del todo, porque asegura sólo haber tenido como enemigos a los que lo fueron de España. Narváez, en el mismo trance, dijo que no podía perdonar a sus enemigos porque los había fusilado a todos.

El cadáver de Franco pasa primero por El Pardo y se instala al día siguiente en la sala de Columnas del Palacio Real. Llamamientos y colas de fieles y de incrédulos retransmitidas en directo, lo que ayuda a mantener la animación de la espera y a aumentarla. Consejo de Ministros, decretos sobre funerales y sobre la proclamación del Rey. Nada de coronaciones. Una jura sobre las leyes que serían derogadas por necesidades del guión y para alivio de todos. El 22 de noviembre, el presidente de las Cortes pasa el trago de gritar "viva el Rey" metiendo el gazapo de que lo hace "desde la emoción en el recuerdo a Franco". Don Juan Carlos pronuncia un mensaje escueto centrado en la concordia y pasando por algunas menciones como sobre ascuas encendidas. Cómo ilustra repasar cuál fue la reacción del auditorio, aquellas Cortes que terminarían, quién iba a decírselo, haciéndose el haraquiri. Aplauden la mención a Franco y la alusión a Gibraltar (grandes y prolongados aplausos, registra el diario de sesiones). Sólo algunos se atreven débilmente a subrayar la referencia al todavía jefe de la dinastía y padre del rey don Juan de Borbón. En las tribunas no hay más representación extranjera relevante que un siniestro Augusto Pinochet envuelto en un capote gris y parapetado tras unas gafas negras de uniforme de dictador, junto a los Marco filipinos y a uno de los Rockefeller, por entonces vicepresidente de Estados Unidos, sepultado entre un mar de guardaespaldas. Lo demás es frialdad. Luego, los Reyes se encaminan a la capilla ardiente, pero hacen una escala técnica para que doña Sofía cambie su indumentaria y pase del fucsia al negro. Después, el entierro en el Valle de los Caídos.

Don Juan Carlos desea inaugurar su reinado con otros parabienes. Por eso se organiza el jueves 27 de noviembre una misa del Espíritu Santo en la iglesia de los Jerónimos. Ese momento permite la venida a España del presidente de la República Francesa Valery Giscard D'Estaing y del presidente de la República Federal Alemana Walter Scheel, que nunca hubieran venido con Franco vivo o para asistir a sus exequias. El Rey cuenta con los buenos auspicios de quienes cuentan en Europa. España puede pensar en salir del lazaretto. La Monarquía puede ser una salida funcional. El cardenal Tarancón, que tantos odios concita de los del búnker, dice en su homilía que la Iglesia se siente comprometida con la nueva situación y que no regateará su estima, su oración ni su colaboración al Rey.

El cardenal, secundado y ayudado en todos sus movimientos por un discreto y eficaz José María Martín Patino, sabe que tiene algún margen mayor que el que tuvo el Rey días antes con Franco todavía corpore insepulto, y por eso pide al Rey que lo sea de todos los españoles, que promueva un reino de justicia en el que quepan todos sin discriminaciones, que ninguna forma de opresión esclavice a nadie y que acoja las diferencias y, respetándolas, las ponga todas al servicio de la comunidad. En la puerta del templo, ante las escalinatas, desfilan las fuerzas que han rendido honores y los invitados siguen a los Reyes a Palacio, donde se ofrece un almuerzo. Hay algunos curiosos al paso, pero el entusiasmo hacia el Rey sobrevendrá años después cuando se juegue y se gane la Corona, cuando empiece a verse clara la importancia del papel que ha jugado en la recuperación de las libertades de todos, como motor del cambio. Nada se le concedió por adelantado. Ahora, sí, ¡viva el Rey! 

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