El canon del perfecto franquista

"Las aportaciones canónicas de cuarenta años no caben en todas las simas oceánicas, pero si me dejan escoger me quedo con aquella perla que le dedicara Joaquín Arrarás: 'Timonel de la dulce sonrisa" 

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN 

"Mandamos a todos los sacerdotes que desde el día de la ratificación del Concordato,
en el curso de la santa misa, rezada o cantada, exceptuando las misas de difuntos,
en las primeras oraciones, en las secretas y en las poscomuniones añadan a la oración
Et formulas las palabras Ducem nostrum Franciscum".

El cardenal primado Plá y Daniel (1953)


 

Francisco Franco, bajo palio, en la
ofrenda del Año Santo de 1971,
en Santiago de Compostela.

Era constante el comentario 'esto no puede seguir así' y yo he de decir que desde 1931 estaba esperando llegase el momento en que hubiéramos de jugárnoslo todo, absolutamente todo". Esta opinión de un combatiente franquista en la guerra civil, recogido por Josep Fontana en el prólogo de España bajo el franquismo, refleja la actitud más consciente de lo que estaba en juego: decidir con una victoria el largo recelo acumulado por la reacción española ante todos los intentos de cambios progresistas, intentados y frustrados desde la Ilustración. El franquismo representó a la española el frente de las derechas tradicionales maquilladas por la modernidad falangista frente a los avances del movimiento obrero, la consolidación de la Revolución Soviética y el problema de los nacionalismos periféricos insurgentes. El diverso sustrato reaccionario y el maquillaje fascista hizo diferente al franquismo del fascismo o del nazismo, pero en los primeros años triunfales del Régimen, Franco y los franquistas trataron de dar espectáculo según la teatralidad mussoliniana y lo que no podían conseguir los modestos atributos físicos de Franco, trataban de lograrlo las cámaras empeñadas en darle la estatura de un César victorioso. 

Una vez vencidos Mussolini y Hitler en la II Guerra Mundial, el diseño de Franco y los franquistas trató de adaptarse a la nueva circunstancia recuperando el elemento esencial diferenciador del sustrato: el nacionalcatolicismo. Aunque a lo largo del Régimen sobrevivió el prototipo del falangista franquista como recurso convocante de manifestaciones trascendentales, progresivamente fue sustituido por el del franquista civil bajo palio, con el bigotillo recortado y el ademán contenido, administrador de una victoria providencial e inasequible al desaliento, capaz de repetir una y otra vez el discurso ideológico dominante, verdadero anticipo del pensamiento único fraguado en los despachos del Ministerio de información y Turismo o en la Delegación de Propaganda del Movimiento. Ésa fue la nueva mesocracia dominante tan reclutada por la victoria como por el miedo a que se repitieran las circunstancias que habían propiciado la guerra y beneficiada por las ventajas profesionales y materiales que se derivaban de una clara adhesión al Régimen. Ésos fueron los más beneficiados integrantes del luego llamado franquismo sociológico, bien manipulados por el bloque de poder económico, militar y cultural-religioso, consciente de que su hegemonía duraría lo que durara Franco y su Régimen y que cualquier cambio democrático implicaría una depuración por las responsabilidades contraídas secundando el golpe del 18 de julio y todas las violaciones de derechos constitucionales y humanos perpetradas a continuación. Así como los historiadores objetivos condenan abiertamente a Franco como el gran responsable de una solución militar-africanista a la crisis española, no han ampliado la responsabilidad a los sectores sociales que empujaron a la aventura militar y que se beneficiaron de la victoria, tal vez porque esos historiadores son sus descendientes. 

El hecho de que la transición obedeciera a un acuerdo entre los franquistas más lúcidos y reciclados y unas insuficientemente instaladas fuerzas de la oposición, diluyó para siempre la posibilidad de exigir las responsabilidades del bloque histórico dominante que a partir de 1936 hasta 1976 de una u otra manera estuvo en condiciones de practicar una limpieza étnica de la llamada otra España, también conocida por la ciudad del diablo según la dialéctica agustiniana movilizada por los cardenales cuando inventaron el imaginario de la Cruzada. Por el largo camino que va desde el alzamiento parafascista a la transición fue desapareciendo la tipología convencional casi caricaturesca del franquista, reducida interesadamente a la del pequeño burgués algo calvo y con bigotillo recortado pero prietas las filas, que tenía en el musculado Alfredo Mayo de Raza el mejor referente canónico y el peor en el propio Franco pronunciando discursos de fin de año. Hay que recordar que el franquismo tuvo otras perchas, desde el taimado José Félix de Lequerica o el banquero Coca, al político del Opus, López Rodó, pasando por el dicharachero don Santiago Bernabéu o por el sofisticado Juan Antonio Samaranch. Cuando Carlos Saura escogió a los actores de La caza de hecho planteaba diversos imaginarios de franquistas posibles y a la semántica gestual común de cazadores se sumaban los rasgos diferenciales de un complejo conglomerado de vencedores que nunca perdieron del todo un cierto complejo de usurpadores. 

Si el franquismo se encarnaba en el jefe de centuria, dibujado en los chistes populares como un gilipollas vestido de niño que manda a cien niños vestidos de gilipollas, desde el receptor popular raramente se descodificaba a los franquistas de las capas más altas que nunca habían perdido la gesticulación del poder económico de siempre, sobre todo desde que ya no fue obligatorio saludar a lo falangista en público y nunca lo fue hacerlo en los cocktails party. La fealdad del Régimen era evidente, pero tal vez formaba parte de su eficacia, como aquel olor a calcetines sudados que emanaba de todos los vencedores, incluidas las duquesas. El propio Franco acabó perdiendo su condición de canon del franquista, perdidos progresivamente los tacones postizos épicos que le calzaran cronistas de la guerra de África como Tebib Arrumi, seudónimo de Ruiz-Gallardón, abuelo del actual presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid y otro abuelo importante, Manuel Aznar, pretérita semilla del actual jefe de Gobierno, José María Aznar. Abc fue el gran instrumento propagandístico del joven Franco, en sus páginas fue calificado por primera vez de joven caudillo a raíz de su boda con doña Carmen Polo Meléndez Valdés. Los hagiógrafos del Caudillo recordaban de vez en cuando que el Mariscal Petain había calificado a Franco como la espada más limpia de Europa y cuando la espada más limpia de Europa entró en Madrid como Caudillo por la Gracia de Dios, los escritores oficiales acabaron de redondear el canon imposible: "Oh, ruina del Alcázar./ Yo mirarte no puedo,/ convulsa flor de otoño, sin asombro./ Vivero de esforzados capitanes,/ nido de gavilanes./ Huevo de águila: Franco es el que nombro". Gerardo Diego ya le ha confesado su amor, pero no es el único: "El Caudillo es como la encarnación de la patria y tiene el poder recibido por Dios para gobernarnos..." (del Catecismo patriótico español, publicado en Salamanca en 1939). Ridruejo tampoco se reprime: "Padre de paz en armas, tu bravura/ ya en Occidente extrema la sorpresa,/ en Levante dilata la hermosura...". La Estafeta Literaria lo compara con Cervantes, sin duda tras haber leído Diario de una bandera o Raza. Manuel Aznar dice de él que es arquitecto de capitanes de la historia y que su espada estaba por encima de la que había vencido a los sarracenos en las Navas de Tolosa. Cunqueiro, Álvaro, tras sostener que Franco era el Sol, añadía que la mirada del Señor le escogió entre los soldados: "De ella está ungido El Señor bruñó su espada y el santo Uriel arcángel le enseñó a pasearse entre las llamas...". Laín Entralgo afirma que al burgués y al empresario hay que oponerle el modelo de jefe, "más acorde con nuestro concepto militar de la vida". Pero quizá nadie como Pemán y Ernesto Giménez Caballero como constructores de ese canon imposible por lo desmesurado. Empecemos por Giménez Caballero: "¿Quién se ha metido en las entrañas de España como Franco, hasta el punto de no saber ya si Franco es España o España es Franco? ¡Oh, Franco, Caudillo nuestro, padre de España! ¡Adelante! ¡Atrás, canallas y sabandijas del mundo!". A Pemán se debe uno de los lametones nacional católicos más inolvidables: "Sabe marchar bajo palio con ese paso natural y exacto que parece que va sometiéndose por España y disculpándose por él. Se le transparenta en el gesto paternal la clara conciencia de lo que tiene de ancha totalidad nacional la obra que é1 resume. Y preside... Se necesitaba un hombre cuya imparcialidad fuera absoluta, cuya energía fuese serena, cuya paciencia fuese total. Había que tener un pulso exacto para combatir sin odio y atraer sin remordimiento. Había que escuchar a todos y no transigir con nadie. Había que llevar hacia allí, en dosis exactas, el perdón, el castigo y la catequesis, como hacia aquí, en exactas paridades, la camisa azul, la boina roja y la estrella de capitán general. Conquistó la zona roja como si la acariciara: ahorrando vidas, limitando bombardeos. No se dejó arrebatar nunca porque estaba seguro de España y de sí mismo. Éste es Francisco Franco, Caudillo de España. Concedámosle, españoles, el ancho y silencioso crédito que se tiene ganado...". 

Las aportaciones canónicas de cuarenta años no caben en todas las simas oceánicas, pero si me dejan escoger me quedo con aquella perla que le dedicara Joaquín Arrarás cuando lo imaginaba conduciendo la nave de la nueva España, la nave de la muerte, la tortura, la expatriación, la desidentificación para tantos de sus compatriotas: "Timonel de la dulce sonrisa". Las nuevas generaciones se han perdido aquel grotesco espectáculo posible gracias a un terrorismo de Estado sólo perceptible por los aterrorizados que casi no tuvimos ocasión de explicar el por qué de nuestro terror.

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